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Tombuctú

Durante más de cincuenta años soñé que un día visitaría la legendaria ciudad desertizada de Tombuctú, en la actual Mali. No tendría más de nueve o diez años cuando vi el nombre en un relato de viajes y enseguida tuve la sensación de que aquella ciudad debía de estar en el fin del mundo. Ser niño implicaba para mí buscar siempre algo que empezaba en algún sitio y que era finito. Me imaginaba que existía un lugar más allá del cual nadie podía viajar.

El camino siempre tocaba a su fin en algún punto. Del mismo modo que uno tenía que morir algún día.

El fin del mundo existía. Y allí estaba Tombuctú.

De niño pasaba mucho tiempo dibujando archipiélagos. Todos los veranos iba a una isla del archipiélago de Östergötland, lejos de la región interior de Norrland donde vivía el resto del año. Se encontraba en medio del archipiélago, perdida en una amalgama en apariencia infinita de islas, así que ponerse a dibujar resultaba de lo más natural. Era un viaje despreocupado y estimulante en mi propio relato de la creación. Allí pintaba islas con formas extrañas, bahías secretas, estrechas, con pasos muy profundos, escollos insidiosos y, por supuesto, sistemas de cuevas subacuáticas que unían las islas bajo la superficie.

Todavía hoy, cuando me veo inmerso en una conversación telefónica que me aburre o, simplemente, me siento a pensar un rato, me doy cuenta de que he llenado una hoja con una nueva variante del archipiélago que he tratado de crear desde niño.

Al final, fui a Tombuctú. A una temperatura de entre cuarenta y cincuenta grados navegaba a través del río Níger en el interior del coche en el que me llevaba el transbordador, y la ciudad se extendía delante de mí bajo la calima, polvorienta, sequerosa, con la arena revoloteando por las calles.

Había ido a Tombuctú por dos razones. La primera para verla, simplemente, y comprobar que el fin del mundo no existía, pero Tombuctú sí. Es decir, no me había equivocado del todo.

La segunda razón y, para el adulto que yo era entonces, la más importante era poder ver la cámara del tesoro, llena de manuscritos antiguos. A veces, en tiempos de disturbios, la gente de Tombuctú escondía los manuscritos en la arena. Y gracias al clima seco y caliente del desierto, los manuscritos habían sobrevivido. Ahora se conservaban en distintos archivos o bibliotecas que custodiaban con orgullo quienes vivían en la ciudad. Muchos de los manuscritos aún seguían en manos de ciudadanos de Tombuctú. Sin embargo, los consideraban tan sagrados que nadie los vendía, a pesar de que había más de un cínico especulador dispuesto a pagar cantidades incomprensibles por los más atractivos.

Los dos días que pasé en aquellos archivos fueron como el fin de un peregrinaje de cincuenta años. No sólo pude comprobar lo que siempre creí, es decir, que la afirmación de que el continente africano carecía de historia escrita era totalmente falsa, también pude sostener aquellos manuscritos entre mis manos y pensar que, mil años atrás, aquella ciudad del desierto fue uno de los centros intelectuales más importantes del mundo. Hasta allí habían acudido hombres desde muy lejos, árabes, africanos, europeos, mucho antes de que en París hubieran concebido siquiera la construcción de la Universidad de la Sorbona. A lo largo de los siglos habían mantenido allí largas tertulias, no sólo sobre textos teológicos —ante todo islámicos, naturalmente—, sino también sobre todo tipo de temas relacionados con la geografía, la astronomía y la medicina. Por primera vez comprendí el significado real de lo que podía ser un archivo. En él se custodiaban pensamientos nacidos de discusiones y desacuerdos que habían conducido a todo ese conocimiento atesorado.

Como si Tombuctú fuera una ciudad donde aún se cultivara la Ilustración.

Hoy en día, unos años después de aquella visita, sabemos que esa ciudad estuvo un tiempo bajo dominio de yihadistas islámicos que se las arreglaron para quemar algunos de esos manuscritos, cuyo contenido consideraban blasfemo.

Comprendí con angustia lo que estaba sucediendo. Pero también supe que muchos de los manuscritos se salvaron porque la gente volvió a enterrarlos en la tórrida arena del desierto a pesar de que arriesgaba la vida al hacerlo. Al parecer la mayor parte se salvó, pero no hace falta decir qué opinión me merecen unas personas que, en nombre de su dios, destruyen el conocimiento atesorado por la humanidad. Cometen atropellos contra quienes han vivido, contra quienes viven hoy y contra quienes no han nacido todavía. Y lo hacen en el nombre de Dios.

El primer archivo que recuerdo se hallaba en un sótano de la secretaría del juzgado de Sveg. En realidad no me estaba permitido bajar allí, pero, naturalmente, me salté la prohibición. Había largas hileras de estanterías donde guardaban las actas de los juicios, aunque lo más interesante era, por supuesto, las cajas de cartón donde guardaban objetos que constituían las pruebas de casos de agresión, cada uno de ellos con una nota manuscrita que informaba de cuándo y dónde habían plantado aquel objeto en la mesa del juez. Se trataba sobre todo de navajas, pero también había algún puño americano y alguna porra. También creo recordar alguna hacha con la empuñadura carcomida. Todavía me acuerdo con claridad de la pregunta que me hacía: ¿por qué guardaban todo aquello si quienes lo usaron ya habían sido condenados por sus delitos? ¿Para qué seguían teniendo allí las navajas y todo lo demás?

Hoy lo sé: los archivos existen para que no olvidemos la historia. No sólo lo que ocurrió y cómo ocurrió. Sobre todo, tenemos que ver cómo reaccionamos ante diversos sucesos.

Uno de los archivos más antiguos del mundo es el del Vaticano, en Roma. Allí se conservan los anales de la Iglesia católica, que se extienden más de mil años en el tiempo. En ese archivo podemos consultar documentos que ilustran con detalle sucesos históricos que la mayoría de nosotros conocemos. Allí se encuentra, por ejemplo, el acta judicial del proceso contra Galileo, o las misivas en las que Enrique VIII pedía al Papa el divorcio de sus esposas. Y también los interrogatorios de la Inquisición a los herejes, a quienes luego quemaban en la hoguera. Giordano Bruno fue uno de ellos.

Pero no todo trata de los brutales ataques de la Iglesia contra quienes afirmaban que la Tierra no era el centro del Todo. También hay escritos conmovedores de Miguel Ángel, por ejemplo, en los que se queja de que no le pagan el trabajo realizado.

Hasta finales del siglo XIX, ese archivo estuvo herméticamente cerrado para todos salvo para un número muy reducido de poderosos de la Iglesia católica. Hoy es un lugar más abierto, aunque aún existen «armarios prohibidos», cuyas puertas siguen cerradas al público en general. Pero el Archivo Vaticano es patrimonio de la humanidad. Incluso aquellos que no son creyentes o que son fieles de otras religiones distintas de la católica deberían estar dispuestos a defender esos archivos, dado que lo que en ellos se custodia es, sobre todo, la historia de la humanidad.

Supongo que ahí podemos encontrar parte de la solución de cómo lograr que la gente del futuro comprenda que lo que se conserva en las cápsulas de cobre en el corazón de la roca es peligroso. Quizá podríamos recoger todas las disquisiciones y comentarios, todas las propuestas, y dibujar una especie de tira cómica y grabarla en las paredes de la roca, unas viñetas que expliquen lo difícil que nos resultó imaginar cómo hacerles llegar nuestro mensaje a través de los milenios. También puede servirnos para crear cierto vínculo de confianza entre nosotros y quienes vivan dentro de cien mil años. Un archivo que no contenga «armarios prohibidos», herméticamente cerrados, puede ser un paso para avanzar en el camino.

Si será un paso en la dirección correcta o un paso que nos extravíe, eso no lo sabe nadie.

Como nadie sabe nada de todo lo demás.