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El vertedero flotante
Cerca de Sveg, el pueblo de dos mil habitantes de la región de Härjedalen en el que me crié, había un vertedero municipal. A principios de la década de 1950, cuando arrasaba la última epidemia de polio en nuestro país, estaba totalmente prohibido acercarse allí. Sólo los que manejaban la basura, aún con coche de caballos, los que llevaban los residuos y la inmundicia hasta el vertedero, podían visitar aquel lugar donde las cornejas chillaban infatigables. Había algo aterrador en la idea de los virus y las bacterias que habría allí escondidos. A veces, cuando me despertaba por las mañanas, apenas me atrevía a estirar las piernas, horrorizado ante la posibilidad de que se me hubieran paralizado durante la noche. Y no era yo el único que abrigaba ese temor.
Lo más horrendo que podía imaginarme era que me afectara a la respiración. En esos casos, te tumbaban en un pulmón de acero y te pasabas allí años, hasta que te llegaba la hora de la muerte. Claro que aquella máquina jadeante salvó muchas vidas, pero en las fotos parecía que conservaran a la gente en una locomotora negra seccionada.
Nunca oí decir que hubiera que reducir el montón de basura del vertedero del pueblo. Los residuos no crecían necesariamente con el incremento del consumo. La mayoría de los envases se hacían aún de materiales que se degradaban rápido. He vivido lo suficiente como para recordar la época en la que enrollábamos los escasos restos del día en un periódico viejo y los arrojábamos a un cubo y de ahí a un lugar donde terminaban por descomponerse sin necesidad de otra intervención.
Me crié en la «era del cartón». Luego vino la «edad del plástico», en la que todavía vivimos.
Conservo algunos recuerdos nítidos de cómo fue cambiando todo. También de cuándo empezó a arrasar el plástico, lento pero implacable. Pasábamos los veranos en el archipiélago de Östergötland, lejos de la tierra de Norrland. Al igual que los demás niños, se me iban los días corriendo por la playa en busca de restos, que las aguas hubieran arrastrado a la orilla, de las embarcaciones que navegaban por vías marítimas cercanas. Lo que encontraba era, en su mayoría, corchos de las redes de pesca y de las boyas de las traineras. En los años cincuenta y sesenta era impensable no encontrar corchos todos los días.
En una ocasión, hice un hallazgo. Una serie de cuadernos de bitácora que habían arrojado al mar desde un carguero alemán procedente de Hamburgo. Jamás supe si el patrón estaba borracho o encolerizado, abatido o desesperado cuando lanzó al mar la documentación más valiosa del barco. Pero aquellos cuadernos que me trajeron las aguas eran como una visita procedente de alguno de los libros de Julio Verne.
Al principio sin que se notara mucho, luego cada vez con más frecuencia, empezaron a aparecer las boyas de plástico entre las piedras de la orilla. Hasta que llegó la última boya de corcho y, a partir de ese momento, sólo las hubo de plástico. Más adelante vinieron los cartones de leche y las botellas de plástico. Pero ni yo ni ningún otro niño las coleccionaba. El plástico era algo muerto, mientras que el corcho siempre se nos antojaba vivo entre las manos.
La visión que teníamos en mi infancia de los residuos y la basura era algo inconsciente. Tanto por mi parte como por la de los adultos de mi entorno. También en los veranos que pasábamos en la costa, donde las comidas eran, en buena parte, el contenido de latas de conserva que calentábamos en un hornillo. Cada año, al final del verano, llegaba un día en que cargábamos un bote de remos con todas las latas vacías. Lo llevábamos mar adentro, lejos de la costa, y una vez allí llenábamos de agua las latas de conserva, que se hundían en el mar.
Y allí están aún hoy, cientos de ellas, sólo de mi familia. Algunas se habrán oxidado, claro está; otras, no. La fabricación de latas de conserva no generó, seguramente, demasiadas sustancias tóxicas peligrosas para el medio ambiente, pero la actitud era la que era: aquello que desaparecía en el mar infinito ni se vería ni volvería a molestar nunca más.
Siempre ha sido así, creo yo. Cuando los ingleses llegaron a la India en el siglo XIX con sus vapores, las damas con más de un viaje a sus espaldas comunicaban a las compañeras de travesía con menos experiencia que resultaba útil llevarse la ropa interior vieja, a menos que fueran en compañía de una criada que pudiera hacerles la colada durante el viaje. Si iban solas, podían arrojar la ropa interior usada por la válvula de ventilación. En las ondas que iban dejando aquellas naves flotaba una estela de ropa interior inglesa. Y cuando Thor Heyerdahl navegó con la Kon-Tiki entre los archipiélagos del Pacífico y la costa de Sudamérica, observó, al igual que otros, una gran cantidad de desechos humanos flotando en las aguas. Esto ocurría en la década de 1950. De mi época de marinero en la marina mercante sueca en los años sesenta recuerdo que tirábamos toda la basura por la borda de popa. La única norma era lanzar la mierda en la misma dirección que el viento.
Yo tenía catorce años cuando Rachel Carson publicó Primavera silenciosa, libro con el que introdujo un cambio de conciencia necesario sobre la Tierra, a la que tratábamos cada vez más como un vertedero sin fronteras. Recuerdo cómo desaparecían las águilas marinas, pues el DDT malograba los huevos y no tenían descendencia. Pero era un conocimiento pasivo. Seguí viendo como si fuera un juego la operación de llenar de agua las latas vacías de conserva y de dejar que descendieran hacia el fondo del mar hasta que desaparecían.
El hombre siempre ha dejado residuos tras de sí. Una de las excavaciones más emocionantes y difíciles que los arqueólogos pueden esperar encontrar son los vertederos milenarios, formando estratos sedimentados unos sobre otros. La mayor parte la constituyen restos de lo que los hombres han comido. Se encuentran huesos de distintos animales, peces. Pero también los vestigios carbonizados de otros restos enterrados en almacenes por lo general de varios metros de altura pueden darnos información sobre los hábitos alimentarios de otras generaciones, sobre cómo esos hábitos cambiaron y se alteraron. Esas montañas de desechos que se excavan y analizan pueden dar una cantidad abrumadora de datos que, tras un análisis y un examen exhaustivo, aportará un amplio conocimiento sobre cómo vivieron esas personas.
En la basura, la vida de las personas se hace patente. Los vertederos son un espejo en el que se refleja cómo vivía la gente en tiempos pretéritos. En ellos podemos leer cómo fue la vida cotidiana durante miles de años.
Y no sólo averiguamos qué comían aquellos hombres, nos enteramos también de los periodos difíciles de hambruna y de dificultades. Podemos ver que la sociedad se dividía en clases con modos de vida totalmente distintos. Vemos que algunas personas vivían muy bien, con acceso a alimentos más nutritivos que otras que quizá habitaban a tan sólo unos cientos de metros de ellas. Una familia, un clan estaba bien alimentado mientras el vecino moría de inanición.
Los vertederos de nuestro tiempo son diferentes y cuentan otras historias.
El mayor vertedero actual del mundo no se encuentra en tierra. Se halla en el océano Pacífico. Entre Hawái y la costa californiana hay millones de toneladas de desechos flotantes. Los marineros hablan de los cientos de kilómetros de montañas de basura que se ven obligados a cruzar con sus embarcaciones. El noventa por ciento de estos desechos se compone de plástico cuyo plazo de degradación es casi infinito. La mayor parte de dicho plástico se compone de fragmentos diminutos, a veces invisibles al ojo humano, que los peces terminan tragándose. Qué consecuencias puede tener esto hoy y a la larga es algo que podemos imaginarnos sin dificultad.
Yo tengo una fotografía de una tortuga marina que se ha encontrado una bolsa de plástico en el mar. La bolsa se halla parcialmente llena de aire y la tortuga está a punto de meter dentro la cabeza. No sé si llega a hacerlo, pero si así fuera, la tortuga se asfixiaría allí dentro.
Naturalmente, son muchos los que trabajan hoy en día para que la montaña de basura no siga creciendo. Y contamos con unos procesos de reciclado amplísimos que no existían veinte años atrás. Se han prohibido los envases más perjudiciales para el medio ambiente. En muchos países multan a quien arroja basura en el campo. Además, quemamos los residuos para generar energía, sobre todo, destinada a la calefacción.
Pero esto no es suficiente. Sobre todo si tenemos presente que aún no se ha resuelto cómo será el almacenaje final de los desechos más peligrosos, los residuos nucleares globales. Los grandes usuarios de la energía nuclear como China y Estados Unidos ni siquiera han empezado a construir estaciones de almacenado provisionales, a la espera de que se investiguen y decidan fórmulas con soluciones definitivas.
Lo que ocurra o lo que deje de ocurrir en un país como Corea del Norte no quiero ni pensarlo. Pero lo pienso.
Las civilizaciones siempre han dejado residuos tras de sí. Cuando una cultura o un imperio se hunde, no suele pensar en hacer limpieza. Pero ni los faraones de Egipto ni los césares de Roma dejaron tras de sí residuos peligrosos o mortales.
En cambio, nosotros sí.
Yo también me convertiré en desechos algún día, pero mi cuerpo se parecerá más al corcho que al plástico. La descomposición empieza inmediatamente después de que los órganos vitales dejen de funcionar.
Durante el tiempo que llevo con el cáncer me he armado de valor y he investigado cómo se produce la descomposición del cuerpo. Saberlo me tranquiliza, la verdad. Morir es incorporarse a la más antigua de todas las tradiciones humanas. El instante de la muerte varía, al igual que la edad y las causas, pero luego todo ocurre del mismo modo. La única diferencia se da al elegir que te incineren o dejar que el tiempo y la tierra colaboren y conviertan tu cuerpo en moléculas nuevas que siempre existen, pero siempre en nuevas combinaciones.
Supongo que llegado el momento me incinerarán. He pensado si no preferiría reclamar más superficie y más metros cúbicos para que me sepulten bajo tierra en un ataúd. Que me entierren como antiguamente.
Pero creo que me abstendré. También del humo del crematorio se liberan moléculas que se mezclan con otras.
La eternidad y sus ciclos están en todas partes.