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Mientras el niño juega
No puede decirse que sea creyente, nunca lo he sido. De niño traté de rezar una plegaria por las noches, pero me parecía una falsedad.
Ahora que tengo cáncer pienso a menudo en la gente que encuentra consuelo en la fe. La respeto, aunque no la envidio.
Sin embargo, casi como si se tratara de una convicción religiosa más o menos difusa, tengo una certeza sobre las personas que puede que vivan en la Tierra dentro de muchos miles de años y después de terribles glaciaciones. Y es que las embargará una alegría elemental.
Sin ella, el ser humano no sobrevive. Sería tanto como amputarle el alma.
Podemos haber desarrollado todas las estrategias de supervivencia imaginables, pero la verdadera fuente de energía de nuestros éxitos son las ganas de vivir y la alegría de vivir que tengamos. Si la equiparamos con una curiosidad y un ansia de saber permanentes, obtendremos la imagen de la verdadera capacidad única del hombre.
Los animales no se suicidan. Los hombres lo hacen cuando desaparece la alegría de vivir, por lo general a causa de un dolor físico o psíquico terrible. Es absurdo preguntarse quién fue el primer hombre que se quitó la vida prematuramente, puesto que no es posible responder. Pero disponemos de documentación abundante que confirma que el suicidio ha estado presente entre los hombres como una sombra a lo largo del nacimiento y la caída de las civilizaciones. Aunque lo más probable es que Cleopatra no recurriera a una serpiente, podemos estar seguros de que se suicidó. Infinidad de personas se han ahorcado, se han ahogado, se han pegado un tiro o se han envenenado a lo largo de la historia. En muchos casos podemos comprender por qué a un ser humano le resulta insoportable la vida; en otros, nos quedamos atónitos, asustados al comprender lo poco que sabíamos de alguien que muere de pronto.
Albert Camus escribió en una cita ya célebre: «Sólo existe un problema filosófico serio verdaderamente: y es el suicidio. Juzgar si la vida merece la pena vivirla o si no es responder a la pregunta fundamental de la filosofía».
La respuesta a esa pregunta es el deseo de vivir.
Hoy en día sabemos más acerca de lo que implican esa alegría y ese deseo de vivir que hace treinta o cuarenta años. En última instancia, se trata de procesos químicos. Lo queramos o no, nuestras experiencias espirituales también consisten en diversos procesos fisiológicos mensurables.
Cuando antes hablaba del joven que decidió convertirse en neurólogo…, pues ésos son los procesos que deberá examinar y comprender. Son expediciones tortuosas, y los resultados, difíciles de interpretar. Pero nuestra comprensión de los procesos internos que hacen de nosotros seres humanos aumenta a diario.
Muchas personas se oponen al oír que incluso el enamoramiento más apasionado es química. El amor y la pasión erótica tienen que ser otra cosa, pensamos. Y claro que lo son. Esos procesos químicos que estallan como la fuente mágica del enamoramiento conducen a determinadas acciones, desde hacer un regalo a escribir poesía, desde sufrir un insomnio permanente a experimentar celos o una alegría inconmensurable. Pero al principio son células y procesos químicos los que deciden cómo nos sentimos y cómo pensamos, cómo amamos y cómo sufrimos por la humillación de los celos.
Me cuesta ver que esos procesos químicos tengan que suponer algún tipo de degradación de las pasiones humanas. Diría incluso que al contrario. Miguel Ángel no habría pintado peor si hubiera sabido cuanto hoy sabemos acerca de los prodigiosos procesos invisibles que dirigen los sucesos y decisiones fundamentales de nuestras vidas.
Pero ¿y la alegría y el ansia de vivir? Supongo que puede describirse de la siguiente manera: un niño jugando. Totalmente inmerso en el juego y en sus pensamientos. Y está cantando. Una cancioncilla que tararea sin letra.
El tiempo se ha detenido. No existe. Las paredes de la habitación son blandas y ondulantes. Mirar hacia fuera y mirar hacia dentro es lo mismo.
El niño juega y canturrea. La vida es perfecta.
¿No será que hay sentimientos tan fuertes que, sencillamente, no pueden expresarse con palabras, sino que hay que cantarlos? El tararear del niño expresa lo mismo que el cantante de fado portugués o que la soprano que canta el aria «La reina de la noche» de La flauta mágica.
Sin la alegría de vivir, sin el ansia de vivir, no hay seres humanos. Quienes se ven privados de su dignidad y luchan por recuperarla, luchan en la misma medida por su derecho a reconquistar las ganas de vivir. Las personas que tratan de salir de un campo de concentración o de sociedades agrarias depauperadas e ir a los prósperos países de Europa, y cuyos cadáveres arriban a las playas de Lampedusa y de Sicilia, también pretendían recuperar la alegría de vivir.
A veces oigo a gente que habla con desprecio de los emigrantes que llegan a Europa como «buscavidas».
Por supuesto que lo son. Todos lo somos, todos buscamos la felicidad, aunque la palabra «felicidad» nos resulte difícil cuando nos han destrozado la vida fuerzas sentimentales o comerciales, eso es lo que buscamos, precisamente, la posibilidad de una vida decente basada en el ansia de vivir.
¿Por qué partieron millones de europeos a Norteamérica y a Sudamérica hace ciento cincuenta años? Exactamente por las mismas razones.
El niño sigue tarareando en la playa o en el jardín o en la acera, jugando y cantando una canción sin letra.
No hay ni humanidad ni civilización posible sin la figura de ese niño. En el árido mundo de la biología, no hay otro objetivo que el de que nos reproduzcamos en la despaciosa danza permanente de las generaciones. Pero en una definición algo más profunda del sentido de la vida podríamos decir que cada generación está obligada a dejar todas las preguntas sin respuesta a la siguiente, que tratará de llegar a las respuestas que nosotros no hemos sido capaces de encontrar.
Naturalmente, llegará un día en que finalizará esa danza que iniciamos en los profundos y nebulosos orígenes de la historia, cuando dijimos adiós al chimpancé y emprendimos un camino por cuenta propia. Si algo sabemos de nuestra historia es que, tarde o temprano, todas las especies se extinguen o se convierten en algo del todo distinto. No hay razones para creer que no le vaya a ocurrir lo mismo a aquélla a la que nosotros pertenecemos. El hecho de que seamos lo más logrado del desarrollo no nos salvará de que un día nosotros también nos extingamos.
Nadie sabe cuándo ni cómo. Quizá podamos suponer que tenemos en nosotros unas fuerzas destructivas tan enormes que terminemos aniquilándonos a nosotros mismos. Pero no podemos saberlo con certeza. Un loco con acceso a un gran arsenal de armas nucleares podría acabar con todo hoy mismo, simplemente apretando un botón.
Contra lo que acabo de decir se puede esgrimir lo que yo llamo la «historia de las barricadas». Todas las revueltas o revoluciones tratan de que los últimos de una sociedad exigen el derecho al deseo y la alegría de vivir. Por lo general, quienes consideran que tienen derecho a decidir sobre las condiciones de vida de los demás sofocan brutalmente dichas insurrecciones.
Después de las revueltas estudiantiles de Mayo del 68 en París, las autoridades francesas asfaltaron las calles del entorno de la Sorbona. Hoy no hay modo de levantar los adoquines que las forman, pero, naturalmente, nada puede impedir que quienes quieran rebelarse encuentren otros medios para construir las barricadas.
Entre tanto, el niño sigue jugando, tarareando esa melodía sin letra.