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¿Cuánto dura la eternidad?

Cada vez comprendo mejor hasta qué punto fue decisivo el periodo que, siendo muy joven, pasé en París. Me formó en muchos sentidos.

No todos igual de agradables, quizá.

Por ejemplo, en aquella época conocí a una mujer a la que, durante mucho tiempo, deseé la muerte.

Al cabo de un mes, cuando se me había acabado el dinero, me las arreglé para encontrar un trabajo como ayudante de reparador de clarinetes y saxofones. El señor Simon limpiaba y cambiaba las válvulas, y entonces yo volvía a montar los instrumentos.

El taller, que era pequeño, estaba en un patio trasero en lo alto del barrio de trabajadores de Belleville. Había otro empleado, un hombre orondo de cierta edad, que era tan cobarde como mala persona. Cuando el señor Simon andaba por allí, no decía nada. Pero en cuanto el propietario viajaba a alguna tienda de música para recoger o entregar los instrumentos, aquel hombrecillo redondo no paraba de soltar comentarios vitriólicos sobre mi trabajo. Que si llegaba tarde, que si era lento trabajando, que si no lo hacía lo bastante bien… Y, sobre todo, que trabajaba ilegalmente y la policía podía ir por mí el día menos pensado.

Yo nunca le respondía, puesto que me recordaba a esos personajes bufonescos de Charles Dickens. Me fiaba más del señor Simon, que era un hombre amable.

Dado que vivía por la Puerta de Versalles, tenía un buen trayecto que hacer todas las mañanas, y a la vuelta por la noche. Cambiaba de línea de metro tres veces. Empezaba a trabajar a las siete, y siempre me dormía en el metro por las mañanas. A veces me despertaba mucho después de mi parada. El señor Simon me miraba apesadumbrado o quizá más bien melancólico cada vez que llegaba media hora tarde, pero nunca me decía nada.

Tenía que bajarme en una estación que se llamaba Jourdain y, desde allí, me esperaban diez minutos a pie. Todas las mañanas me cruzaba en la acera con una mujer desdentada que se me quedaba mirando. No sé adónde iba. Dado que nunca llegaba a la misma hora, todas las mañanas esperaba no encontrármela. Pero siempre aparecía, como si supiera cuándo llegaría yo. Iba vestida de negro y se mordisqueaba el labio inferior con la mandíbula desdentada.

Yo no la conocía y no la saludaba, no sabía quién era. Tampoco me había hecho nada. Aun así, llegué a odiarla. Era como un gato negro, o como una bruja que quería hacerme daño y por eso me miraba fijamente cuando me veía llegar tambaleándome de cansancio por las mañanas.

Sin saber cómo, me obsesioné con ella y con la idea de querer verla muerta. En mis pensamientos la mataba una y otra vez, a puñaladas, golpeándole la cabeza con piedras o estrangulándola.

Treinta años después de haber dejado París, hice una visita a la ciudad y a la calle de Belleville. Me bajé del metro en la estación de Jourdain y recorrí el antiguo trayecto hasta el taller del señor Simon. Me llevé un sobresalto al ver a la anciana acercarse por la acera. Un ser menudo vestido de negro. Pero no era ella. Seguramente a aquellas alturas estaría muerta.

Como es lógico, he tenido ganas de matar o de golpear a otras personas a lo largo de mi vida, gente que me ha insultado o que se ha comportado mal de alguna forma. Pero han sido tormentas sentimentales fugaces y pasajeras que he olvidado en la mayoría de los casos. Tengo motivos sobrados para alegrarme de no ser una persona especialmente rencorosa.

Aquella mujer de la calle de Belleville fue la única que no se libró nunca de mi ira permanente, hasta que volví treinta años después.

No creo que pueda explicar esa sensación de forma racional. Puede que mi situación de entonces, las duras circunstancias en las que vivía para poder permanecer en París, me hicieran dirigir la rabia en forma de odio contra aquella anciana desconocida.

Hoy pienso que, por desgracia, es un rasgo muy humano. En aquella ocasión, busqué un cabeza de turco en el que descargar la rabia por lo mucho que me costaba ganar dinero para comer y pagar el alquiler. Y ella se cruzó en mi camino.

Aun así, me niego a utilizar la palabra «maldad». No creo en tal cosa. Que los hombres de todos los tiempos, incluido el nuestro, hayan cometido malas acciones no es lo mismo. Los que dicen que hay quienes nacen perversos nos arrojan a una forma de ver el mundo y a una época en que aún se creía en el pecado original. Uno nacía malvado igual que nacía con pecas o pelirrojo.

En mi vida he conocido personas que han cometido atrocidades de una barbarie insoportable. He conocido a soldados niños que han matado a sus padres o a sus hermanos. Pero no porque nacieran malvados. Cometieron esos actos brutales mientras a ellos también les apuntaban con un arma a la cabeza. Tuvieron que elegir entre su propia vida y la de aquéllos a quienes se veían obligados a matar.

¿Qué habría hecho yo a los trece años de haberme visto en la misma situación? La única respuesta sincera es que no lo sé. Puedo desear haber actuado de forma diferente, pero no es seguro que lo hubiera hecho.

Ni siquiera cuando, en los Balcanes, los vecinos empezaron a despedazarse mutuamente podemos decir que estallara una maldad agazapada e inherente. Se trata, una vez más, de que se han impuesto unas circunstancias perversas.

Siempre hay alguien que anda especulando y que gana cuando se producen ataques brutales.

«La barbarie siempre ha tenido rasgos humanos. Eso es lo que la convierte en algo tan inhumano».

Así lo escribí hace cuarenta años. Y no tengo ninguna razón para modificarlo hoy.

He sufrido el odio de otros y la violencia de otros. No muchas veces, pero sí el número suficiente como para haber agotado el número de vidas extra con las que casi todos nacemos.

Tampoco me he visto involucrado en muchas peleas. Naturalmente, fumaba con otros chicos en el patio del colegio. Por lo general, me pegaban, porque, aunque era rápido, no era demasiado fuerte. Además tenía la mala costumbre de enzarzarme en peleas que sabía que estaba condenado a perder. Pero siempre esperaba encajar un derechazo bien plantado. Lo cual ocurrió en alguna ocasión.

Pero las peleas eran inocentes. Algo de sangre en la nariz, poco más.

Cuando tenía quince años trabajé durante un tiempo en la marina mercante sueca y estuve varias veces en Middlesbrough. Trabajaba en la naviera que transportaba el hierro sueco a todo el mundo. Y Middlesbrough era un destino recurrente. Una noche bajé a tierra, me emborraché y luego no sabía volver al barco. Pregunté por el camino a una muchacha. Quizá no entendió mi inglés, qué sé yo. De repente, unos jóvenes se acercaron corriendo y me acusaron de haberme dirigido a ella como si fuera una prostituta. No era cierto. Me dieron una paliza y, no sé cómo, me quitaron los zapatos. Conseguí volver al barco, aunque descalzo, estaba lloviendo y chorreaba sangre de las cejas y los labios. Pero tampoco fue para tanto. Cuando subí a bordo me encontré con el tercer oficial, un marinero noruego que se limitó a sonreír con cierta ironía y me sugirió que, la próxima vez, me pusiera unos zapatos antes de bajar a tierra cuando llovía.

Sin embargo, hubo ocasiones en que sí fue grave. Una vez creí de verdad que iba a morir.

Ocurrió en Lusaka, la capital de Zambia, la primavera de 1986. Una noche, ya tarde, después de cenar en un restaurante, fui a coger el coche para dirigirme a la casa de unos cooperantes noruegos donde me alojaba. Como de costumbre, iba mirando bien por el retrovisor. No era infrecuente que a los vehículos de cuatro ruedas los obligaran a salirse de la carretera para robarlos mientras amenazaban con armas al conductor. No vi ningún coche sospechoso detrás de mí cuando abandoné la carretera principal y entré en la zona residencial en la que vivía.

Pero me había equivocado. Uno de los coches que me había adelantado sabía dónde iba a parar. Debieron de tener vigilada la casa desde muy temprano.

Como de costumbre, giré hacia el portón que había en el muro y pité dos veces. Era la señal para que los guardias abrieran y yo pudiera entrar con el coche.

A veces estaban durmiendo, o simplemente tardaban un poco en abrir. En esa ocasión me alegré de que no se dieran demasiada prisa. Los guardias habían empezado a abrir, pero cuando vieron lo que estaba a punto de suceder, hicieron lo único correcto. Pararon y se quedaron callados. Si hubieran empezado a armar escándalo, el tiroteo habría sido inevitable.

Un coche apareció detrás de mí, me adelantó y me cortó el camino. De pronto, por la ventanilla abierta, me pusieron un revólver en la sien. Hice lo que sabía que tenía que hacer, les enseñé las manos sin hacer movimientos bruscos.

Pero sabía que existía un gran riesgo de que me pegaran un tiro en la cabeza. Era lo habitual cuando atacaban los ladrones. En Zambia te condenaban a muerte por el mero hecho de enseñar un arma, aunque no fuera un arma de verdad o estuviera descargada. Los tribunales del país no sólo sentenciaban a muerte, sino que mandaban colgar ellos mismos a la mayoría de los condenados, de modo que quienes robaban casas o coches mataban a tiros a sus víctimas. Como si pensaran que no importaba si disparaban o no, dado que, en caso de que los atraparan, iban a morir de todos modos.

Yo seguía notando el arma, una de verdad, en la sien. Me sacaron del coche de un tirón y me dio tiempo de apreciar que el hombre negro que sostenía el revólver tenía los ojos inyectados en sangre y olía intensamente a marihuana. Tampoco eso era insólito. Es tan normal como en Suecia, donde los ladrones de bancos suelen drogarse antes de dar el golpe. También a ellos les entra angustia cuando van a asaltar un banco.

Cuando me obligaron a tirarme al suelo, me convencí de que aquello era el fin. Pensé que era una forma de lo más absurda de morir. Y, además, demasiado pronto, porque todavía no había cumplido los cuarenta.

Sin embargo, no recuerdo haberme quedado paralizado o haber sentido un miedo pánico a la muerte. Sólo resignación. Y el aroma a tierra mojada que me presionaba la cara.

Puede que pensara que aquélla sería mi última experiencia. El aroma a la tierra africana húmeda. Pero, de repente, el coche arrancó con estruendo y los ladrones desaparecieron.

Lógicamente, luego se produjo la reacción, empecé a temblar, se me aceleró el pulso y me pasé varios días sin dormir. Pero no puedo recordar que sintiera odio hacia el hombre que me había apuntado con el arma a la cabeza. Era como si la gratitud al ver que la bala no se disparó fuera mucho más fuerte.

Esta historia tiene un epílogo. Un día, unos meses después, llegó una carta de la policía: habían logrado recuperar el coche, que detectaron a punto de cruzar la frontera con el Congo, donde iban a venderlo. Uno de los ladrones había muerto de un disparo. Me pidieron que identificara al hombre por una foto que me enseñó la policía.

Aunque no le vi la cara más que unos segundos, supe enseguida que era él. Me dijeron que tenía diecinueve años y que, con toda probabilidad, ya había matado a tres o cuatro personas.

La vida es breve. En tanto que la muerte dura mucho, muchísimo.

—¿Cuánto dura la eternidad? —pregunta el niño.

¿Quién responde a esa pregunta?