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Todo ese amor olvidado
La muerte y el olvido van unidos, del mismo modo que lo están el cáncer y el miedo existencial.
Hace muchos años, allá por la década de 1960, fui a visitar un edificio antiguo de Bastugatan, en Estocolmo, que estaban renovando. Mi visita coincidió por casualidad con el momento en que algunos de los trabajadores hicieron un hallazgo en los cimientos del edificio. Encontraron una botella de cerveza vacía que contenía un mensaje sellado. Con el burdo lápiz de un carpintero, alguien había escrito: «Aquí estuve yo con mi amada una preciosa noche de verano de 1868».
Ni nombres ni firmas. Tan sólo aquel mensaje de euforia y felicidad para una posteridad desconocida.
Todas las personas que conozco han tallado alguna vez su nombre en un árbol del bosque o han grabado su firma en una roca en la playa. Nadie quiere que lo olviden. Pero a casi todos nos olvidan.
¿A cuántos escritores recordamos y seguimos leyendo hoy día? Y no estoy pensando únicamente en los que escribieron hace cientos de años, sino también en aquellos que leíamos y sacábamos de la biblioteca y que murieron hace veinte o treinta años. ¿Cuántas de las extraordinarias novelas de Ivar Lo-Johansson prestan hoy en las bibliotecas? Strindberg sigue vivo, pero ¿y dentro de cien años?
¿Cuántos artistas no han desaparecido por completo de nuestra conciencia? Científicos, ingenieros, inventores. Y lo más importante de todo, todas las personas «normales y corrientes».
A muchos esto los trae sin cuidado. Cuando estás muerto, muerto estás. Mientras existimos en la memoria de alguien, conservamos la identidad. Pero luego, también la memoria se extingue.
Reconozco que de vez en cuando me molesta la idea de que me olviden dentro de unos años. Es un sentimiento tan ridículo y vanidoso como humano. Y por lo general consigo combatirlo.
¿De los ciento siete millones de personas que han vivido en la Tierra, la mayor parte de las cuales están muertas, a cuántas recordamos hoy? A un mínimo cada vez menor. El destino del ser humano es que lo olviden. Ni siquiera las personas que han destacado por una u otra razón sobrevivirán en la memoria para siempre. ¿Cuántos de los que viven hoy permanecerán en la conciencia de las personas dentro de quinientos años? No muchos. En los tiempos en que vivimos, la memoria es más corta si cabe que en ninguna época anterior de la historia del hombre. Nos inundan todo el rato con una lluvia torrencial de información, pero lo sabemos, y cada vez recordamos menos. Nos revientan el cerebro simbólicamente. A medida que entra la información nueva, los recuerdos anteriores van quedando en los vertederos mentales. Si nuestro palacio de recuerdos fuera real, el nivel del agua de esa lluvia constante habría subido mucho en sus salas.
Los que hoy trabajan con el almacenamiento final de los residuos atómicos saben una cosa: que nunca verán su trabajo terminado. En Suecia pasarán sesenta años antes de que los desechos queden enterrados en el interior de las cápsulas y la montaña pueda sellarse para no abrirse nunca más. La vegetación terminará por cubrirla. Derribarán los edificios y crecerá la pérdida de memoria colectiva. Cuando muera la última de las personas que participaron en el sellado definitivo, todos los recuerdos de primera mano habrán desaparecido.
La destrucción de lo que el hombre ha creado también puede suceder muy deprisa. ¿Qué ocurre con los puentes más altos del mundo si no hay mantenimiento? Se oxidan y, en pocos años, pueden perder la capacidad de facilitar el transporte seguro por encima de bahías y barrancos. Al cabo de diez o quince años, el puente se caerá. Y al cabo de otros diez, sólo quedarán los cimientos de hormigón, que no tardarán en erosionarse. Y otras cuantas generaciones después, el puente habrá desaparecido de la memoria de los hombres.
Pero en la roca que han elegido para la conservación de los residuos radiactivos no se oxidará nada, nada será pasto de la erosión. Allí sobrevivirá la más imposible de todas las creaciones imposibles del ser humano sin alterarse durante cien mil años. Se dará un proceso invisible, eso es todo: la radiactividad irá desapareciendo muy despacio, hasta que deje de ser peligrosa para los hombres y los animales.
Yo he conocido a algunas de las personas que dedican sus vidas a ese trabajo que nunca verán acabado. La mayoría de ellos tienen muy claro que forman parte de una tradición: pertenecen al grupo de los que se pasaron la vida construyendo sin ver jamás el resultado final.
La Muralla China empezó a construirse como un medio defensivo en tiempos del primer emperador chino, Shi Huangdi, aproximadamente en el 200 antes de Cristo. En el siglo XVII todavía seguían trabajando en ella. Para entonces llevaban mil ochocientos años construyéndola. Si nos imaginamos que el trabajo fue pasando de padre a hijo, estamos hablando de más de sesenta generaciones que nunca vieron acabado ni su trabajo ni el de sus predecesores. Nunca pusieron la última piedra.
Tampoco los maestros que comenzaron la construcción de Notre Dame llegaron a ver cómo se alzaba la imponente catedral en la isla de La Cité. La construyeron entre 1163 y 1345, y fueron precisas cinco generaciones para terminarla.
En el caso de la catedral de Colonia tardaron más tiempo aún. Desde que se puso la primera piedra hasta que la consideraron terminada transcurrieron seiscientos treinta y dos años.
Otras muchas edificaciones concebidas para ser monumentales no llegaron a pasar de los planos. Cuando Hitler descansaba o se tomaba una pausa en su atroz matanza, se concentraba, junto con el arquitecto Albert Speer, en los planos y maquetas de lo que sería la nueva ciudad de Berlín, la capital del mundo. Hitler quería coronar su imperio milenario con una capital que superase a París, a Londres y a Roma. Quería construir edificios más altos, más grandes y más anchos que nada de lo que ya existiera en el mundo. Todo eso quedó en nada.
Supongo que los responsables de la conservación definitiva de los residuos nucleares en Suecia no son personas sentimentales ni poco realistas. Y seguro que comprenden lo humano que es trabajar para el mañana. No es necesario ver terminado lo que empezamos. Simplemente, forjamos nuestra parte de la larga cadena que constituye la historia de la humanidad.
Aun así, yo me pregunto, ¿qué pensarán los responsables? ¿Los que fabriquen los últimos eslabones de la cadena y estén presentes cuando las puertas de los túneles se cierren para —esperemos— no abrirse nunca más? ¿Hemos hecho todo lo que podíamos? ¿Hemos pasado algo por alto? ¿Existirá en todo esto alguna dimensión que no hayamos podido analizar a fondo?
¿Qué implica vivir con una serie de preguntas que, sencillamente, no tienen respuesta? ¿Cómo vamos a calcular lo incalculable?
Hace unos años, un asteroide de 45 metros de longitud se precipitó junto a la Tierra a una velocidad de vértigo. Se encontraba a 4.800 kilómetros de distancia y no entró en el campo gravitatorio de la Tierra. Ya se halla muy lejos. Pero tan sólo unos días antes, un meteorito estalló en pedazos en la atmósfera terrestre y los fragmentos se dispersaron sobre un pueblo ruso; muchas personas resultaron heridas.
La ciencia ha descubierto que hay aproximadamente diez mil asteroides flotando en la parte del universo que somos capaces de ver. Pero hay millones de asteroides ahí fuera. Si uno de ellos, quizá de varios kilómetros de diámetro, se estrellara contra la Tierra dentro de unos cuantos miles de años…, es imposible saber cuáles serían las consecuencias. Por poner un ejemplo de algo que, normalmente, sólo ocurre en las películas acerca del Juicio Final que no paran de producir, dado que venden muchas entradas.
La verdad de nuestra existencia siempre es provisional. Lo que sabíamos ayer queda superado y modificado por los conocimientos de hoy. Para la mayoría de las personas, la vida consiste en algo que no consiguen acabar.
Yo tenía un amigo que era agricultor. Se fue hace ya muchos años. Un día, al principio de nuestra larga amistad, me enseñó un álbum de fotos. En él conservaba fotografías de todas las cosechas y todas las camadas que le habían nacido desde que tenía la granja. Nunca pensó en ningún final. A lo que él aspiraba era a que aquello continuara siempre.
¿Serán la energía nuclear y sus residuos algo que contravenga todos los modelos básicos de comportamiento? Ya sabemos que las sociedades y las civilizaciones no limpian nada antes de desaparecer. Pero ninguna ha dejado nunca una basura que conserve en secreto su toxicidad durante miles de años.
En eso somos únicos. Somos los únicos de la historia.