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Bola de fuego en París, 1348
Una noche me despierta una pesadilla. Estaba soñando con las ratas gigantes que vi mientras estuve en París en los años sesenta. Sobre todo cuando recorría de madrugada la larga calle de Vaugirard, camino de mi casa en la calle de Cadix.
Eran unas ratas tan grandes que parecían gatos bien alimentados. Iban galopando antes de desaparecer en los desagües.
Si pienso en ratas, pienso en gatos. Y en la oscuridad de la noche recuerdo cómo, según la leyenda, en el invierno de 1348 apareció una bola de fuego enorme sobrevolando París. Como todas las apariciones inesperadas, el suceso se interpretó inmediatamente como un mal presagio.
El verano de 1348, la peste alcanzó París. Y como solía ocurrir cuando estallaba una epidemia, París la sufría mucho más. La aglomeración de las zonas más céntricas de la ciudad, que estaban superpobladas, significaba que sólo aquellos que huían de la ciudad podrían evitar el contagio. ¿Y adónde irían los pobres, que eran la mayoría? Se quedaban, y morían.
Naturalmente, nadie sabía cuál era la procedencia de la epidemia, ni cómo se propagaba de una casa a otra, de una persona a otra. Pero, como siempre, buscaban una explicación y, por supuesto, un cabeza de turco.
En este caso, cundió el rumor de que eran los gatos de la ciudad los que habían originado la muerte de tantas criaturas.
Podría habérseles ocurrido que eran los judíos, o los romaníes o cualesquiera otros. Pero en aquella ocasión aseguraban que los culpables eran los gatos. Y se sabía desde antiguo que las brujas y los gatos compartían algún tipo de oscuro secreto.
De modo que arremetieron contra todos los gatos de la ciudad. Seguramente ninguno se libró de que lo mataran y lo arrojaran al Sena.
Gracias a ello, lógicamente, los verdaderos difusores de la enfermedad, las ratas y las pulgas, se libraron de su único enemigo natural. Se multiplicaron en número, igual que los casos de contagio. El número de personas que morían a diario en París no tardó en ascender a ochocientas. Los cementerios estaban atestados. Ya no quedaban personas que enterraran a los muertos, los dejaban que se pudrieran en las casas y en las calles. Los sacerdotes abandonaban a los moribundos al comprobar que ellos también estaban contagiados y debían preparar su propia muerte.
Los que podían huían de la ciudad. Los ricos comerciantes, los aristócratas y las clases altas del estamento eclesiástico. Sus carruajes abandonaban a diario aquel hedor de muerte. Muchos de ellos murieron, a pesar de todo. Pero otros tantos sobrevivieron, puesto que tenían dinero y la posibilidad de huir.
Los que se quedaron y no se contagiaron vivían como suelen hacer los hombres cuando la muerte parece inevitable: convirtieron sus últimos días en una pura orgía. Un cronista desconocido describió París en aquella época como «una ciudad con la moral y la decencia colapsadas».
La peste asoló París durante ocho meses. Cuando por fin empezó a remitir, la mitad de la población de la ciudad había muerto. Los cementerios estaban tan abarrotados que sobresalían de la tierra brazos y piernas. Los perros de la ciudad acudían allí por las noches para devorar los cadáveres, que estaban enterrados bajo una finísima capa de tierra.
El olor a cadáver en estado de descomposición cubrió la ciudad durante un año entero. Sólo en torno a 1350 empezó a volver la nobleza poco a poco.
¡Pero y los gatos muertos! ¿No podríamos verlo como un símbolo general de nuestra historia? ¿No habremos matado a los gatos en lugar de dejar que cacen a las ratas?
El ser humano corre riesgos. El riesgo, a la par que la curiosidad permanente, nos ha conducido hasta donde nos encontramos hoy. Pero si falta la precaución, puede resultar peligroso. Quizá nos habría llevado algo más de tiempo llegar hasta aquí, pero también habríamos podido evitar algunas de las terribles consecuencias y catástrofes que llevaba aparejadas el éxito.
La cuestión es cuánto de esa falta de precaución y de reflexión es inherente a la naturaleza humana. Hay jóvenes que se matan conduciendo el coche o la moto el mismo día que les dan el permiso de conducir. En su fuero interno saben que la velocidad es mortal y, a pesar de todo, pisan el acelerador hasta el fondo, hacen adelantamientos temerarios y, de repente, frente al radiador o la cabeza del motor, se alza ese árbol o ese muro que resultará mortal.
Las chicas, con la misma edad, son bastante más precavidas. Se sacan el permiso de conducir, pero no se matan al volante. El hecho de que, según el parámetro biológico, estén en la tierra para tener hijos es, naturalmente, la base de esa precaución. Y el que nazcan más niños que niñas es necesario para equilibrar la balanza, dado que mueren jóvenes muchos más chicos que chicas. En las playas de Normandía, en 1944, o en los campos de batalla de Francia entre 1914 y 1918, por poner dos ejemplos, los que se abalanzaban hacia la línea de fuego de los cañones eran chicos jóvenes. Allí no había mujeres. A nadie se le ocurrió siquiera la idea de que pudieran enviar mujeres a la guerra, salvo en calidad de enfermeras, conductoras o secretarias. Al contrario, debían quedarse en casa fabricando las granadas que luego matarían a los otros hombres jóvenes que pertenecían a lo que llamaban el enemigo.
Pero vayamos de la antigua fabricación de granadas a la provincia de Alberta, en el norte de Canadá. En una zona tan grande como Florida, se encuentra el yacimiento de arenas petrolíferas más rico del mundo. No son prospecciones petrolíferas, es una actividad minera. En los últimos diez años, Estados Unidos ha importado más petróleo de Alberta que de Arabia Saudí.
Naturalmente, a corto plazo y con una perspectiva miope del mundo, es una decisión sensata. Pero la extracción del petróleo vinculado a la arena tiene un efecto devastador en el medio ambiente. Los vertidos carbónicos que generan las explotaciones de Alberta son casi dos veces más contaminantes que los de Arabia Saudí.
En la actualidad hay científicos que aseguran que esa extracción tan costosa y tan perjudicial para el medio ambiente de las arenas petrolíferas constituye el límite a partir del cual empieza a ser dudoso que podamos manejar el calentamiento global.
James Hansen, que trabaja en la NASA en cuestiones relacionadas con el clima, dice que «en lo que al control del calentamiento global se refiere, podemos dar por terminada la partida».
Claro que la cuestión más importante es la de reducir el amplio uso de combustibles fósiles. Es algo que todo el mundo sabe, salvo quizá los climatólogos más fanáticos y corruptos que siguen los intereses de la industria. Pero puede que la explotación de las arenas petrolíferas de Alberta sea un ejemplo más claro que otros a la hora de ilustrar hasta qué punto evitamos considerar las consecuencias de nuestros actos antes de poner en marcha proyectos que siempre nos parece que son para el bien de la humanidad.
James Hansen trabaja, como he dicho, en una sección de la NASA. No sé si ya estaba allí hace treinta y seis años. Me figuro que no.
En 1977 se lanzaron al espacio el Voyager 1 y el Voyager 2 desde el Centro Espacial Kennedy, en cabo Cañaveral. Estas naves iniciaron el viaje más largo de la historia del hombre; un viaje que aún sigue. Hoy, las dos naves espaciales se encuentran a una distancia de diecinueve billones de kilómetros del sol, y más lejos aún de la Tierra. Las señales radiofónicas que se lanzan desde nuestro planeta y que captan el Voyager 1 y el Voyager 2 tardan treinta y cuatro horas en hacer el viaje.
En la actualidad, esas naves (que yo habría querido llamar Resande man, «Hombre viajero», por el buque sueco que surcó los mares hace doscientos cincuenta años) se encuentran en los límites de nuestro sistema solar. Las dos pueden informar todavía de los vientos solares y los campos magnéticos que rigen la parte del universo más cercana. Pero los Voyagers pueden traspasar en cualquier momento la última frontera del sistema solar y desaparecer en otra parte del universo, donde dominarán otros campos magnéticos. Nadie sabe cuándo sucederá tal cosa, salvo que ocurrirá «pronto». Lo cual, en términos astronómicos, pueden ser meses o años.
Nuestro Resande man continuará su solitaria travesía navegando en popa redonda en su no menos solitaria vía marítima mientras las dos naves vayan unidas. Seguirán enviando señales y ofreciéndonos relatos sobre los mares desconocidos que constituyen el universo.
Cuando pienso en todos los éxitos científicos y técnicos que han posibilitado ese viaje, me llena de admiración que hayamos sido capaces de lograrlo, con todos los «si» y los «pero» que hubo que resolver antes de lanzar las naves espaciales. Y todo ello me impulsa a creer que también llegará un día en que venzamos el cáncer. Al igual que seremos capaces de tratar todos esos residuos nucleares que estamos acumulando.
Y todo ello, mientras el Resande man se pierde más y más en las profundidades de un mundo del que nada sabemos.
¿Acaso un mundo al que podríamos llamar Eternidad?