8
El hombre de la ventana
Una noche me pongo a pensar en cómo entró en mi vida el conocimiento de esa enfermedad que antes se llamaba cangrejo y que hoy se llama cáncer.
Un día, cuando tenía nueve años, empezó a dolerme de pronto la barriga. Tanto que me llevaron al pequeño centro hospitalario de Sveg. Sospechaban que se trataba de apendicitis y decidieron que había que operarme. Al final no lo hicieron. Se me pasó el dolor y el director médico, que se llamaba Stenholm, un hombre al que todos temían, llegó a la conclusión de que se me habría acumulado algo de líquido en el apéndice, pero que se habría reabsorbido solo.
En todo caso, estuve tres días ingresado en una sala común. Al fondo, junto a la ventana, había un hombre corpulento con el pelo ralo y una buena barriga. Tenía cáncer. En el lado izquierdo de un abdomen enorme tenía una herida que le supuraba. Todos los días, mañana y tarde, le limpiaban la herida, y las vendas ensangrentadas y llenas de pus acababan en un cubo metálico que se llevaban de allí. Por la reacción de los enfermos que había más cerca del hombre comprendí que la herida olía mal. En una ocasión, mientras el hombre estaba en el baño, oí a los demás enfermos decir entre susurros que se trataba de una herida cancerosa. El hombre tenía el estómago invadido de tumores, que habían avanzado hasta el extremo de que uno de ellos le había perforado la piel y aflorado a la superficie.
Nadie lo decía abiertamente, pero incluso yo comprendí, con tan sólo nueve años, que aquel hombre iba a morir. Era comerciante de caballos y vendía y compraba suecos del norte y algún que otro ardanés belga. Creo que se llamaba Svante, de apellido Wiberg, si no recuerdo mal, o quizá Wallén. Pero estoy seguro de que era tratante de caballos.
El tiempo que yo permanecí ingresado, Svante no recibió ninguna visita. Cuando no estaba descansando inmóvil en la cama, pasaba el rato delante de uno de los altos ventanales. Se quedaba allí plantado, con el camisón del hospital, que tan mal le quedaba, y la barriga colgándole, con las manos a la espalda, como un policía de patrulla, mirando por la ventana. A veces daba la sensación de que pasaban horas.
Cuando me dieron el alta, me acerqué a la ventana para ver qué era lo que él pasaba tanto tiempo contemplando.
La ventana daba al depósito del hospital. Un edificio encalado y no muy grande que se alzaba junto a una habitación para los contenedores de basura y un viejo establo abandonado. ¿Habría tenido él allí los caballos en el pasado? Cuando dejé el hospital, sabía que el cáncer era algo que olía mal y que generaba vendajes ensangrentados y llenos de pus. No era nada que tuviera que ver con mi vida, salvo como una amenaza remota que escondían en una sala de un hospital insignificante del norte de Suecia.
Me quedo sentado en la penumbra. Son las cuatro y media de la madrugada. Otro recuerdo me viene de pronto a la memoria. O más bien, yo lo recupero del archivo interior. Empiezo a pensar en algo que ocurrió hace exactamente veintiún años.
Recuerdo con toda claridad el último cigarro que me fumé. Estaba fumando delante de la puerta del aeropuerto internacional de Johannesburgo. En aquel entonces —era el año 1992— todavía se llamaba Aeropuerto Jan Smuts. Unos años después, cuando el sistema del apartheid quedó relegado para siempre a vertedero de la Historia, lo rebautizaron con el nombre de Oliver Tambo, el héroe independentista.
Llevaba un mes en Maputo y me sentía cada vez más decaído. Pensé que habría contraído una infección de algún virus pertinaz, un episodio de malaria que no terminaba de declararse. Estábamos ensayando una nueva obra de teatro. Por las tardes, cuando cogía el viejo Renault para ir al teatro, tenía que hacer un gran esfuerzo. El cansancio empezaba a ser una cortapisa por mucho que durmiera.
Un día paré delante del teatro y apagué el motor. Pero no tenía fuerzas para salir del coche. Me di por vencido. Llamé a gritos a Alfredo, el director de escena del teatro, que estaba fuera colgando un cartel.
—No me encuentro bien —le dije—. Di a los actores que hoy tendrán que leer.
Volví a casa y me dormí en cuanto me tumbé en la cama. Esa noche salí a comprar algo de comer. En la tienda me encontré por casualidad con Elisabeth, una médica sueca amiga mía. Me miró extrañada.
—Oye, estás amarillo —dijo.
—¿Qué dices?
—Pero amarillo de verdad. Ven a verme mañana. A las ocho.
Al día siguiente me envió a un laboratorio. Volví con una prueba hepática que, en condiciones normales, debería dar veinte: la mía daba dos mil. Ya no recuerdo cómo se llamaba la prueba.
—De esto no puedo encargarme yo —dijo Elisabeth—. Al menos, no aquí. Voy a llamar a un hospital de Johannesburgo. Tienes que irte hoy mismo.
El viaje desde Maputo en el vuelo de la tarde con South African Airways no duró mucho, no más de cuarenta y cinco minutos. Y allí estaba yo, fumándome un cigarro delante de la puerta principal del aeropuerto. Cuando llegó el coche del hospital de Sandton, apagué la colilla con el talón. Entonces no sabía que aquél iba a ser el último cigarro que me fumara en la vida.
Un par de días después, constataron que tenía una ictericia muy grave. Yo sospechaba que la había contraído por unas verduras no muy bien lavadas que había comido en un viaje al norte de Mozambique, donde entré en un par de restaurantes de higiene dudosa.
Aquello ocurrió en la Navidad de 1992. Todavía reinaba una gran incertidumbre sobre lo que ocurriría en una Sudáfrica donde el sistema del apartheid se desmoronaba. Por las noches, mientras yacía en la cama convaleciente, oía de vez en cuando disparos allá fuera, en la oscuridad. Johannesburgo era una ciudad infectada de delincuencia. El odio entre las razas estaba muy extendido, tanto como el miedo.
La mañana del tercer día vino un médico a mi habitación. Era la primera vez que lo veía.
—Hemos estado examinando las radiografías que hicimos ayer —dijo con un inglés cuyo acento desvelaba que había llegado no hacía mucho, seguramente de Europa Oriental—. Hemos visto una mancha oscura en uno de los pulmones. Todavía no sabemos con exactitud qué es, pero pronto lo sabremos.
Salió de la habitación, y no se había cerrado la puerta cuando a mí ya se me había pasado por la cabeza: cáncer. El haber apagado el cigarro delante del aeropuerto no me ayudaría. Haber sido fumador significaría mi muerte.
Un recuerdo de Skellefteå, de principios de la década de 1970, me vino a la memoria. La vieja doctora Sigrid Nygren, una amante empedernida del teatro, me examinó un día. Yo tenía poco más de veinte años.
—¿Fumas? —me preguntó.
—Sí.
—Pues deberías dejarlo. O puedes sufrir un cáncer en la plenitud de la vida, a los cuarenta o los cincuenta.
Tenía cuarenta y cuatro años. Estuve dos días allí con la ictericia, esperando que los médicos me dijeran qué era lo que habían encontrado en la radiografía. Yo sólo pensaba en la muerte. Y me entregaba a una negociación patética pero al mismo tiempo de lo más natural, y me juraba que, si no tenía cáncer, en el futuro sería mucho mejor persona.
Luego, cuando el médico me dijo que sólo se trataba de una acumulación de líquido en el pulmón y que no era ningún tumor, comprendí que la causa del miedo que había sentido era mi edad. Naturalmente, yo iba a morir igual que todo el mundo, pero no quería morir en ese momento. No cuando ni siquiera había cumplido los cuarenta y cinco.
Cuando me diagnosticaron un tumor primario agresivo en el pulmón izquierdo, una de mis primeras reacciones fue una sensación de irrealidad. Llevaba más de veinte años sin fumar… Aun así, ¿sufría cáncer? Fue una de las pocas ocasiones en mi vida que estuve a punto de empezar a quejarme. Me parecía injusto. Pero no me dejé llevar. Aunque, desde luego, no fue fácil. A veces lo único que nos queda es quejarnos.
Y así pienso ahora. Los niños, adolescentes, jóvenes o de mediana edad piensan, como es lógico, que tienen cáncer sin merecerlo. Pero para alguien como yo, que pronto habré vivido setenta años, más de lo que la mayoría de los hombres de la Tierra pueden soñar siquiera, es más fácil reconciliarse con la idea de que una enfermedad incurable se ha adueñado de su cuerpo.
Naturalmente, esto es una verdad a medias. No es así de sencillo. La muerte siempre viene a molestar, como un huésped no deseado:
—Hora de irse.
Nadie quiere morir, ni joven ni viejo. Morir siempre es difícil. Y, además, solitario.
A principios de la década de 1960, cuando estudiaba la modalidad de latín en el centro de enseñanza superior de Borås, la denostada reunión matutina era obligatoria. Entonces aún dominaban los tintes cristianos. Con escasas excepciones. En una ocasión, el extraordinario actor Kolbjörn Knudsen representó para nosotros un fragmento de Peer Gynt, que llamó la atención de los alumnos que dormitaban o que aprovechaban esa hora para estudiar a escondidas. En alguna ocasión, leíamos poesía, por ejemplo, poemas de Ferlin o de Gullberg, que recitaba con el nerviosismo en la voz alguno de los alumnos de más edad. Pero por lo general era un pastor el que hablaba en la tribuna. Recuerdo muy en particular al pastor de un hospital. Venía al colegio de vez en cuando y nos hablaba de los últimos minutos de jóvenes moribundos mientras él atendía sus almas en el hospital. Y todo trataba siempre de lo mismo: el horror a la muerte podía hacerse soportable también para los jóvenes si encomendaban su alma a Dios.
Aquella sentimentalidad y aquella falsedad resultaban insoportables. Él mismo casi lloraba con sus propias historias. Aquel hombre parecía salido de uno de los cuentos más beatos de la escuela dominical, pensaba yo.
Años más tarde supe del escritor alemán Georg Büchner, que murió poco después de cumplir veinte años. Para entonces había escrito en Hesse un manifiesto revolucionario, lo había perseguido la policía secreta y tuvo que huir de su país, había escrito tres obras maestras, sobre todo La muerte de Danton y Woyzeck, y, por si fuera poco, se había doctorado con una tesis sobre el sistema nervioso de los peces.
Cuando murió, vivía en la calle Spiegelgasse, en Zúrich. Había contraído el tifus. Más de una vez me pregunté cómo percibiría aquel hombre tan inteligente el hecho de que iba a morir antes de haber empezado a vivir de verdad. Debió de sufrir una desesperación y una angustia indecibles. ¿O se limitó quizá a negar la certeza que debió de dominarlo en todo momento? ¿Se comportó como parece que es habitual ante la muerte, haciendo grandes planes para el futuro que se presentará cuando uno haya dejado de guardar cama?
Se acercaba una fría mañana de invierno mientras yo dejaba vagar los pensamientos y descansaba en mi sillón rojo. Quizá me adormilé un poco. La luz de la luna ya no daba en la estantería. No podía olvidar que debía llamar a Lars Eriksson para encargarle otros veinte metros de estanterías de roble. Una madera de roble procedente de Letonia, recordé de pronto. A saber por qué el roble sueco no valía ni para hacer estanterías.
Tenía sesenta y seis años y un cáncer. En breve empezaría con la quimioterapia. Ni yo ni los médicos sabíamos si tendría éxito.
Y no me atrevía a pensar en lo que ocurriría si los citostáticos no funcionaban.
Y en esas circunstancias, tanto daba si tenía sesenta y seis años o si era un niño encamado en un hospital de Sveg que se enfrentaba a la muerte por primera vez.