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El mutilado de guerra de Budapest
Un día de principios de la primavera de 1972, Eyvind y yo nos encontramos en la Estación Central de Copenhague. Éramos jóvenes colegas, jóvenes directores de teatro que escribían. Íbamos a coger el tren a Milán, donde nos habían prometido que podríamos ir a La Comune, el teatro de Dario Fo y su mujer, Franca Rame, para ver cómo trabajaban. Pasamos la noche durmiendo mientras cruzábamos Alemania Occidental, desayunamos en Suiza y, entrada la tarde, bajamos en la gran Estación Central de Milán. La primera noche reservamos una habitación de hotel barata para los dos. Al día siguiente, empezamos a buscar alojamiento. No teníamos mucho dinero. Nos ofrecieron un garaje en una casa en derribo, sin camas, pero, con toda seguridad, llena de ratas. Rechazamos el ofrecimiento y seguimos buscando.
El mismo día conocimos a Dario Fo, que había olvidado por completo nuestra visita. En su teatro, casi todo parecía caótico. Antes de entrar había que pasar un control de seguridad exhaustivo. Dario Fo y Franca Rame recibían amenazas de muerte continuamente. En aquellos momentos, estaban ensayando la obra que más tarde se conocería como Muerte accidental de un anarquista.
Aquella tarde, Eyvind y yo fuimos a tomar café a una terraza. Estuvimos hablando de que al día siguiente teníamos que encontrar un alojamiento barato o, de lo contrario, nuestro plan de quedarnos en Milán por un tiempo fracasaría económicamente. Una persona se acercó a nuestra mesa, quería vendernos un reloj. Le dijimos que no queríamos ninguno. Puede que uno de los dos sonriera, no lo recuerdo, pero, de repente, unos amigos del vendedor de relojes aparecieron de entre las sombras. Un puñado de jóvenes de unos veinte años que nos acusaron de habernos reído del vendedor de relojes. A Eyvind le rompieron la nariz y a mí me dieron una patada en el estómago que me dolió unos días.
Después de una noche sin pegar ojo, Eyvind cogió un avión y volvió a casa. En el hospital de Malmö le colocaron bien la nariz. Yo me quedé en Milán, sin saber qué hacer. Seguramente, Dario Fo también se estaría preguntando qué había sido de aquellos dos suecos tan entusiastas que pensaban quedarse nada menos que un mes.
Dejé Milán y cogí un tren a Viena y, de allí, a Budapest. Era la primera vez que visitaba tanto el país como la capital. Y, además, me daba vergüenza volver tan pronto a Suecia.
En la estación de Budapest vi a un hombre que, seguramente, era un mutilado de guerra. Estaba mendigando borracho cuando, de repente, apareció un empleado de los ferrocarriles húngaros y le dio una patada. Las muletas salieron volando, las monedas que tenía en la gorra se esparcieron por el sucio suelo de piedra de la estación.
Mientras el mutilado se arrastraba por el suelo, el empleado de la estación se colocó bien la gorra y se alejó de allí.
Todo ocurrió tan rápido que me pareció irreal. Miré alrededor. La gente iba y venía apresuradamente, los mensajes incomprensibles de los altavoces, que a mis oídos sonaban como ataques de ira, llenaban con sus ecos el vestíbulo de la estación. Pero nadie ayudó al inválido que se arrastraba por el suelo en busca de las muletas, al tiempo que iba recogiendo las monedas que había conseguido reunir.
Fue una experiencia paralizante. La brutalidad parecía algo natural y todos los testigos presenciales la aceptaban sin más. Ni siquiera el hombre de las muletas protestó cuando le dieron una patada. Reaccionó como si lo que le había ocurrido fuera totalmente natural.
Era de ley que se viera tirado por los suelos. Pero ¿según qué ley? ¿La ley de otro que él ha contravenido al mendigar?
Nadie le ayudó. Ni siquiera yo. Fue un instante terrible. Cuando volvió el guardia que lo había golpeado, temí que se repitiera la escena. Pero el mutilado se fue de la estación dando saltitos sobre las muletas. Es decir, su delito había sido mendigar en la estación. Lo que ocurriese fuera no le interesaba al vigilante lo más mínimo.
Los días transcurrieron en Budapest como en otras ciudades a las que, siendo joven, llegaba sin haberlo planeado. Recorría las calles, me sentaba en cafés baratos, paseaba en barco por el río, visitaba librerías y trataba de leer los carteles de los teatros que encontraba en el camino. Aunque seguramente lo principal era esperar a que llegara el momento de emprender el viaje de vuelta a casa, lo que debería hacer tarde o temprano.
Una noche me permití el lujo de llamar a Estocolmo para hablar con mi padre y contarle dónde estaba. Le di el número del hotel, por si alguien preguntaba por mí.
Fue una conversación breve. Y fue la última vez que hablamos, aunque, lógicamente, ninguno de los dos lo sabía entonces.
Murió aquella misma noche. Quisieron localizarme, pero nadie sabía que él tenía escrito mi número de teléfono en el papel que se había guardado en el bolsillo del pantalón.
En cualquier caso, nunca olvidé al mutilado, ni el hecho de que ninguno de los presentes, ni siquiera yo, reaccionara enseguida. Como si aquello fuera una representación teatral en la que cada uno, y no menos el mutilado, sabía cuál era su papel y se atenía a él hasta salir de la estación.
Era una brutalidad atroz y manifiesta. En aquel entonces yo no había visto nada parecido en la vida real. Verlo en una película no era lo mismo en absoluto. En ese caso, el juego de roles se desplazaba a una dimensión en la que el actor mataba a gente a cambio de buenos honorarios.
Muchos años después fui testigo de otro tipo de brutalidad, que se convirtió en un eslabón de unión con el mutilado de Budapest. Ocurrió en Maputo, a finales de la década de 1990. Todavía me cuesta contar esa historia.
Yo vivía en un edificio de tres plantas, en el centro de la ciudad. Estaba mal construido, era de principios de la década de 1970, cuando Frelimo, el movimiento de liberación nacional, se aproximaba desde el norte. Unos meses después, los militares se rebelarían en Portugal y derribarían la dictadura fascista, cosa que, a su vez, aceleró la derrota portuguesa en las colonias africanas. Continuaron construyendo, pero no había tiempo de dejar que el cemento se solidificara del todo. Cuando me mudé al apartamento, las paredes exudaban agua.
En una casa de la misma calle vivía un matrimonio portugués que llevaba mucho tiempo en el país.
Tenían personal de servicio; entre otros, una chica negra de unos veinte años. Empezaba todas las mañanas sirviéndoles el desayuno a las seis. Para entonces, llevaba despierta desde las tres y media, y había recorrido a pie todo el camino desde el barrio de chabolas en el que vivía. Le esperaba una larga jornada antes de poder volver a casa para dormir unas horas. Había minibuses que recorrían parte del camino, pero dado que le pagaban poquísimo, no podía permitirse sacrificar el dinero en un billete.
Un día la joven comunicó al matrimonio que se había quedado embarazada. La mujer quería despedirla de inmediato, pero el hombre dijo que era una chica limpia y que hacía muy buen café. La dejaron quedarse.
Nació el niño. La joven se quedó en casa una semana más o menos. Luego, empezaron otra vez las largas jornadas laborales. Y siempre llevaba al niño a la espalda.
Pero en un momento dado la mujer de la casa le prohibió que entrara con el niño. La sirvienta tenía que dejarlo fuera, en la escalinata. Cuando le tocara darle de mamar, tendría que salir y hacerlo en la calle.
Me lo contaron otros vecinos, que estaban indignados por un comportamiento tan racista, por la humillación que sufría la joven y que, según ellos, no debía continuar. ¿No era Mozambique independiente desde hacía cerca de veinticinco años? ¿Cómo podía seguir viva aquella brutalidad colonial?
Nos agrupamos para elevar una protesta, escribimos cartas y amenazamos con ir a la policía si no permitían a la joven entrar en la casa con el niño.
Esto hizo que la despidieran de inmediato. Sabíamos que existía ese riesgo, naturalmente, de modo que ya le teníamos preparado otro trabajo.
Y claro que, desde entonces, he visto cosas peores. Sin ir más lejos, los niños soldado que matan a sus padres. No por maldad, sino con una pistola en la sien y resonándoles en los oídos estas palabras: «Si no lo haces, serás tú el que muera».
¿Qué habría hecho yo de niño en la misma situación? Es fácil imaginarse como un héroe, más difícil pensar en lo poderosa que es la voluntad de sobrevivir.
Pero el recuerdo de aquel suceso en Budapest y el de la joven sirvienta de Maputo son la inscripción de la puerta que conduce a mi archivo privado de experiencias del infierno.