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El hombre que se bajó del caballo

La enfermedad hace que esté más disperso que de costumbre. No sé cuánto tiempo dedico al día a buscar gafas, papeles, teléfonos, frascos de medicamentos, libros y manzanas que dejo por ahí a medio comer.

Sin embargo, cuando no era nada olvidadizo ni estaba disperso pasé muchos años buscando un árbol en concreto.

Tenía que estar en algún punto de la vieja carretera que unía Cambridge y Londres. Incluso debía haber una placa que dijera que allí, precisamente, un joven se bajó del caballo y se sentó a la sombra del árbol para tomar una decisión vital.

No llegué a encontrar el árbol, seguramente, porque no me tomé el tiempo necesario para buscarlo en serio. Y ahora me arrepiento. Pero sé que el árbol sigue allí, custodiado como el recuerdo de una persona a la que la historia ha olvidado casi por completo.

Se llamaba Thomas Clarkson. Cuando su padre murió, tenía seis años. Desde entonces vivió en la pobreza, pero consiguió ayuda para estudiar en la Facultad de Teología de Cambridge. Nadie dudaba de su inteligencia ni de la firmeza de su fe. Su camino como sacerdote de la Iglesia anglicana parecía trazado y prefijado.

El mínimo legado que Thomas Clarkson recibió apenas cubría lo esencial, y siempre tuvo que buscar diversas fuentes de ingresos para mantenerse.

Un día vio que se anunciaba un concurso para participar en el cual había que escribir un ensayo sobre la esclavitud.

Corría el año de 1785. La Revolución francesa no tardaría en estallar para proclamar lo inhumano de la esclavitud. En Inglaterra se habían oído las protestas cada vez más airadas de los cuáqueros, que estaban en contra de que se pudiera poseer personas y explotarlas en condiciones laborales durísimas.

Thomas Clarkson decidió enseguida participar en el concurso. Lo que más le interesaba no era el tema, sino la posibilidad de ganar una cantidad de dinero que le permitiera afrontar los gastos de la universidad.

Clarkson viajó a Liverpool y entrevistó a capataces de esclavos y a armadores. Y, en secreto, se vio con esclavos fugitivos que vivían en los barrios bajos en condiciones infames.

No todo el mundo tenía el mismo interés en hablar con él. El comercio de esclavos movía grandes sumas de dinero anualmente. Quienes se enriquecían no estaban dispuestos a que sus pingües ingresos peligraran. En una ocasión, unos desconocidos trataron de arrojar al Clarkson al mar desde un vapor.

Pero Thomas Clarkson ya no podía ignorar los datos que tenía delante. Poco a poco, la idea de la atractiva suma que ofrecían como premio fue apagándose y empezó a centrarse en la espantosa vida de los esclavos africanos en las plantaciones de azúcar del Caribe o en las de algodón, al sur de los Estados Unidos.

Clarkson escribía por las noches a la luz de un candil. De las sombras surgían las voces que había oído y las caras que había visto. Allí estaban los armadores, que observaban arrogantes a los africanos como si de cualquier otra mercancía se tratara. Quizá fueran seres vivos, pero también las cabras y los animales exóticos lo eran. Recordaba las palabras de los capataces, según los cuales la brutalidad y la disciplina férrea eran imprescindibles para que la carga de negros no armara jaleo, sembrara el caos, se amotinara o se arrojara al mar en un suicidio colectivo.

Pero sobre todo pensaba en los esclavos que habían conseguido huir y que ahora vivían aterrados planteándose la posibilidad de que los atraparan y los devolvieran a sus «dueños». Y en cómo los azotarían antes de meterlos en otro buque camino de su destino final, donde los aguardaba una subasta.

Thomas Clarkson escribió el ensayo y lo envió al comité del concurso. Cuando, al cabo de un tiempo, supo que había ganado el premio y que estaba invitado a una ceremonia solemne en la que iban a presentar su escrito, dudó si asistir o no. ¿No debería terminar el discurso de agradecimiento hablando del azote que, como una sombra, se extendía sobre la nación británica en forma de un sufrimiento humano injusto?

Recibió el premio y las loas que lo aguardaban, pero no dijo nada de lo que pensaba en realidad.

El primer destino de Thomas Clarkson como pastor fue Londres.

Un día de principios de primavera montó en su caballo y puso rumbo a la capital. Hacía un día precioso, pero en su fuero interno estaba cada vez más inquieto a medida que se acercaba a Londres.

A mediodía se detuvo y bajó del caballo. Se encontraba en Wadesmill, en Hertfordshire, por donde hoy pasa una autopista, la primera autopista de peaje de toda Inglaterra. Se sentó a la sombra del árbol que yo anduve buscando doscientos años después, aunque sin encontrarlo. El caballo pastaba a su lado. Era un día apacible, pero en el interior de Thomas Clarkson se había desatado la tormenta. Comprendió que tenía que tomar una decisión.

Clarkson no dejó información ni oral ni escrita de cuánto tiempo estuvo sentado a la sombra del árbol antes de tomar la decisión más importante de su vida. La distancia entre Cambridge y Londres es de unos cien kilómetros más o menos. Es decir, tuvo tiempo de pasar bastantes horas allí sentado.

Cuando por fin se levantó, ensilló el caballo y siguió cabalgando, ya estaba resuelto. En realidad, se había decidido mucho antes, pero hasta ese momento no se lo había dicho a sí mismo ni al Dios en el que siempre creería.

No quería ser pastor. Quería dedicar su vida a luchar con todas sus fuerzas para abolir la esclavitud y para que liberasen a todos los esclavos. Aquello que, por casualidad, lo llevó a participar en un concurso literario, le cambió la vida por completo.

Thomas Clarkson nunca rompió la promesa que se había hecho. Vivió tanto que tuvo la oportunidad de conocer la ley de abolición de la esclavitud, Slavery Abolition Act, en virtud de la cual el comercio y la posesión de esclavos eran ilegales en todo el Imperio británico.

Su vida no fue nunca fácil, con frecuencia fue peligrosa. Los poderosos enemigos que se granjeó desde el día en que hizo la primera visita a los ambientes esclavistas de Liverpool siguieron acosándolo. Sufrió incontables agresiones e intentos de asesinato. Pero Thomas Clarkson vivió sesenta y un años desde el día en que tomó su decisión y murió finalmente de muerte natural. Sabía que su vida había valido la pena todos los esfuerzos.

Thomas Clarkson es hoy un personaje prácticamente olvidado. Aparte de la placa conmemorativa en el árbol que no conseguí encontrar, no hay ningún otro testimonio de su recuerdo. Algún que otro busto, un cuadro o dos y, naturalmente, el recuerdo que quedará registrado para siempre en el libro de las personas que lograron imponerse al comercio de esclavos y al sometimiento.

Thomas Clarkson forma parte del oscuro grupo de héroes que son los mejores representantes del género humano. Esos héroes han actuado en los campos más diversos, hombres, mujeres y, con una frecuencia sorprendente, también niños y jóvenes. Personas que corrieron riesgos enormes y se sobrepusieron al miedo que tan a menudo debieron de sentir.

Pero lo que acabo de escribir no es del todo cierto. Porque el comercio de esclavos es algo que aún existe en el mundo. Aunque Thomas Clarkson y sus iguales cortaron las raíces de un comercio que sancionaban los sistemas judiciales, no desapareció ese deseo brutal de ganar dinero comerciando con personas. El comercio de esclavos es hoy una práctica ampliamente extendida por todo el mundo. No para cortar la caña de azúcar en las islas caribeñas ni para recolectar algodón en los campos ardientes de los estados sureños. Ahora ese comercio se da en forma de prostitución, trabajo infantil en entornos terribles y personas que se ven obligadas a recoger tomates, bayas y frutos secos en condiciones de esclavitud. Carecen de derechos, los engañan en el salario y viven separados, apartados de sus familias.

La prostitución en el mundo es peor que nunca en la historia de la humanidad. Las personas de las que abusan suelen ser muy jóvenes. Las obligan a someterse con métodos violentos.

Otras personas dan un paso al frente. Ofrecer resistencia a la violencia y la opresión no es sólo un derecho, sino una posibilidad que tenemos. La posibilidad de no aceptarlas.

También hoy hacen falta personas que se bajen del caballo y se sienten a la sombra de un árbol para tomar decisiones radicales.

Siempre las hay en alguna parte. A pesar de todo.