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El suelo de tierra

Una vez tuve la ocasión de velar el lecho de muerte de una joven de diecisiete años cuya vida se extinguía paulatinamente.

El lecho era un colchón cubierto con una sábana vieja. Dado que en aquella habitación hacía mucho calor, sólo se cubría con un retazo de tela muy fina. El colchón estaba directamente en el suelo.

No había electricidad. Cuando entré en la habitación, llevaba una vela en la mano.

Su madre y sus hermanos estaban fuera de la casa, alrededor de una hoguera en la que cocinaban la comida, un revuelto de arroz y verduras. Ninguno de ellos parecía comprender del todo que su hermana mayor se estaba muriendo. Esperaban que yo, después de ver a la muchacha, pudiera salir y decir que no tardaría en ponerse bien. Se había contagiado del VIH. Y había desarrollado el sida. En aquel país africano tan pobre en el que vivíamos tanto ella como yo, no había posibilidades de salvarla. Fue antes de la aparición de los antirretrovirales.

El novio de la chica trabajaba en Sudáfrica. Él se lo contagió. Y ahora ella iba a morir.

Me senté en cuclillas en la penumbra. Se hallaba allí tumbada con los ojos abiertos como mirando a un objeto lejano. O quizá no veía nada, quién sabe. Estaba tan cansada que su madre y sus hermanas tenían que llevarla cuando necesitaba ir a la letrina.

Recuerdo la primera vez que la vi, tres años atrás. Tenía catorce años. Ya entonces era preciosa.

Ahora ya no lo era. Estaba escuálida. Tenía la cara cubierta de úlceras de una cantidad infinita de erupciones de herpes. Había empezado a caérsele el pelo.

Han transcurrido veinte años desde que la vi allí tumbada en el suelo, con la mirada perdida en una visión misteriosa. En mi recuerdo es una pálida fotografía en blanco y negro. Muy despacio, la imagen de su cara se va esfumando.

A lo largo de los años, he pensado en ella en más de una ocasión. Cuántos años tendría si hubiera sobrevivido. Qué habría hecho de su vida, qué aspecto tendría.

He pensado en ella igual que he pensado en otras personas que han muerto. Nunca he comprendido por qué hay que interrumpir las relaciones o la amistad con los muertos por el simple hecho de que ya no existan como seres vivos. Mientras yo los recuerde, están vivos.

Carlos Cardoso, el extraordinario periodista africano, murió asesinado en Maputo en plena calle, hace ya quince años. Había desafiado a los criminales que colaboraban con altos cargos de la política. Ellos lo condenaron a muerte y lo ejecutaron.

Con Carlos hablo casi todos los días. Son conversaciones que mantengo en la cabeza, pero él está presente y para mí aún es muy importante como uno de mis mejores amigos.

Sin embargo, esta primavera, cuando recibí la primera sesión del tratamiento contra el cáncer que llaman de inicio, pensé a menudo en la muchacha que murió en aquel suelo de tierra. Más a menudo que antes. Empecé a preguntarme si no habría visto mi propia muerte en la suya. Aunque yo no terminaría mis días en el suelo de tierra de un cuarto penumbroso con una vela como única fuente de luz.

En mi memoria regresaba sin cesar a la noche en que la vi por última vez. ¿No estaría intentando decirme algo a mí mismo?

Nadie me había pedido que fuera al poblado de las afueras de Maputo donde vivía. Supe de la muchacha y de toda aquella familia tan pobre cuando, por casualidades de la vida, conocí a una de sus hermanas pequeñas, que había perdido las dos piernas en un terrible y artero accidente con una mina antipersonas. Sobre esta niña, Sofia, escribí después varios libros. Cuando visité a Sofia y a su familia, la hermana mayor, Rosa, la que ahora estaba moribunda, no andaba por allí, sino que, por lo general, se encontraba en una parcela alejada, trabajando el huerto del que vivía toda la familia.

Precisamente la tarde en que fui al poblado acababa de salir del mohoso apartamento de Maputo en el que vivía, después de preparar los ensayos que me esperaban en el teatro al día siguiente. Estábamos trabajando en una versión de Lisístrata. Habíamos eliminado todo lo griego, pero el argumento básico en el que las mujeres inician una huelga amorosa para obligar a sus maridos a firmar la paz resultaba tan vigente en la actualidad como dos mil años atrás, cuando Aristófanes escribió tan genial comedia.

No sé por qué me entró aquella preocupación. De repente supe que tenía que ir al poblado aquella misma noche. Y eso hice.

Al final caí en la cuenta de por qué ahora pensaba en ella tan a menudo. Recordé cómo me había acuclillado en el suelo, muy cerca de ella, y clavé en el suelo la vela encendida. No dijimos nada. Lo único que se oía era el murmullo de las voces de su familia que se encontraba fuera alrededor del fuego, delante de la choza. Y el jadeo de su respiración, como si cada suspiro le exigiera un esfuerzo enorme. Yo trataba de imaginar en qué estaría pensando y qué sería lo que veía en la penumbra con aquellos ojos despiertos que, al mismo tiempo, expresaban un cansancio infinito.

Cuando por fin se volvió hacia mí y nuestras miradas se cruzaron, me oí formular una pregunta.

—¿Tienes miedo de lo que te espera?

Debí haberme mordido la lengua. No se le pregunta a una moribunda de diecisiete años, que no ha tenido la oportunidad de empezar a vivir en serio, si tiene miedo a morir.

Creo que sonrió al responder:

—No —dijo—. No tengo miedo. ¿De qué iba a tener miedo? No tardaré en levantarme. Pronto estaré curada.

Una semana después había muerto. Una de sus hermanas pequeñas hizo autoestop y un camión la llevó a la ciudad, así que, cuando terminé los ensayos, estaba esperándome. Con una voz tenue, tímida y susurrante, me contó que Rosa había muerto.

Naturalmente, no me sorprendió. Aun así, me eché a llorar. Algunos de los actores que bajaban del escenario se asustaron al verme. Nunca me habían visto llorar. Quizá pensaran que los blancos nunca lloran…

Ahora que vivo con esta lucha singular contra el cáncer, comprendo que me hago la misma pregunta que le hice en su día a Rosa. ¿Cómo de asustado estoy? ¿Me niego yo también a reconocer que la muerte siempre está cerca, como una posibilidad, cuando a uno le diagnostican un cáncer?

No lo sé. Pero creo que trato de ser sincero conmigo mismo. Claro que tengo miedo. De repente, unas olas gigantescas se yerguen salidas de la nada y azotan mi litoral, por dentro y por fuera.

He tratado de levantar una empalizada para resistir lo que me asusta. Si ocurriera lo peor, si el cáncer se extendiera y fuera imposible detenerlo, moriría. Ante eso no hay nada que hacer, salvo mostrar el mismo valor que hay que tener para llevar una vida decente. Uno de los argumentos más importantes para mantener la dignidad y tratar de conservar la calma es que, después de todo, yo no tengo diecisiete años ni voy a morir antes de haber empezado a vivir de verdad. Con mis sesenta y seis años, he vivido más de lo que la mayoría de las personas del planeta pueden soñar siquiera. He vivido una vida larga, aunque sesenta y seis años no sean hoy lo mismo que antaño.

Al hojear un ejemplar antiguo de ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? del año 1964, veo que la mayoría de los «fallecidos del año» tienen entre sesenta y setenta años. Hay algunos de ochenta, pero ni por asomo tantos como hoy.

Lo que más asusta es, naturalmente, que la muerte sea dolorosa.

Pero hoy existen menos razones que antes para abrigar ese temor. En la actualidad, son pocos los dolores que no pueden controlarse.

Existe además una escapatoria extrema; pensar en ella me aporta cierta seguridad. Si se diera el caso de un dolor insoportable que no se pudiera paliar, podría pedir que me sedaran. Así abandonaría durmiendo esta vida y este mundo. Prefiero eso que tener que suicidarme. Es algo que no quiero hacer, por mis seres queridos. Si estuviera solo en la vida, podría ser una opción, pero hoy por hoy no lo es.

Mi temor más profundo tiene un origen bien distinto. Disparatado, infantil. Me da miedo pensar que estaré muerto mucho tiempo. Es un miedo absurdo, casi vergonzoso. En la muerte no existe el tiempo, no existe el espacio, nada. Mi participación en la danza de la vida ha terminado. Me he caído de la escalera de las edades del hombre en el último peldaño.

Pero ¿no será ésa la verdadera seguridad? ¿El hecho de que mi miedo se base en una idea absurda de que la muerte se parece a la vida? ¿Que valen las mismas leyes y la misma conciencia? Claro que eso no es así.

Nunca sabré si era verdad que Rosa, moribunda en aquel suelo de tierra, no tenía miedo. Si respondió con sinceridad a aquella pregunta mía tan descarada y tan falta de delicadeza. Nunca sabré si se estaba engañando a sí misma o si sabía perfectamente cuál era la situación.

Es como si la joven africana estuviera ayudándome a responder las preguntas y guiándome por las vías tan dificultosas que discurren entre la vida y la muerte.

Mientras escribo esto acaban de darme la cuarta sesión de quimioterapia de lo que llaman «tratamiento de inicio». Dentro de unos días sabré si los citostáticos han surtido efecto o no.

Naturalmente, estoy preocupado y tenso. A veces, sobre todo por las noches, me despierto con una preocupación que es casi un ataque de pánico. Entonces me levanto y salgo a la oscuridad de la noche primaveral. Un ostrero que no tiene ganas de esperar al amanecer chilla desde la playa.

Por lo general, no me lleva más de unos instantes recobrar la calma, una calma frágil, pero calma al fin. Y entonces tengo a veces la sensación de que Rosa está allí mismo, muy cerca. Como un fantasma, como un espectro, no como un alma en pena o un alma bendita, sino sólo como un recuerdo y, por lo que a mí respecta, como un dolor permanente.

Y lo más importante de todo: como un recordatorio de lo que ocurrió aquella vez, sobre aquel suelo de tierra.