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Noche de invierno

Desconfío de la gente que dice que nunca tiene miedo. Creo que mienten. No tanto a mí como a sí mismos.

Lo que más miedo causa a la gente es la muerte. A lo largo de mi vida en numerosas ocasiones he creído que estaba en peligro de muerte. Aunque, peligrosas de verdad, me sobran dedos si cuento con las dos manos.

Una vez estuve a punto de dormirme al volante, pero tuve el tiempo justo de girar al oír el claxon de un camión que, de lo contrario, me habría arrollado. Me dirigí a un aparcamiento y salí del coche. Era invierno, casi las tres de la madrugada. Me quedé allí mientras veía pasar algún que otro coche por la carretera. Poco a poco me fue inundando el miedo a hurtadillas. Qué cerca había estado. Como un parpadeo. En la oscuridad, con treinta y seis años y unos meses.

Pero me he visto en situaciones peores. Y no se trataba de mí. Recuerdo una noche en Kitwe, en Zambia, cuando una mujer india a la que estaban asaltando en su casa lanzó una llamada de socorro desgarradora a través de la radio. Estaba convencida de que los ladrones la iban a matar. Ni ella ni yo logramos contactar con la policía. Oír el miedo en su voz fue de las peores experiencias de mi vida.

Recuerdo que se me pasó por la cabeza que la mujer habría pensado lo mismo que yo cuando me atacaron. Era una forma terrible de morir. Tan joven. Y era tan innecesario, una vida perdida. Por un puñado de billetes de Zambia, un reloj y un Toyota Landcruiser que ya había visto sus mejores días.

El miedo nos protege, nos avisa, quizá incluso nos ayude a soportar lo insoportable.

El miedo y el olvido van juntos, naturalmente. Pero no más que el miedo y la memoria.

Si no hubiéramos necesitado el miedo para sobrevivir como especie, no lo habríamos sentido.

Del mismo modo que los poderes de la imaginación y la sugestión, que también son instrumentos de supervivencia de una exactitud prodigiosa.