43
El camino a Salamanca
Segunda parte
En mis sueños, todavía puedo recorrer los tramos rectos e interminables desde la frontera montañosa entre Portugal y España.
En mis sueños, el camino a Salamanca no sólo incluye el relato del camarero que, de repente, se harta de todo y deja el delantal. También hay otro recuerdo, igual de extraño a su manera.
Ocurrió al día siguiente. También en esta ocasión fue en una cafetería donde servían unos platos, pocos, en una sala interior cuyas paredes estaban cubiertas de fotografías de hermosos caballos de raza.
Me senté a una mesa de la terraza que se encontraba en la acera. Era poco después del desayuno y había muchas sillas vacías. Pedí un café y empecé a planificar mentalmente la continuación del viaje. Si aguantaba, intentaría llegar hasta Lyon ese día. Pero comprendí que, para conseguirlo, debería haber salido varias horas antes. Decidí que me bastaría con cruzar la frontera francesa. No tenía prisa.
La prisa es casi siempre una manifestación de necesidades humanas ficticias.
De repente me fijé en una señora de unos sesenta años que estaba sentada a una mesa. Tenía delante un vaso de leche grande. Al lado, una copa de jerez. Vi que vertía el jerez en la leche y la removía con una cucharilla.
Vestía con elegancia y llevaba pulseras y collares brillantes. Naturalmente, ignoro si eran auténticos o no.
Entonces descubrí que estaba asustada, tanto que le temblaban las manos. Podía verlo desde mi mesa.
Si no era miedo, pensé que debía de estar sufriendo un dolor terrible. Algo la tenía preocupada.
Se la veía totalmente inmersa en sus sentimientos. No parecía advertir el tráfico ni a las personas que pasaban por la acera. Aquellas manos temblorosas constituían la frontera de un mundo que no era el suyo.
No tocó el vaso de leche. Todavía no sé a ciencia cierta qué fue lo que me fascinó de ella. ¿Su inaccesibilidad, tal vez?, ¿la curiosidad de saber por qué se aislaba así del mundo?
Un coche de policía pasó por la calle con las sirenas aullando a todo volumen. Ni siquiera entonces reaccionó.
Yo llevaba unos diez minutos observándola cuando un camarero se le acercó y le dijo algo. Ella se levantó bruscamente. El vaso de leche estuvo a punto de volcarse, pero el camarero consiguió cogerlo a tiempo. Entre tanto, la mujer había entrado en el café. Me volví y vi por la ventana que se había acercado a la barra y cogía el auricular de un teléfono que le daba el cajero. La mujer escuchó sin decir nada. De vez en cuando la perdía de vista, cuando la gente pasaba por delante de la ventana.
La conversación fue breve. Ella colgó y se derrumbó en una silla. Ahí estaba la explicación. Aquella mujer esperaba una llamada con una información que temía oír. Acababa de recibirla, y resultó tan terrible como se había figurado.
Pero me equivoqué. En aquel café de Salamanca aprendí que la expresión de alegría y la de dolor pueden ser idénticas. La alegría puede expresarse como alivio, el dolor, como resignación. La manifestación externa es la misma.
La mujer volvió a la mesa, donde aún seguía el vaso de leche mezclada con jerez. Se sentó y bebió hasta la mitad. Ya no le temblaban las manos. Toda ella irradiaba alivio. Rara vez he visto a una persona que, estando tan serena, transmitiera tanta alegría desbordante. Quizá no había recibido la noticia esperada de una muerte. El temor de que le anunciaran una enfermedad tal vez se había transformado en la gran alegría de saber que estaba sana.
De repente, le entró prisa. Dejó el dinero en la mesa, junto con la leche a medio beber, se levantó y se alejó por la acera.
Entonces hice algo que todavía me sorprende. No me cuesta reconocer que puedo sentir curiosidad por aquello que, en rigor, no me incumbe. La curiosidad representa para mí una fuente de inspiración indiscutible. Llamé al camarero y, con un español pobre, le pregunté si sabía quién era la mujer que se había dejado en la mesa el vaso de leche.
El camarero asintió.
—La señora Carmen —dijo—. Siempre viene con su marido. Está muy enfermo. Pero acaban de comunicarle por teléfono que no es mortal. Así que se ha ido a abrir la sombrerería que tienen. Me alegro por ella. No tienen hijos, sólo se tienen el uno al otro.
Pagué y me fui. Una hora después logré salir del laberinto de aquella ciudad y su compleja red de carreteras, y puse rumbo al norte.
Esto ocurrió hará cerca de treinta años. Nunca he vuelto a Salamanca, pero a veces pienso que debería. Como una peregrinación. Todos tenemos nuestro lugar de peregrinación, que no está necesariamente relacionado con ninguna idea ni sentimiento religioso.
En Salamanca vi rebelarse a una persona y poner punto final. Pero también vi la alegría serena, casi invisible, de una mujer que acababa de enterarse de que no iba a quedarse sola.
Por aquel entonces, yo tenía treinta y cinco años más o menos. Ahora tengo casi el doble. Aún hay muchas cosas inciertas en la vida. Es obvio que he vivido más de la mitad de mi vida. Y que las decisiones más importantes ya las he tomado. No voy a elegir una nueva forma de vida. Naturalmente, pueden producirse rupturas de diverso tipo, pero puedo decirme con tranquilidad: así fue mi vida.
Nunca volveré a Salamanca. Serán otros los que se sienten en la terraza de una cafetería y vean a alguien tomar leche mezclada con jerez. O los que visiten un barrio de tabernas donde un camarero, de repente, se harte y arroje el delantal.
Envejecer es mirar atrás. Podemos vivir el recuerdo de sucesos y de personas de forma distinta. Como cuando volvemos a un libro que ya hemos leído muchas veces. Siempre encontramos algo nuevo.
Desde que tengo cáncer, me invade la sensación de que en todos los recuerdos que me vienen a la memoria encuentro algo nuevo. Sólo ahora he visto a aquel camarero y a la señora Carmen con toda claridad. Antes, el contorno estaba borroso. Ya no. Se han convertido en imágenes congeladas perfectamente definidas. El delantal del camarero se ha quedado en el aire, como un ala desprendida del cuerpo. Las manos temblorosas de la señora Carmen se cierran como garras.
La vida es un viaje tumultuoso entre lo que nos causa miedo y lo que nos da alegría. En el mejor de los casos logramos atesorar buenos recuerdos a lo largo de ella. Por más que, en nuestro mundo, sean demasiadas las personas que se ven obligadas a olvidar para vivir.
Nunca volveré a Salamanca. Aun así, tengo la sensación de que siempre he estado de camino hacia ese lugar. En secreto.