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El joven estudiante de medicina
La doctora que me dio el diagnóstico de cáncer, indudable e inevitable, se llamaba Mona. En primer lugar, se trataba de un tipo de cáncer «grave», y, además, lo más seguro era que fuese «incurable». Nunca cupo la menor duda sobre mis expectativas de vida futura. Nadie podía prometerme nada. Me aplicarían el tratamiento que considerasen más apropiado, pero sin garantía alguna.
Mona dio muestras de lo que llamamos «arte de curar», iba bien preparada, hablaba con calma y claridad y se tomó el tiempo necesario para responder a mis preguntas. En su consulta, el tiempo se detuvo. Seguro que tenía pacientes esperando, pero ahora era mi turno. Y el de nadie más. Se tomó el tiempo necesario y la conversación no terminó hasta que no estuvo segura de haberme aclarado todas las dudas.
Luego me asignaron como médico supervisor a Bengt Bergman, aunque todos los oncólogos colaboraban, como es lógico. Cada caso de cáncer es distinto, ciertamente, pero en todos ellos es una premisa fundamental la colaboración entre los especialistas, que intercambien y contrapongan sus puntos de vista y qué medidas proponen aplicar.
Naturalmente, en esa época pensaba a menudo en los médicos que había conocido en mi vida. Cuando uno ha vivido tantos años como yo, esos médicos son muchos, en distintos países, en distintos contextos más o menos dramáticos.
Y siempre vienen nuevas generaciones de médicos.
Cecilia y Krister tienen un hijo. Un joven que acaba de empezar a estudiar medicina en la Universidad de Umeå. Si no lo he entendido mal, ya tiene decidida la especialidad que hará en su día. Quiere ser neurólogo. No le he preguntado por qué. Pero me figuro cuál sería su respuesta. Una respuesta que puedo formular enseguida. Está bien meditada.
«Existe un universo, en el cual vivimos, y que sólo en parte hemos podido comprender y explicar. Pero en nuestro interior hay otro universo del que, en rigor, tampoco sabemos mucho: el cerebro».
Comprendo a este joven. Si es que razona así. Se ve a sí mismo no sólo como un futuro especialista en medicina, sino que quiere convertirse en uno de los que se adentran en territorio inexplorado, exactamente igual que otros, en otro tiempo, se lanzaron a buscar las fuentes del Nilo o una vía de acceso al Polo Norte. O fueron de los primeros en crear las sondas espaciales que hoy van camino de algún punto remoto de nuestro sistema solar, al corazón del silencio absoluto y la oscuridad.
Nunca he añorado explorar el universo personalmente, pero sí he sentido cierta envidia de aquellas personas que se dedican a investigar el cerebro humano. Y quizá muy en particular de quienes dedican su vida a estudiar la memoria del ser humano. ¿Por qué? Yo estoy lejos de ese modelo de investigador, seguro que me faltaría paciencia. Pero me figuro que debe de ser una aventura fascinante adentrarse a tientas en los rincones del cerebro donde almacenamos cantidades ingentes de vivencias, pensamientos, recuerdos. Y puede que llegue el día en que comprendamos cómo está construido ese universo interior.
¿Podremos desvelar un día lo que implica pensar? No sólo esos procesos químicos donde las neuronas desempeñan un papel crucial, sino lo que, en el mejor de los casos, podemos describir como el espíritu del ser humano.
A lo largo de la historia se ha comparado el espacio de la memoria de nuestro cerebro con un palacio que contiene una cantidad infinita de salas donde todas las colecciones siempre crecientes de recuerdos se colocan en distintos estantes o niveles.
El primero que utilizó ese símil fue, que sepamos, el poeta griego Simónides, que vivió en el año 400 antes de nuestra era.
Cuentan de él que un día se encontraba en una fiesta palaciega. Cuando ya se había ido a casa, el techo se desplomó y mató a todos los que, hasta hacía unos minutos, estaban hablando y bebiendo y comiendo. Personas vivas que, de repente, habían dejado de existir. Cuando comprendió que podía recordarlo todo hasta el mínimo detalle tal y como estaba antes de que el techo se viniera abajo, empezó a pensar que el palacio existía tanto en el mundo exterior como en su mundo interior. La diferencia era que, en su cerebro, el techo no se había desplomado.
La idea de un palacio para los recuerdos ha seguido viva desde entonces bajo diversas formas a lo largo de la historia.
Una de ellas, misteriosa y sugerente, es aquella según la cual quien se mueve en esas salas infinitas es uno mismo, como una especie de máximo pontífice o de director de biblioteca que va extrayendo del pasado los recuerdos a medida que los reclama la conciencia.
Por las noches dominan los otros bibliotecarios, de natural más salvaje y anárquico. Me los imagino a veces como un grupo de surrealistas precoces o de artistas pertenecientes al dadaísmo. Mezclan recuerdos y vivencias de una forma caótica, de modo que se convierten en fragmentos irreconocibles de la realidad. Esos agentes nocturnos fabrican absurdeces, pero también pesadillas, a menudo extraídas de las taquillas tóxicas donde almacenamos aquello que tratamos de ocultar detrás de puertas cerradas que se abren por la noche, cuando los malos sueños nos visitan en la oscuridad.
Pero ¿cómo es la sala del olvido? ¿Qué ocurre cuando se acerca la senectud con su mala memoria? Esa senilidad discreta pero que va en aumento y es la causa de que el contenido del palacio se vaya destruyendo paulatinamente. ¿Seguirá existiendo todo hasta que el corazón deje de latir y los impulsos eléctricos que mantienen vivo el cerebro dejen de circular para siempre como la maravillosa corriente energética de la vida? ¿Será sólo una sombra que se extiende por las salas, impidiendo que veamos su contenido?
Me imagino que el olvido guarda relación con una suerte de luz interior. O más bien será que la luz se apaga en unas cuantas salas, en algún que otro estante o nivel.
Las bombillas que afloja una mano invisible y que nadie sustituye.
El olvido es oscuridad. Queremos extinguir toda la luz de la memoria que nos pueda recordar lo que, quienes hoy estamos vivos, enterramos —u olvidamos— un día en el corazón de la montaña; aquello de cuya existencia no queríamos que supieran nada las generaciones venideras, mucho menos que pudieran detectarlo y, finalmente, encontrarlo.
Hemos encerrado a un peligroso trol de la montaña que va a vivir cien mil años. Pero no hemos escrito ningún cuento sobre él, sino que hacemos lo posible para que se olvide. Tratamos de crear un Cantar de los Cantares del Olvido. Pero ¿de verdad es eso posible? ¿Podemos engañar a las próximas generaciones con la ilusión de que no hay nada ahí enterrado? La curiosidad humana y la búsqueda constante de nuevas verdades, ¿no terminarán por descubrir al trol que hay en la roca?
No lo sabemos. Lo único que podemos hacer es confiar en que no ocurra antes de que haya transcurrido el plazo. Esos cien mil años terribles.
Naturalmente, esto encierra una paradoja. Siempre hemos vivido para crear buenos recuerdos, no para olvidar. Toda cultura se basa en la conservación y la búsqueda de recuerdos del pasado y, al mismo tiempo, en la creación de nuevos recuerdos. El arte mira hacia atrás y hacia delante. Para que no olvidemos lo que ha sido y para hablar de nuestro tiempo a quienes vendrán detrás.
El mundo del arte suele encerrar advertencias de lo que ha sido para que no se repita. ¿Qué son los grabados de Goya sobre la horrenda realidad de la guerra sino advertencias para que esas atrocidades no se repitan?
Se repiten, pero la advertencia de Goya sigue viva, lógicamente.
Los recuerdos son relatos. Puede que troceados y divididos en fragmentos, pero relatos al fin. Yo me imagino el olvido como una habitación vacía. Nuestro universo interior, vacío y helado como el otro universo. En el olvido, el hombre queda indiferente ante sí mismo, ante los demás, ante lo que ha sido y ante lo que vendrá.
Para manipular los residuos nucleares hemos construido un palacio para el olvido. Lo que quedará después de nuestra civilización será, pues, olvido y silencio.
Y un veneno escondido en las profundidades de una catedral excavada donde nunca podrá entrar la luz.
Los primeros dioses a los que suplicó el hombre al principio de su historia estaban casi siempre ligados al sol. El mayor prodigio era, a la sazón, que el sol saliera otra vez cada mañana. En culturas que nunca tuvieron contacto entre sí existen por lo general relatos similares de cómo surgió el ser humano. En todos está presente el sol. Pero en esta civilización nuestra, que ha llegado más lejos que ninguna otra sociedad anterior, por avanzada que fuera, el último recuerdo que dejamos es sólo oscuridad.