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Que nunca nos quiten la alegría
El 9 de mayo de 2014 cae una fina lluvia sobre Gotemburgo, donde vivimos Eva y yo. Va a cambiar el tiempo. Lo veo en las aguas poco profundas de la bahía de Stallviken, que se han retraído. Y eso es signo de que va a hacer más sol y más calor. Algún que otro pescador de truchas prueba suerte bien adentro de las aguas. Se pasan así horas y horas, sin importarles si pican o no. Muchos de ellos devuelven los peces al agua cuando por fin capturan alguno. Siento cierta envidia de esa alegría despreocupada mientras parece que lo esperan todo y que no esperan nada.
Han pasado cinco meses desde que me diagnosticaron el cáncer. Estos días, precisamente, me han dado la cuarta y última dosis de quimioterapia de la primera serie. Mañana veré al doctor Bergman, que me dirá cómo ha ido la cosa hasta ahora.
Me levanto temprano. He tenido un sueño inquieto, como suele sucederme. Me figuro que es como esperar una sentencia, aunque resulta imposible saber de antemano si me van a absolver o si me condenarán. Lo único que puedo hacer en estos momentos es prepararme para lo peor y conservar la esperanza de lo mejor.
Pero esta mañana, justo después de salir el sol, empiezo a pensar algo totalmente distinto, más o menos al mismo tiempo que el mirlo toca diana y todas las aves comienzan a cantar.
En lugar de prepararme para lo que me espera al día siguiente, me pongo a pensar en cuál ha sido el instante de mi vida en el que he sentido la mayor alegría. ¿Existe un instante así? ¿O es imposible decidirse por uno? El nacimiento de un hijo, el alivio cuando se pasa un dolor intenso, un ataque del que salgo ileso, la sensación de que el trabajo con un libro ha superado las expectativas… Enseguida me doy cuenta de que es absurdo. Los instantes no pueden compararse ni clasificarse. Una alegría no se parece a las otras. Aun así, doy con un instante que creo que supera todas las demás alegrías, aunque sin compararlo con ningún otro.
El pensamiento y el recuerdo me retrotraen al 4 de octubre de 1992, hace veintidós años. Yo tenía entonces cuarenta y cuatro, y estaba viviendo los que seguramente han sido los años más intensos de mi vida. Pasaba casi todo el tiempo en Maputo. Llevaba a escena dos obras al año, como mínimo, y también era responsable de gran parte de la producción.
Tenía los días planificados al milímetro. Por las mañanas me levantaba muy temprano para poder trabajar un rato en el despacho antes de que el calor africano apretase demasiado. Hacia las doce del mediodía almorzaba y dormía una hora, después de descolgar el teléfono y cerrar con llave la puerta. Luego llegaba la hora de ir al teatro, donde empezaban los ensayos sobre las cuatro y se prolongaban hasta entrada la noche. De camino a casa, paraba en algún restaurante no muy grande y cenaba, por lo general solo, lo que me daba la oportunidad de leer Noticias, el único periódico que se publicaba entonces en Mozambique. Después me sentaba a escribir un rato, antes de irme a dormir.
Muchos de mis amigos europeos creían que llevaba una vida dramática, pero el drama lo tenía en la cabeza. Nunca, ni antes ni después, he vivido de forma tan ordenada y casi aburrida, al menos en apariencia.
El año anterior había propuesto que representáramos Lisístrata, de Aristófanes, una obra de dos mil años de antigüedad. Naturalmente, iba a ser necesario hacer una versión adaptada al mundo africano para que resultara comprensible a un público moderno por lo general joven, y en gran parte formado por analfabetos. Lo primero que había que eliminar era todo lo relacionado con los templos y sacerdotisas de la antigua Grecia. Debíamos depurar la idea fundamental de Aristófanes y mostrar cómo las mujeres se declaran en huelga amorosa para obligar a sus maridos a abandonar la guerra.
En Mozambique, la guerra civil llevaba diez años haciendo estragos. Muchos habían muerto. Como suele ocurrir en las guerras intestinas, se produjeron muchos y muy crueles abusos contra la población civil. Orejas y narices amputadas, niños aplastados contra un árbol… Todo el mundo tenía algún pariente o conocido afectado por la guerra. Teníamos muchas razones para montar aquella obra. Y estaba convencido de que, en el cielo de los dramaturgos, Aristófanes comprendería lo importante que era que adaptáramos la forma externa de su comedia a la realidad africana.
La cuestión era con qué íbamos a sustituir los templos y a las sacerdotisas. Un día que estaba haciendo la compra en el mercado central de Maputo lo comprendí. Al ver a todas aquellas mujeres atendiendo los puestos comprendí que era allí, precisamente, donde había que situar la acción.
Pedí a varias de las actrices del teatro que dedicaran unos días a visitar el mercado y a hablar con las mujeres que trabajaban allí. Y la idea de declarar una huelga amorosa para poner fin a la guerra civil no tardó en arraigar. Nuestro único problema era que las mujeres no terminaban de entender por qué había que hacer una representación teatral. Querían poner en práctica la idea de inmediato.
Al final representamos la obra, nuestra Lisístrata, que llamamos Julietta, el nombre de la pescadera del mercado. (La única Lisístrata que aparecía era una cabra a la que pusimos ese nombre. La cabra tenía que hacer una entrada en escena. Nos costaba mucho trabajo mantenerla callada entre bambalinas, para que no revelase lo que debía ser una gran sorpresa. Al final preguntamos a un viejo pastor, que nos dio la solución enseguida: «Ponedle sal en la boca y la mantendrá cerrada». Y así fue).
La función fue un éxito. Por razones que ya no recuerdo decidimos que la última representación sería el 4 de octubre. Mientras permaneció en cartelera se mantuvieron negociaciones entre el Gobierno legítimo y las bandas armadas responsables de la guerra civil que actuaban como lacayos del Estado del apartheid sudafricano. Las negociaciones se celebraban en Roma, y no creo que nadie tuviera de verdad esperanzas de que terminaran bien. La guerra continuaría, las masacres de civiles inocentes no cesarían.
Y entonces llegó el 4 de octubre. Por la mañana se presentó un buen amigo periodista, venía a visitarme y aporreaba enérgicamente la puerta. Había ocurrido lo inesperado. Se había firmado un acuerdo de paz en Roma. Cabía una posibilidad de que aquella guerra cruel llegara a su fin.
Aquella tarde, cuando bajaba al teatro para ver la última función, ya se había confirmado la noticia. Era verdad, habían alcanzado un acuerdo de paz. En Maputo los coches circulaban tocando el claxon, como si el país hubiera ganado un partido o un campeonato internacional.
De camino, pendiente abajo, al Teatro Avenida fui madurando una idea. Al llegar me senté en el salón vacío con Lucrecia Paco, que hacía el papel de Lisístrata/Julietta, y le sugerí que dijera unas palabras después de los aplausos. Ella me entendió enseguida, pero me pidió que le diera la frase exacta.
—No —le respondí—. Debes decirlo con tus propias palabras. No vas a equivocarte.
Vi la obra de pie en un rincón junto a la primera fila. La cabra no baló en ningún momento y provocó el mismo ambiente jocoso de siempre cuando apareció en el escenario atada a una cuerda. La representación fue bien aquella última noche. Los actores estaban muy concentrados y llenos de energía. Procuraban no ir demasiado rápido, cuidando todos los detalles.
Y terminó. Los aplausos inundaron el local. Los actores estaban en el proscenio. En el Teatro Avenida los actores entran y salen a recibir los aplausos todos juntos. A la tercera ovación del público, Lucrecia alzó las manos y los aplausos se fueron apagando. Tal y como habíamos acordado unas horas antes.
Recuerdo sus palabras, las que ella misma eligió, y la forma en que las pronunció:
—Como todos sabéis, hoy se ha firmado en Roma un acuerdo de paz. Esperemos que esta guerra espantosa, con tantos crímenes y mutilaciones, haya terminado. Debemos confiar en que se respetará el acuerdo. Pero os prometo que si hace falta, volveremos a representar esta obra. Nosotros, como vosotros, no nos rendimos nunca.
Se hizo un silencio absoluto. No se oyeron más aplausos. Pero el público se levantó. Se quedaron en silencio observando a aquellos actores que habían representado una obra de más de dos mil años sobre la lucha desesperada y valerosa de unas mujeres contra la barbarie de la guerra.
Fue lo más emocionante que he presenciado nunca en un teatro. He vivido muchos momentos intensos en mi vida, pero ninguno que se acerque siquiera a lo que ocurrió aquel 4 de octubre de 1992. Fue emocionante y, al mismo tiempo, estuvo impregnado de una alegría inmensa. El diálogo entre los hombres era posible, era posible conseguir que terminara la guerra. Viví un episodio que hizo que temblara la tierra, algo había terminado, y algo distinto empezaba.
Me cuesta encontrar en toda mi vida un instante más grande y más lleno de alegría que aquel episodio en el teatro. Nada puede compararse ni clasificarse en relación con él. Y precisamente esa mañana en que trataba de prepararme para lo que podían ser buenas o malas noticias al día siguiente, me invadió el recuerdo de aquella gran alegría.
Nuestra función no tuvo ninguna influencia en la firma del acuerdo de paz. Pero, pensándolo bien, creo que sin nuestro trabajo habría faltado algo en todo lo que contribuyó a que la guerra terminara por fin. Nadie que estuviera en la última función, ya fuera en el escenario o entre el público, lo olvidaría nunca.
La lluvia persistía. Contemplé el mar a través de la neblina y pensé que, después de todo, había tenido la oportunidad de vivir un instante de una alegría inmensa en este mundo. De hecho, muchos instantes. Pero precisamente aquella mañana elegí el de la función de Lisístrata, en octubre de 1992.
Poco después de las diez de la mañana entré en la consulta del doctor Bergman.
Como si saliera a un escenario, pensé. O quizá me encontraba entre el público y el doctor Bergman, en una silla, en el proscenio.
Yo ya sabía que él siempre elegía las palabras con sumo cuidado.
—Se ha producido una tregua —dijo—. Los citostáticos han funcionado. Parte de los tumores se han reducido de tamaño, otros han desaparecido por completo. Naturalmente, eso no significa que estés sano. Pero se ha producido una tregua. Y esta tregua puede durar mucho tiempo.
En esa tregua vivo hoy. De vez en cuando pienso en la enfermedad, en la muerte, en que no existen garantías cuando se trata del cáncer.
Pero, ante todo, vivo con la esperanza de nuevos instantes de paz. En los que nadie me arrebata la alegría de crear o de contemplar las creaciones de otros.
Instantes que vendrán. Que tienen que venir, si es que la vida ha de tener algún valor para mí.