RYLIN

Tras el mostrador del puesto de comida del monorraíl, Rylin ignoraba que, varios kilómetros por encima de su cabeza, todos los encumbrados se encontraban inmersos en un frenesí de actividad por la fiesta que se iba a celebrar esa noche con motivo del decimoctavo cumpleaños de Eris Dodd-Radson y en la que Avery Fuller interpretaba el papel de anfitriona. Pero, aunque Rylin lo hubiera sabido, aquellos nombres no habrían significado nada para ella. Solo sabía que era demasiado temprano como para estar despierta un sábado por la mañana.

Allí estaba, sin embargo, desempeñando un trabajo que, de alguna manera, parecía haberse vuelto peor de lo que recordaba. Si es que eso era posible.

Rylin se había pasado toda la semana limpiando en casa de Cord. No había vuelto a llevarse más Trabas después de aquel susto y el consiguiente beso, acerca del cual necesitaba dejar de pensar, y cuanto antes, mejor. Aun así, todas las mañanas llamaba al puesto del monorraíl para avisar de que estaba enferma y subía al hogar de los Anderton en la Cima de la Torre. Les decía a Chrissa y a Hiral que lo hacía por el dinero, gracias al cual había conseguido ponerse al día con el alquiler de los últimos meses, evitando así que las desahuciaran. Hiral aún no había conseguido colocar las Trabas, según sus propias palabras. A Rylin, en realidad, no podría importarle menos. De hecho, casi se arrepentía de haberlas robado.

En honor a la verdad, en cualquier caso, la paga no era la única razón que la empujaba a conservar aquel empleo. Cord también tenía parte de culpa. Se había operado un cambio entre ellos, algo tan misterioso como desconcertante, y Rylin sentía curiosidad por ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. El muchacho regresaba pronto a casa por las tardes y siempre se quedaba hablando con ella un momento antes de que Rylin se fuera, interesándose por su familia, por su trabajo en el monorraíl o por qué había abandonado los estudios. Compraba más Hombrecitos de Goma y se los dejaba en el aparador. Una vez Rylin lo había pillado echando una cabezada en el diván de la sala de estar, con una sonrisita soñadora en los labios, la misma que lucía cuando lo había visto absorto en los holovídeos de su familia. Cord solo parecía distinto cuando Brice andaba por allí cerca, como si se comportase de otra manera por su hermano. «No veo la hora de que se largue otra vez», se había descubierto pensando Rylin; aunque daba igual, por supuesto, porque, cuando Brice se marchase, ella también tendría que irse.

Hasta que ayer Buza, el encargado del puesto del monorraíl, había llamado a Rylin para decirle que no pensaba aceptar más días de baja por enfermedad, sin importarle lo que marcase el medilector. «O te vas al hospital o te reincorporas al trabajo», había gruñido antes de colgar. Rylin había mensajeado a Cord para informarle de que se iba. Sorprendentemente, se había sentido decepcionada.

Así que allí estaba ahora, de vuelta a la apestosa y deprimente realidad. Sin embargo, era lo mejor, intentaba asegurarse a sí misma. Valía más irse ahora, mientras aún conservara un trabajo de verdad, que esperar a que la despidiesen cuando Brice abandonara la ciudad y ella no tuviese adónde ir.

—¡Myers! ¡Despierta! —gritó Buza mientras pasaba por su lado.

Rylin apretó las mandíbulas y no dijo nada. Acababa de detenerse un monorraíl en la estación. Se concedió el capricho de echar un breve vistazo por la ventana, emplazada a lo lejos en la pared más distante, irguió la espalda y se armó de valor para afrontar la habitual oleada de los sábados por la mañana.

Odiaba los fines de semana, cuando la clientela se componía principalmente de turistas. Los usuarios del monorraíl en días laborables siempre sabían lo que querían, por lo menos. Pedían deprisa, la cola avanzaba e incluso le daban alguna que otra propina, puesto que la conocían y sabían que volverían a verla. Los turistas, en cambio, tardaban una eternidad en decidir qué querían, la acribillaban a preguntas y nunca, jamás, dejaban propina. Como cabía esperar, el primer grupo en acercarse a ella tras salir del tren atestado lo formaba una familia uniformada con sudaderas a juego en las que la silueta de la Torre enmarcaba la leyenda I NYC. Los dos niños se peleaban por la única magdalena con plátano y nueces que su madre accedió a comprar mientras atosigaba a Rylin, controlando hasta el último detalle la cantidad de espuma que esperaba encontrar en su cafeccino.

Los siguientes clientes fueron exactamente igual de malos. A veces Rylin se preguntaba si a la gente se le olvidaba que no era ningún bot, sino un ser humano. En cierta ocasión Cord le había preguntado por qué existía siquiera su puesto, por qué no se limitaban a poner bots en todas las paradas del monorraíl, como hacían en las estaciones de los ascensores de las plantas superiores. «Porque yo les salgo más barata que cualquier bot», había dicho ella, lo cual era cierto.

Tras entregarle una bolsa de rodajas de manzana cocidas a un señor mayor, se giró para atender al siguiente cliente, disponiéndose a preguntarle qué deseaba. Pero cuando vio de quién se trataba, se quedó muda de asombro.

—Confieso que no había estado aquí antes —declaró Cord, esperando ante el mostrador como si fuese la cosa más normal del mundo—. ¿Qué me recomiendas?

—Pero si ya sabes que todo es una porquería —farfulló Rylin, apenas consciente de lo que estaba diciendo.

Le costaba creer que Cord supiese siquiera cómo llegar a una parada de monorraíl y, más aún, que recordase en cuál trabajaba ella.

—Sí, eso tenía entendido —respondió Cord, con un risueño destello en la mirada—. Pero intento entablar conversación con la chica que trabaja aquí, y si eso supone comprar algo de porquería, adelante.

—¡Myers! —la llamó Buza desde la trastienda, donde estaba dando cuenta, lenta pero inexorablemente, de una bolsa de patatas fritas con sabor a beicon—. ¡Deja de ligar!

Rylin se mordió el labio para no contestarle, se volvió de nuevo hacia Cord y, con voz tensa, dijo:

—Por lo visto tenemos que aligerar, así que, ¿qué te sirvo? —preguntó, ignorando aún el motivo de su presencia allí.

—Lo que más tiempo te lleve —respondió Cord mirando a Buza, que arrugó el entrecejo.

Rylin se dispuso a preparar un frappé de avellana con nata montada, echando ingredientes en la batidora y seleccionando el programa más ruidoso.

—Bueno, así que aquí es donde obras tu magia —dijo Cord entre el ruido de la batidora, con los talones firmemente plantados en el suelo.

—Cord, ¿qué haces aquí? —preguntó Rylin, sin andarse por las ramas.

—¿Me creerías si te dijera que echo de menos tus dotes para la limpieza?

—¿Qué pasa con las criadas que tenías a tu servicio?

—No son tan divertidas como tú.

—Cord…

—¿Te apetece saltarte el trabajo?

—Pensaba que Brice iba a irse de la ciudad.

Rylin levantó la batidora de la base en la que estaba encajada y vertió la bebida cremosa en una taza de elastiespuma blanca, en la que aparecía el dibujo de un odioso smiley amarillo.

—No hablaba de limpiar —matizó Cord—. Me dispongo a embarcarme en una aventura, y me gustaría que me acompañaras.

—No sé. —Los clientes que hacían cola detrás del muchacho comenzaban a impacientarse—. Quince nanodólares —dijo Rylin, y deslizó el frappé de avellana en su dirección.

—Si vienes, prometo beberme este repugnante brebaje que me estás obligando a comprar —declaró Cord, consultando el escáner de su retina y asintiendo con la cabeza para confirmar el pago.

—¡Myers! —bramó Buza—. ¡Acelera ahí fuera!

Aquella fue la gota que colmó el vaso. Con la sangre hirviendo en las venas, Rylin giró sobre los talones y se plantó en la puerta con una mano apoyada en la cadera.

—¿Sabes qué? —dijo—. Que no me encuentro bien. Creo que me he precipitado al reincorporarme al trabajo tan pronto. Seguramente porque mi jefe me ha hostigado y me ha amenazado diciéndome que, si no regresaba, me despedía —replicó, hecha una furia.

Buza levantó la cabeza. Tenía el labio superior cubierto de restos de beicon y chile.

—Como te marches ahora —gruñó—, estás despedida.

Rylin se quitó la tarjeta identificativa con gesto melodramático.

—Pues adiós —dijo, y la tiró al suelo—. Salgamos de aquí —pidió a Cord mientras cruzaba corriendo la puerta de los empleados y se reía al imaginarse a Buza intentando atender él solo a aquella horda de clientes enfurecidos.

«Dios, qué gustazo». Desde el día que entró a trabajar allí, había fantaseado con la idea de largarse. Sabía que se arrepentiría al día siguiente, cuando tuviera que empezar a buscar otro empleo, pero en ese momento experimentaba la satisfación más grande del mundo.

—Todo adentro —dijo Cord y probó un sorbo del frío mejunje viscoso.

Se atragantó, pero consiguió bebérselo. Rylin se rio sin poder evitarlo, un poquito histérica.

—¿Adónde vamos? —preguntó, subiendo con Cord al monorraíl, de regreso a la Torre.

—Estaba pensando en cenar —dijo él—. ¿Tienes hambre?

Rylin lo miró con el ceño fruncido, pero, para variar, el muchacho no daba la impresión de estar bromeando.

—Son las diez de la mañana —le recordó.

Cord sonrió de oreja a oreja.

—Donde vamos nosotros, no.

Rylin no supo cómo interpretarlo hasta que desembarcaron en Grand Central, el inmenso centro de transportes que ocupaba seis plantas en una gigantesca sección del ala oriental de la Torre. Dejó que Cord la guiara mientras subían los icónicos escalones de mármol desenterrados de la estación de Grand Central original, frente a las líneas de monorraíl y los conjuntos de ascensores, en dirección a la parte más alejada de la estación.

—Espera —dijo lentamente, comprendiendo al fin lo que pasaba—, no me habías… pero si yo no…

—Demasiado tarde, nuestro tren ya está a punto de salir —la atajó Cord, tirando de ella por el andén del Hipercircuito hasta un estilizado vagón con forma de bala. Sobre él, el cartel luminoso rezaba: PARIS GARE D’OUEST. Rylin se dejaba llevar, demasiado conmocionada como para protestar. El interior del vagón consistía en cuatro pares de enormes asientos abatibles de color añil, cada uno de ellos dotado de sus propias paredes de intimidad insonorizadas—. Uno-A y uno-B, esos son los nuestros —anunció el muchacho cuando hubo encontrado su fila.

Rylin plantó los pies en el pasillo.

—Cord, no puedo aceptar algo así. Es demasiado.

Ignoraba exactamente cuánto podía costar un billete de Hipercircuito en primera clase, pero algo le decía que tampoco quería saberlo.

—Tú misma. —Cord se dejó caer en su asiento, junto a la ventanilla—. Si no quieres venir, no vengas. Yo me voy a París de todas formas. Pero decídete pronto —añadió mientras comenzaba a sonar una cuenta atrás por los altavoces—, porque dentro de noventa segundos este tren estará circulando a gran profundidad por el Atlántico, camino de Europa, a mil doscientos kilómetros por hora.

Rylin giró sobre los talones, en dirección al vestíbulo, dispuesta a regresar al andén de un salto y dar por finalizada aquella locura de día, quizá incluso a buscar a Buza para suplicarle que le devolviera el empleo. Pero algo la detuvo. Se quedó mirando la pantalla, con los ojos pegados a la cuenta atrás que ya caía por debajo de un minuto. Luego, tras tomar una decisión, regresó a la primera fila.

—Cámbiame el sitio.

—No vas a ver nada por la ventanilla, salvo las paredes del túnel —le dijo Cord, aunque ya estaba desabrochándose el cinturón magnético de seguridad para pasarse al asiento del pasillo.

—El túnel me trae sin cuidado. Lo que quiero es ver París en cuanto lleguemos —replicó Rylin, y se acomodó mientras el tren empezaba a acelerar.

Las tres horas de viaje transcurrieron más deprisa de lo que la muchacha hubiera creído posible. Cord encargó cruasanes y café con leche para los dos, y Rylin se dedicó a ver un antiguo vídeo en dos dimensiones, en francés, pese a no entender bien el idioma. Algo acerca de un francés narigudo que estaba enamorado de una morena.

—Lo puedes poner en inglés, si quieres —susurró Cord, pero ella le apartó la mano. Le gustaba sentir en los oídos la caricia de aquel idioma, delicado y melifluo. Sonaba tan dulce como la miel.

Cuando regresaron a la superficie y empezaron a surcar la campiña francesa, Rylin pegó la cara al cristal, empapándose de cada detalle. Nada de todo aquello le parecía real todavía. «Ojalá mamá hubiera podido ver esto —pensaba una y otra vez—. A ella también le costaría creérselo».

—¿Adónde? —preguntó Cord cuando al fin hubieron bajado del tren y cruzado el control de bioescáner de los visitantes, en el que compararon sus retinas con los perfiles digitales de sus pasaportes antes de permitirles pasar. El sol del atardecer se derramaba formando gloriosos estanques dorados sobre las calles de aspecto antiquísimo.

—A la Torre Eiffel —respondió automáticamente Rylin, acariciando su collar con los dedos.

—De una torre a otra, ya veo —bromeó Cord, pero su gesto no le había pasado inadvertido.

Las calles parisinas no habían sido levantadas para revestirlas con las planchas metálicas necesarias para que flotaran los deslizadores, por lo que montaron en un autotaxi y emprendieron la marcha por aquellas curiosas y anticuadas calzadas adoquinadas, en dirección a la Torre Eiffel.

Llegaron justo a tiempo de subir las escaleras. Al final Rylin corría como una chiquilla, jadeando cuando llegó a la plataforma superior. La luz crepuscular del ocaso bañaba las calles de París a sus pies, confiriéndole a todo un aspecto cautivador.

—¿Es como te lo esperabas? —preguntó Cord, situándose a su espalda.

Rylin pensó en los cascos de realidad virtual de la biblioteca del instituto, en todas las tardes que había pasado haciendo cola para conseguir uno, tan solo para poder repetir la simulación de la Torre Eiffel. La había reproducido tantas veces que ya se la sabía de memoria. Rylin se agarró a la barandilla, desgastada por todas las manos que habían pasado por allí durante siglos, y cogió aire con fuerza, respirando por la boca a fin de saborear la fría brisa parisina.

—Es muchísimo mejor. Es sencillamente… precioso —susurró, contemplando la cúpula blanca del Sacré-Coeur, dorado por los últimos rayos de sol.

Abajo, las calles eran un incesante hervidero de hombres, mujeres y traqueteantes autocoches eléctricos, todo ello exultante, bullicioso y desorganizado, en las antípodas de la implacable eficiencia que gobernaba los pasillos de la Torre.

—Sí que lo es —dijo Cord, pero estaba mirándola a ella.

Deambularon por la estructura de hierro forjado hasta las seis de la tarde, la hora en que cerraba, y pasearon junto al río en dirección al barrio de Saint-Germain-des-Prés. Se cruzaron con decenas de pequeñas confiterías que olían a azúcar glasé y caramelo hilado; Rylin no dejaba de intentar detenerse en alguna, repitiendo que debía llevarle unos bollitos rellenos a Chrissa.

—Conozco un sitio mejor —no dejaba de insistir Cord mientras la guiaba por las sinuosas calles empedradas.

Poco después, llegaron a una esquina en la que solo había una sencilla puerta azul. Cuando entraron, Rylin se quedó sin respiración. El diminuto espacio estaba decorado con exquisitos espejos antiguos y las paredes, empapeladas con pan de oro.

Bonsoir, monsieur, mademoiselle. —El maître, con las manos enfundadas en unos guantes blancos, inclinó la cabeza a modo de saludo—. Bienvenidos al Café París.

Rylin miró a Cord con curiosidad.

—¿Cómo lo sabías?

—Me lo contaste tú, ¿recuerdas?

Siguieron al maître hasta el comedor, iluminado por cientos de velas que flotaban en candelabros de bronce sostenidos por microdeslizadores invisibles. La tenue iluminación se reflejaba en las bandejas de oro, las aflautadas copas de champán y las joyas que rutilaban en las muñecas y el cuello de los demás comensales. En un rincón, un violín de recargados relieves se tocaba solo. Rylin sabía que el movimiento del arco era puro artificio, que la música procedía de los diminutos altavoces de alta frecuencia repartidos por toda la sala, pero seguía siendo un espectáculo mágico.

Tal vez demasiado mágico, pensó, prestando atención a la parte racional de su cerebro. Comprendió, sintiéndose de repente como una boba, que era tarde y estaba a medio mundo de distancia de su hogar, en compañía de un chico al que ni siquiera conocía muy bien. Empezó a calcular mentalmente todo lo que Cord debía de haberse gastado hoy, y su preocupación se intensificó. ¿Qué esperaría de ella a cambio?

—Cord. ¿Por qué estás haciendo todo esto?

—Porque quiero. Porque puedo.

Encargó una botella de champán con un gesto y empezó a servirle una copa, pero Rylin se negaba a dejarse distraer. Estaba pensando en la primera vez que había visto a Brice, quien había dicho que el gusto de Cord estaba mejorando, que ella tenía «mejor aspecto que la anterior».

—Si te crees que voy a acostarme contigo porque me hayas invitado a todo esto, te equivocas de cabo a rabo.

Apartó su servilleta, cuyos hilos inteligentes habían cambiado de color para replicar el mismo tono lavanda de sus vaqueros, y empezó a levantarse.

—Dios, Rylin, espero que no pienses eso —dijo él, y la muchacha volvió a sentarse, algo más calmada. Sonriendo de oreja a oreja, Cord añadió—: Te garantizo que si alguna vez te acuestas conmigo no será por «todo esto». —Extendió los brazos en cruz para abarcar el restaurante, París, todo—. Sino porque no podrás evitarlo. Por mi arrolladora apostura y mi irresistible ingenio.

—Ya —repuso Rylin, sin inmutarse—. Ese ingenio no falla nunca, me trae de cabeza.

—Si alguna vez me pongo pesado, tú no te cortes y arréame un guantazo.

A Rylin se le escapó una carcajada.

—Si te hago una pregunta, ¿responderás con franqueza? —dijo Cord, en el mismo tono irreverente de siempre, pero Rylin presintió que tras él se ocultaba un genuino interés.

—Solo si después contestas tú a la mía.

—Me parece justo. —Cord se inclinó hacia delante, acodándose en la mesa. Se había arremangado, como si quisiera rebelarse contra la solemnidad de su entorno, dejando al descubierto el vello moreno de sus antebrazos—. ¿Qué es lo que más deseas en el mundo?

—Ser feliz —dijo de inmediato Rylin, sin pensárselo dos veces.

—Esa es una respuesta comodín. Pues claro que deseas ser feliz. Es lo que queremos todos. —Cord descartó sus palabras con un gesto despectivo—. Quizá la pregunta correcta sería: ¿qué te hace feliz?

Rylin dio vueltas a su copa de champán para ganar algo de tiempo. De repente, ya no estaba segura de qué era lo que la hacía feliz.

—¿Con qué sueñas? —Volvió Cord a la carga, al ver que la muchacha titubeaba.

—Esa es fácil. Con mi madre.

—¿Con que siguiera aún con vida?

—Sí.

Cord asintió.

—Yo sueño lo mismo —musitó, con la expresión más seria que Rylin le había visto jamás.

—Me toca. —Rylin quería desviar el rumbo de la conversación. A fin de cuentas, estaban en París—. ¿Adónde vas cuando te saltas las clases? —preguntó, con franca curiosidad.

—¿Qué…? ¿Cómo sabes que me salto las clases? —preguntó Cord, en tono desabrido.

—Me fijo. Venga, me tocaba a mí hacer las preguntas, ¿recuerdas?

Cord sacudió la cabeza y se rio por lo bajo.

—Lo siento. No puedo contestar a eso. Pregúntame otra cosa.

Rylin aún sentía curiosidad, pero lo dejó correr.

—¿Qué habrías hecho hoy si no te hubiera acompañado?

—Estaba clarísimo que ibas a venir. ¿Para qué perder el tiempo con hipótesis?

—Pero ¿y si no hubiera venido? —insistió la muchacha.

—Habría intentado devolver los billetes, lo más probable. O podría haber venido yo solo, nunca se sabe. Alguien tiene que comprarle esos bollitos a Chrissa.

—No eres tan gilipollas como aparentas —observó Rylin.

—Ni tú tan dura. Además —añadió Cord, con una mueca burlona—, mi supuesta gilipollez te ha traído hasta aquí, ¿no?

—París me ha traído hasta aquí —lo corrigió Rylin, y Cord soltó una carcajada.

—Bueno, pues en ese caso, por París —dijo el muchacho, levantando su copa.

—Por París —repitió Rylin, en voz baja. Entrechocó su copa de champán con la de él a la oscilante luz de las velas, preguntándose exactamente qué pensaba que estaba haciendo. Por mucho que lo intentara, sin embargo, no consiguió arrepentirse ni siquiera un poquito.

Dos horas más tarde, después de atiborrarse de crema de patatas con pimientos y de un asombroso filete de origen animal —nada de carne de laboratorio, sino un auténtico filete de una vaca de verdad que había vivido y se había alimentado con hierba antes de morir—, Rylin y Cord paseaban de regreso a la estación de trenes. En algún momento habían empezado a caminar de la mano, con los dedos entrelazados. Cada vez que Cord deslizaba ligeramente el pulgar por el dorso de su muñeca, Rylin sentía un escalofrío en todo el cuerpo. Sabía que debía soltarle la mano, pero era incapaz.

—¡Anda! ¡Pero si es el puente de los candados! —exclamó al divisar el Pont des Arts, el cual se había restaurado hacía años con los mismos compuestos de carbono ultrarresistente utilizados en la Torre.

La luna pintaba de plata los candados que cubrían el puente en su totalidad, dejados allí por las incontables parejas de enamorados que habían sellado sus corazones antes de arrojar la llave al río. El cielo se extendía interminable sobre sus cabezas, sin que ningún bloque de pisos le obstruyera el paso. El río chapaleaba a sus pies.

Rylin se detuvo en mitad del puente y giró lentamente sobre los talones, describiendo un círculo, con los brazos estirados. Aunque se temía que ya fuera demasiado tarde, esperó no haberse pasado de romántica llevando a Cord hasta allí. Pero claro que se había pasado. Era el puente de los amantes.

Como no podía ocurrir de otra manera, Cord se acercó a ella y apoyó las manos en sus hombros. Rylin dejó caer los brazos a los costados mientras se volvía, muy despacio, para mirarlo a los ojos. «Puedes ponerle fin en cualquier momento», se recordó, pero no lo hizo, no podía hacerlo, o quizá sencillamente no quería hacerlo. Rylin se sentía como si estuviera en una especie de trance, como si el tiempo se hubiera detenido y el mundo entero estuviese conteniendo el aliento.

Cord apoyó en los suyos unos labios que parecían hechos de fuego. Sin pensar ya en nada más, Rylin se puso de puntillas para devolverle el beso, aferrándose a sus hombros como si estos fueran lo único estable en un mundo que no dejaba de dar vueltas a su alrededor. Sabía que lo que hacía estaba mal, pero Hiral se encontraba tan lejos… como si fuese alguien que se hubiera imaginado en otra vida.

Rylin no sabría precisar cuánto tiempo se quedaron así, fundidos en un beso en el puente de los amantes de París. Poco después, Cord se separó de ella. Tenía el pelo alborotado y una sonrisa radiante en los labios, y todavía no le había soltado la mano.

—Y ahora —dijo—, vamos a buscarle a Chrissa esos bollitos rellenos de crema, antes de que perdamos el último tren de regreso.

Sonó un chapoteo en el agua, a su espalda: otra pareja de enamorados acababa de lanzar una llave, desde lo alto del puente, a la inmensidad de la noche.