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El camino a Salamanca
Primera parte

Corría 1985. Yo había cumplido treinta y siete años. Había salido dos días antes del Algarve, en el sur de Portugal, a las cuatro de la mañana. Iba de regreso a Suecia. La primera noche dormí en el piso de arriba del taller de una gasolinera al norte de Lisboa, donde alquilaban una habitación que olía a diésel y a aceite de motor. El coche que llevaba era pequeño y poco pesado. No tenía por qué dejarlo en un garaje por las noches, porque estaba seguro de que nadie querría robarlo. Tampoco asaltarlo, porque estaba prácticamente vacío. Cuanto poseía entonces cabía en una maleta que llevé conmigo a la habitación.

Al día siguiente continué hacia el norte. Era agosto, hacía mucho calor. Había mucho tráfico, puesto que acababan de empezar las vacaciones en Europa, y las grandes ciudades se vaciaban de gente que se dirigía al sur, a la Costa Azul, a la Costa del Sol española y, precisamente, al Algarve. Yo iba camino de casa con el manuscrito de un libro que estaba casi listo. A través de un camarero de un café de Albufeira, había alquilado un apartamento con vistas al mar en el que pude escribir.

Había sido un buen periodo de trabajo. Durante un mes, hubo un circo por allí cerca. Me acostumbré a la música y a los aplausos. Y fui a ver la última función. Al día siguiente, tanto el circo como yo recogimos nuestras pertenencias y nos fuimos.

En la radio del coche iba escuchando las noticias que se iban sucediendo. No parecía que hubiera ocurrido nada importante. Y también parecía que hubiera ocurrido todo lo importante. Como de costumbre, las noticias me resultaban prácticamente incomprensibles.

Tenía decidido tomar rumbo al este antes de llegar a Oporto y cruzar los montes hasta llegar a España. Ya veríamos dónde pasaba la noche, pero calculaba que tendría que conducir muchos kilómetros.

En aquella época era director de un teatro y reflexionaba a menudo sobre cómo tomaba las decisiones en mi vida. En el retrovisor veía que estaba bronceado. Pero mis pensamientos eran blancos. Pálidos, más bien. Me había pasado el verano con una insistente inquietud. ¿Cómo me las arreglaré para dirigir una parroquia tan difícil de manejar como suele y, lógicamente, debe ser un teatro?

Iba conduciendo por la sinuosa carretera de montaña que constituía la frontera entre Portugal y España. Por la tarde, llegué a las llanuras infinitas del oeste de España. Kilómetros y kilómetros de carretera sin una sola curva, cruzando un paisaje totalmente seco. En un tramo conté hasta más de treinta kilómetros antes de llegar a una mínima desviación del terreno, apenas perceptible. Pero luego continuó otra vez aquella recta interminable que era la carretera.

En algún lugar me detuve y me senté a la sombra de un árbol reseco. Me comí lo que llevaba y estuve espantando moscas un rato antes de seguir.

Aquella tarde, cuando ya había anochecido, llegué a Salamanca. Había recorrido muchos kilómetros desde que salí de la gasolinera a las afueras de Lisboa. Decidí que pasaría la noche en Salamanca. Di unas vueltas sin rumbo con el coche por el centro de la ciudad, hasta que encontré un hotel que no parecía muy caro. Además, había un aparcamiento cerca.

Era una habitación estrecha y alargada y seguramente fue en su día parte del pasillo de la casa de una familia pudiente, que luego se había convertido en hotel. Pero la cama era cómoda. Me di una ducha, me cambié de ropa y me eché un rato. De algún lugar allá fuera se oía a dos personas que discutían casi tranquilamente. Capté alguna que otra palabra. Era obvio que discutían por lo que discute todo el mundo: dinero.

Estuve durmiendo un rato y soñé con el largo camino que había recorrido ese día. Pero había algo extraño, ningún cianotipo del viaje que había hecho horas atrás. El coche era el mismo, al igual que el paisaje. Incluso las noticias en la radio eran repetición de las que había oído.

Pero no iba solo en el coche. Había alguien a mi lado, en el asiento del copiloto. Y seguramente también iba alguien en el asiento trasero, pero no me atreví a volverme para ver quién era.

Yo iba conduciendo. Pero también era yo el que iba en el asiento del copiloto. Yo, de adolescente. Ninguno de nosotros decía nada. De vez en cuando lanzaba una mirada a la versión más joven de mí mismo. Naturalmente, lo reconocía. Uno suele recordar su imagen de tiempos pasados.

Me quedé tumbado en la cama tratando de comprender cuál sería el mensaje del sueño. Yo creo que, sea cual sea la historia soñada, las ensoñaciones siempre tratan de uno mismo, aunque uno sueñe con otras personas. Aquel sueño significaba que mi yo joven aún era importante para mí. Cada vez estaba más convencido de que el que iba en el asiento trasero también era yo, aunque quizá no me atreví a comprobarlo porque podría haber sido yo de viejo, quién sabe.

Era la hora de la cena, poco antes de las nueve de la noche. Me levanté y dudé si preguntarle al recepcionista, que era un hombre mayor con un pie tullido, si podía recomendarme un restaurante por allí cerca. Pero en ese momento sonó el teléfono del hotel, así que lo dejé y salí a la calle. Hacía una noche de mucho calor y reinaba una oscuridad tan sedosa como la que suele haber en África y en el sur de Europa. Yo iba recorriendo las calles sin rumbo fijo. Los sonidos de la noche eran los mismos que en cualquier otro lugar del mundo. Jóvenes que reían o que, en general, hablaban a voces, coches, perros que ladraban, música ruidosa de algún bar. Y el tañido de las campanas de las iglesias que, de repente, traspasaba la pared de ruidos.

Había algo atemporal en aquella noche salmantina. Tenía esa sensación liviana que sueles experimentar cuando te encuentras en un lugar en el que nadie, nadie sabe ni que estás ni quién eres.

De Sveg a Salamanca, recuerdo que pensé. Es un largo viaje, del interior de una Norrland nevada y melancólica a la vieja ciudad española de Salamanca. El viaje ha durado muchos años. Nadie habría podido predecir que, un día, una calurosa noche de agosto, me vería aquí, buscando un restaurante.

Dudé varias veces delante de otros tantos locales, pero continué. Al final me detuve en un lugar que parecía más una tasca de barrio, llena de gente que viviría por allí cerca, seguramente, que un restaurante orientado sobre todo a los turistas. Entré y me asignaron una mesa en un rincón. Tanto la silla en la que me senté como la mesa se movían un poco, pero no dije nada. El camarero, que iba vestido de blanco y negro, se me acercó y me sugirió la ternera. Era el mejor plato de la noche, aseguró. Se había dado cuenta de que no hablaba español pero lo entendía más o menos. Se tomó el tiempo necesario para hablarme despacio y claro. Me sugirió un vino de la región. Yo acepté todas sus sugerencias. El hombre tendría unos sesenta años, más o menos la edad que tengo yo ahora, cuando escribo estas líneas. Tenía el pelo ralo, el bigote canoso y una nariz muy prominente y puntiaguda. No parecía estresado por la cantidad de trabajo mientras se movía entre las mesas y los numerosos clientes.

Comí la ternera acompañada del vino, que estaba un poco rancio, y luego me tomé un café. Los clientes empezaron a irse y las mesas se fueron quedando vacías. Tenía la cabeza embotada después de un viaje tan largo y de tantos tramos de carretera sin curvas, que reclamaban toda mi atención. No recuerdo que estuviera pensando en nada en particular.

De repente, estalló una discusión en una mesa. Un hombre de edad y una mujer joven empezaron a lamentarse ruidosamente ante el camarero. Algo le pasaba al postre que acababan de servirles. El hombre lo apartó indignado y —según creo— aseguró que no se podía comer y que era un escándalo que se lo hubieran servido siquiera. El camarero se quedó escuchándolo en silencio. No con la cabeza inclinada como un escolar avergonzado, sino sin apartar la mirada de la pareja. Cuando ya parecía que el hombre no encontraba más palabras que decir, lo relevó la mujer. Hablaba con voz chillona y, por lo que pude captar, me dio la impresión de que se limitó a repetir lo que había dicho el hombre.

El camarero sostenía en la mano la bandeja, cargada de vasos y tazas de café que había ido recogiendo de las mesas.

Lo que vino después sucedió muy deprisa. La mujer no había terminado de hablar con aquella voz estridente cuando, de pronto, el camarero levantó la bandeja en el aire por encima de su cabeza y la lanzó contra el suelo de modo que las copas, los vasos y las tazas se hicieron añicos. Luego se quitó tranquilamente el delantal blanco y lo tiró al suelo. Y se fue. Dejó el restaurante en mangas de camisa, no se volvió a mirar, y desapareció.

Se hizo un silencio cada vez más denso. El cocinero había salido de la cocina, pero el hombre de la caja no se movió. Llamó a un hombre negro que salió de la cocina con los guantes de fregar puestos y que empezó a recoger los cristales. El hombre de la caja se levantó y se disculpó ante los pocos clientes que quedaban. Todos se apresuraron, terminaron de comer y pagaron. Al final, sólo quedaba yo. El hombre negro limpió los últimos restos del suelo. Le pagué al hombre de la caja, que me hizo un gesto resignado, pero no dijo nada.

Salí a la noche castellana. Por el camino de vuelta al hotel pasé por la Plaza Mayor, una de las más grandes que he visto en la vida. Aún había muchos jóvenes en la calle. Por algo en Salamanca la quinta parte de la población son estudiantes.

Cuando iba a girar por una de las perpendiculares en dirección al hotel, descubrí al camarero que había tirado la bandeja y el delantal. Estaba fumando un cigarrillo delante del escaparate de una agencia de viajes y parecía muy concentrado en sus pensamientos. Me paré y me quedé observándolo. En la ventana había publicidad de viajes alrededor del mundo. No sé si estaría leyendo las ofertas o si simplemente estaba pensando.

Cuando terminó el cigarro, aplastó la colilla con el zapato y se alejó de allí. Lo vi esfumarse en las sombras, entre dos farolas. Y no volví a verlo más.

Aquella noche me quedé despierto en la cama un buen rato. Tenía de pronto la necesidad imperiosa de tomar una decisión. Era exactamente igual que el estallido repentino del camarero, hasta aquí podíamos llegar, y la resolución con la que salió del restaurante; todo suponía un reto para mí también. Me encontraba en la plenitud de la vida, en mitad de ese periodo que se caracteriza porque rebosa tanto de riesgos como de posibilidades.

Comprendía mejor que nunca que, una vez más, debía decidir de una vez por todas a qué quería dedicar mi vida. Aquella vida tan breve que rodeaban dos eternidades, dos tinieblas inmensas. El tiempo que me quedaba ya no era tanto como diez años atrás.

Aquella noche, en la vieja ciudad celta, mientras yacía desvelado hasta el amanecer, también yo tiré una bandeja simbólica al suelo, me quité el delantal y salí al calor de la noche.

Pensé que los únicos relatos verdaderamente importantes trataban de rupturas. De la ruptura de personas, de la ruptura de sociedades enteras, a través de revoluciones o de catástrofes naturales. Escribir, me dije, era iluminar con la linterna los rincones en penumbra y, en la medida de mis posibilidades, desvelar lo que otros trataban de esconder.

Existen dos tipos de narrador que se encuentran en una lucha constante. Uno entierra y esconde, mientras que el otro cava para desvelar.

Al amanecer pude dormitar unas horas. Cuando me desperté, me dolía la garganta y tenía fiebre. La idea de seguir conduciendo los doscientos kilómetros que me separaban de Madrid y luego seguir hacia el norte buscando la costa, rumbo a Francia, no me entusiasmaba. Decidí quedarme un día más en aquel hotel, que no era tan caro.

Aquella noche volví al restaurante. Pero no llegué a entrar. Vi por la ventana que el camarero era otro.

Al día siguiente, continué el viaje. De Sveg a Salamanca el camino había sido muy largo. Pero quedaba el viaje desde Salamanca, cuyo final desconocía.

La bandeja se estrella contra el suelo. Las tazas y las copas se hacen añicos.

Se produce una ruptura. Se plantea una pregunta.