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La burbuja en el cristal
El ingeniero autodidacta que se casó con mi tía se llamaba Viktor Sundström. Se convirtió en un buen amigo mío de juventud porque, a pesar de su edad, seguía siendo un rebelde político. Vivió casi hasta los noventa y cinco años. Nunca se cansaba de hablar de las terribles condiciones que sufrieron a finales del siglo XIX los pobres de la región de Värmland, de la que procedía.
En su momento, trató de explicarme el universo. Entonces, a mediados de la década de 1950, la teoría del big bang aún no estaba aceptada del todo como explicación del origen del universo. Según Viktor, el universo siempre había existido. Cuando le preguntaba qué hubo antes del universo, me decía que antes no había existido nada.
Ni que decir tiene que aquello era imposible de entender. De pronto, toda la imagen infantil que tenía del mundo se vino abajo. Recuerdo vagamente que Viktor comprendió que me había llenado de inseguridad, y quizá también de miedo, al arrebatarme aquel «antes».
—No se sabe con seguridad —dijo quitándole importancia—. El universo es un misterio.
Viktor no creía en Dios. Y le gustaba el hecho de que mi padre nos hubiera prohibido a mis hermanos y a mí acercarnos siquiera a la escuela dominical. Él nunca iba a la iglesia, salvo para acudir a un entierro. Y le era por completo indiferente lo que ocurriera con su cuerpo después de su muerte.
Para mí, Dios era una magnitud aterradora. Un ser invisible que merodeaba a mi alrededor y que podía leerme el pensamiento. Era consciente de que ni Viktor ni mi padre pensaban que aquel dios invisible hubiera creado la Tierra, los planetas y las estrellas. Durante unos años, esa certeza me generó cierta sensación de inseguridad. No me satisfacía que el universo, con todas esas estrellas que brillaban en las frías noches de invierno, fuera simplemente un gran misterio.
Tenía que haber algo más. Tenía que haber un «antes».
Por más que lo intenté, en aquella ocasión no pude concebir un espacio de tiempo de cien mil años. Sigo sin ser capaz. Puedo utilizar las matemáticas, puedo contar generaciones. Aun así, no lo entiendo. ¿Cómo puede un ser humano imaginarse un mundo comprensible dentro de tanto tiempo? ¿Cómo recrear la imagen de un descendiente dentro de tres mil generaciones, si cuento a partir de la propia? El tiempo que hay por delante se pierde en la misma bruma que cuando miramos hacia atrás. Nos rodea una niebla o, más bien, una oscuridad compacta, miremos a donde miremos. Podemos dirigir el pensamiento en todas las direcciones y dimensiones temporales, pero las respuestas que conseguimos no valen de mucho. No conseguimos penetrar lo que ni siquiera los escritores de ciencia ficción han logrado recrear.
Los investigadores, gracias a modelos matemáticos, pueden calcular desde el día en que se creó el universo hasta aquél en el que el sol se expanda y, finalmente, se trague nuestra tierra, cuando los mares se hayan evaporado y la vida haya desaparecido por completo. El sol, dador de vida, terminará siendo nuestra muerte. Como un dragón gigantesco y ardiente, devorará la Tierra antes de morir él mismo y de convertirse en una de las enanas frías. Pero los modelos matemáticos no hacen que esos abismos temporales resulten más comprensibles.
Existen otros caminos por los que aproximarse a esa misión imposible que es imaginar un mundo dentro de cien mil años. Uno de ellos es el siguiente: hace ya años le pedí a un amigo vidriero que me soplara un recipiente que contuviera una burbuja. Para un profesional con dignidad y pericia, un recipiente así es un ejemplar que hay que desechar sin contemplaciones. Pero yo pensaba en la diferencia entre verdad y mentira, entre cuento y realidad. Y en algún lugar me preocupaba también la cuestión del tiempo y las distancias infinitas.
Existe el mito de que una burbuja encerrada en la pared transparente del vidrio se mueve. Tan despacio que no es posible apreciarlo a simple vista. Ni siquiera a lo largo de toda una vida se habrá desplazado la burbuja de modo perceptible en ningún sentido. Tardará más de un millón de años en volver a lo que en su día fue el punto de partida. La burbuja tiene, por tanto, una trayectoria, al igual que los planetas se mueven en órbitas y a velocidades definidas.
Harry Martinson escribió maravillosamente sobre ello en Aniara, su gran epopeya espacial. Pero si nos figuramos que no es un mito, sino la verdad, nos hallamos ante otro problema: ¿cómo vamos a controlar eso? Nadie que hoy pueda sostener el recipiente de cristal en la mano existirá dentro de un millón de años. Miles de generaciones de seres humanos no podrán transmitir a lo largo de miles de años el recuerdo exacto de lo que vieron con sus propios ojos. Y no podemos saber si el viaje de la burbuja por el cristal es verdadero o falso, si es mito o verdad susceptible de comprobación.
Tratar de ver más allá de cien mil años en el tiempo supone lograr un equilibrio entre lo que podemos imaginar gracias a conocimientos reales y lo que podemos intuir con nuestra imaginación y creatividad gracias a experiencias míticas.
El hombre es un ser que, a lo largo de milenios, se ha desarrollado hacia una funcionalidad cada vez mayor. No tendríamos la enorme capacidad creativa que parte de la fantasía y la inventiva si no fuera un rasgo necesario para nuestra capacidad de supervivencia, de proteger a nuestros hijos, de encontrar nuevas vías para conseguir alimento cuando la sequía o las inundaciones, los terremotos o las erupciones volcánicas nos alteran la vida cotidiana.
La historia del hombre, igual que la de cualquier ser vivo en el planeta, trata sobre todo de crear estrategias de supervivencia. En realidad, eso es lo único que importa. Al final, dicha capacidad se manifiesta en el hecho de que nos reproducimos y dejamos a las generaciones siguientes la tarea de vérselas con los mismos problemas de supervivencia que tenemos nosotros.
La vida es el arte de sobrevivir. En el fondo, no es nada más.
Sigo teniendo en casa, en una estantería, el jarrón de cristal con la burbuja. Si nadie lo vuelca y lo estrella contra el suelo, seguirá existiendo mucho después de que yo desaparezca.
Y creo que la burbuja se mueve. Sólo que yo no lo veo.