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Una visita en la que algo empieza y también termina

En lo más apartado del archipiélago de Gryt, en Östergötland, se encuentra la isla de Lökskär. Trato de ir allí una vez al año. Casi siempre en otoño. Por lo general resulta imposible atracar, así que tengo que saltar del barco de Tommy Ljung y confiar en que no voy a resbalar. Unas horas más tarde, Tommy viene a buscarme.

Es un peñasco solitario que sobresale del agua precisamente allí donde Suecia empieza y también termina, según de dónde venga uno.

Es un islote silencioso, mudo. Las piedras no hablan. El terreno reflexiona sobre su historia.

Está prohibido bajar a tierra en la época de apareamiento de las aves. El islote se encuentra tan alejado que los visones no aparecen nadando por allí con sus mordiscos fatídicos, tal y como sucede en otras islas más interiores del archipiélago.

Aquí, en esta soledad y este silencio, hubo un tiempo en que vivieron personas. No alcanzo a comprender cómo lograban sobrevivir en esta aridez. Si se desataba de pronto una tormenta, tenían que salir corriendo a los inestables barcos que tenían para salvar sus redes. A menudo se ahogaban. A veces, los cadáveres aparecían entre las redes, como si la muerte quisiera mostrar su cruel captura. En otros casos desaparecían sin más y no volvían a verlos jamás.

Llegaron allí en el siglo XVIII. Al menos, es la primera vez que figuran en el censo. «Residente en Lökskär». Hasta la década de 1850 hubo siempre alguna que otra persona viviendo en la isla de forma permanente. Luego, quedó desierta. Y los visitantes ocasionales se esfumaban tan silenciosamente como llegaban.

¿Acaso los despediría la isla con su mano pétrea?

Es un peregrinaje que se repite. Recorro la isla bajo el azote del viento y el frío y pienso en los años pasados y en los años por venir. Entre la aridez de las rocas no hay evasivas, no hay excusas. Aquí uno no puede mentirse a sí mismo. Las rocas afilan las verdades y las convierten en cuchillos cortantes.

A veces creo adivinar las sombras de las personas que vivieron aquí en su día. Siguen aquí, vigilando mis pasos. Sus rostros están grabados en la piedra gris de los acantilados, que a veces tienen cierto tono ocre.

Aún se aprecian algunos restos de las viviendas que habitaban los pobres pescadores. Todo lo que era de madera se ha podrido, naturalmente, pero todavía se pueden encontrar los pilares sobre los que se asentaban las casas, en una hondonada de la parte noroeste de la isla, al abrigo de los vientos de todos los puntos cardinales. Las casas apenas son más grandes que una cabaña o incluso que las casitas construidas para jugar. Ahí vivían, dependiendo por completo de lo que el mar pudiera ofrecerles. No podían criar más que una vaca, a lo sumo, porque la hierba era escasa y el brezo rojo no se podía comer.

Suelo quedarme a contemplar esas piedras que siguen allí donde las plantaron en su día los colonizadores, que, por necesidad y superpoblación de las islas interiores, se vieron obligados a instalarse en aquel islote solitario. Si me quedo mirando un buen rato, a veces tengo la sensación de que las piedras se desplazan lentas hasta el lugar, para mí desconocido, del que una vez las arrancaron.

Los zarzales crecen hasta la estrecha bahía en que atracaban los botes, al abrigo del viento.

No queda otro rastro de sus vidas. Nada grabado en la piedra, ninguna argolla ni amarres encastrados en las rocas que dan a la parte más profunda de la bahía. Puede que los investigadores de los parajes rurales hayan recorrido el lugar con detectores de metales, sin éxito que yo sepa.

Ni siquiera hay tumbas de aquellas personas. Cuando el hielo lo cubría todo y era resistente o cuando el agua estaba en calma, transportaban a los muertos a la iglesia de Gryt, y allí los enterraban, aunque no quedan en el cementerio lápidas de los habitantes de Lökskär.

Un día de 1837, un niño se quema al volcar un caldero de agua hirviendo. Muere «muy rápido», escribe, con letra puntiaguda, el pastor.

Unas líneas más abajo hay constancia de que Emma Johannesdotter se ahogó. La vida en aquella isla nunca fue fácil.

Pero debió de haber ocasiones en que la gente abrazaba la isla diciendo: «Aquí está mi hogar. Aquí debería encontrar también la alegría».

Incluso en una isla tan inhóspita debieron de vivir momentos de dicha. Noches en las que pudieron dormir tranquilos después del amor. A veces creo ver a una mujer que se tumba sobre una roca y deja que el sol le caliente los brazos desnudos.

Instantes de paz. Esperanza de que algún día la vida sea mejor. Aunque eso sólo puede ocurrir si se marchan de allí a otra isla más próspera. O a otro país. A otro mundo. Pero ¿qué mundo sería ése?

Rara vez, más bien nunca, la población costera dejó Suecia para dar el salto a América durante las grandes oleadas migratorias del siglo XIX. En comparación con los habitantes de Småland, los de la costa, al menos, tenían pescado incluso en los años de mayor hambruna.

Un precioso y despejado día de principios de otoño iba remando cerca de la isla cuando vi de pronto una red de arrastre que se había soltado y que iba alejándose de la isla, mar adentro.

A la luz del sol que penetraba hasta las profundidades del mar vi unos peces muertos y un pato, que se había enredado en la red.

Pensé que así me imaginaba yo la libertad.

La libertad. Siempre huyendo. De quienes tratan de limitarla.

No puedo decir con seguridad quién fue la última persona en dejar aquel lugar, pero quienes sí lo saben aseguran que fue una mujer que, ya mayor, recuperó la isla. Con ella desaparecieron unas generaciones que habían vivido y soportado una vida durísima para ganarse el sustento en Lökskär.

De sus esfuerzos y penurias no queda nada. Mientras camino por la isla este día gélido de otoño pienso que debía de tener exactamente el mismo aspecto hace ciento cincuenta años. Las piedras, los árboles, no muy altos, el brezo; y el rumor del mar, que nunca cesa del todo. Las aves marinas sobrevuelan el terreno sostenidas por las corrientes y, desde arriba, otean las aguas en busca del alimento que puede que yo arroje al mar.

Una vez en el pico más alto del islote, me imagino que he subido a la torre de una iglesia. Si miro al oeste, veo las islas y atolones que terminan por convertirse en una línea continua de tierra firme. Por lo demás, mire uno a donde mire, sólo se ve mar.

Es difícil pensar que lo que tengo delante desaparecerá un día. No dentro de millones de años, sino de cuarenta o cincuenta mil, cuando la próxima gran glaciación destruya el paisaje, pulverice las rocas y deseque el mar. Este mar que hoy es de color plomizo será entonces blanco, o beis, según lo sucio que esté el hielo. El rumor de las olas será sustituido por el bramido del hielo al retorcerse y encogerse antes de quedar totalmente inmóvil. Donde ahora me encuentro, en la cima más alta de la isla, el hielo tendrá varios kilómetros de grosor.

Cuando se derrita, Lökskär habrá dejado de existir. En su lugar reinará un paisaje que hoy no podemos ni imaginar.

¿Habrá mar o no lo habrá? ¿Tierra firme o islas? ¿Mares o lagos de agua dulce? Imposible saberlo. No es posible predecir los movimientos del hielo.

Pero si hay seres humanos, habrá que volver a dibujar los mapas.

Cerca de un precipicio que se encuentra en la orilla este de la isla se ve una formación rocosa que parece una silla con un respaldo muy alto. Suelo sentarme en ella un rato cuando estoy por allí, encogido para protegerme del viento, que siempre sopla frío.

En la distancia veo de pronto un barco de vela que navega de popa redonda para recogerse en un puerto desconocido. Un marinero rezagado que apura los días de otoño, antes de que llegue el invierno.

Muy pronto, también la isla cerrará para el invierno. Un museo del pasado que se entrega al retiro invernal.