52
La felicidad ante la llegada de una furgoneta destartalada en
primavera
En mi infancia, la primavera en Härjedalen era, entre otras cosas, el sueño de la llegada del circo.
La mayoría de las personas de mi generación que se criaron en pueblos pequeños en los que, en realidad, nunca pasaba nada sorprendente, recuerdan la época en que se derretía la nieve y llegaba por fin el circo. A lo largo del duro invierno surgían a menudo las imágenes de aquellas caravanas pintadas, de aquellos hombres tan fuertes que, con martillos de madera, clavaban las estacas que servían de base para las jaulas y para levantar la carpa, aquellas lenguas tan extrañas que surcaban el aire de una caravana a otra, donde los artistas vivían sus misteriosas e inaccesibles vidas.
Era una idea ingenua y romántica, por supuesto, y sigue siéndolo. Pero también era totalmente cierta. Venía a visitarnos el mundo de ahí fuera. Como un saludo de una tierra y de unas gentes del otro lado de aquellos bosques infinitos que se extendían en torno a aquel valle que era mi hogar y que recorrían las frías aguas de un río.
Todo empezaba con la llegada de una furgoneta abollada y destartalada, por lo general con el tubo de escape roto. De ella salían unos hombres con cubos llenos de espesa cola y unas brochas de mango largo, y se ponían a pegar carteles. Siempre se presentaban con prisa, y también se daban prisa en irse. La cola blanca lo salpicaba todo y lo dejaba pegajoso.
Unos días más tarde, llegaba la procesión de caravanas. Sólo los circos grandes se desplazaban en tren, pero el pueblo en el que yo vivía era demasiado pequeño, así que teníamos que conformarnos con circos más pequeños. Se presentaban con sus caravanas, camiones y remolques tirados por tractores humeantes.
En el mundo de ahí fuera había muchos tubos de escape rotos.
Uno de esos circos se llamaba Scala. Pero había otros cuyos nombres he olvidado. Por lo general, el espectáculo era muy similar en todos. Parecían cortados por el mismo patrón.
Si uno tenía suerte y podía ir a la sesión, le esperaban unos momentos deliciosos. Desaparecía la normalidad. En las alturas, bajo el techo de la carpa, flotaban los acróbatas casi en estado de ingravidez. Todavía puedo recordar sus gritos cuando se arrojaban para que el compañero los agarrara de las manos.
Abajo, en la pista, los artistas hacían juegos malabares con un montón de pelotas y de bolos, en solitario o a dúo. Lo que hacían en todo momento era cuestionar y poner a prueba la normalidad. Los payasos eran lo más parecido a lo netamente humano que incluía el programa. Iban tropezando y dando traspiés, gritando y llorando, echándose agua unos a otros, y, con lo ridículos y torpes que parecían, se asemejaban a nosotros, a quienes los contemplábamos desde las gradas. Aunque nunca eran tan buenos como Chaplin.
Perros que cabalgaban a lomos de los caballos, morsas que se arrastraban y el director que nos pedía unas veces silencio y otras aplausos. Dirigía al equipo con mano de hierro, y al público lo guiaba para que siguiera la menor señal cuando blandía el látigo con la mano enguantada de blanco. Era un hombre aterrador, el único que me causaba angustia durante el espectáculo. Mientras que todos los demás transformaban la realidad en un paraíso luminoso, él era el vínculo con la realidad de la que uno venía y a la que no tardaría en volver. Él era el maestro severo, o el borracho que a veces daba tumbos por las calles y despreciaba a los niños que se le acercaban más de la cuenta.
No sé si todavía hay circos que viajan a los pueblos en primavera o en verano para suspender transitoriamente las leyes gravitatorias de la aburrida normalidad. Si no es así, será la prueba de que existe una pobreza creciente incluso en medio de todo el bienestar y del desarrollo tecnológico, vertiginoso y siempre sorprendente. Aunque podamos ver lo mejor de lo mejor del arte circense en internet o en la televisión, nunca será más que una copia insulsa. El circo es estar ahí y presenciar la transformación. Hay que compartir el espacio con los acróbatas y los malabaristas.
Todos congregados como una comunidad, neutralizando juntos el espacio, deteniendo el tiempo, unidos en un estado de sobrecogimiento que, a falta de otra expresión, podría llamar una embriaguez de felicidad.
La gran aventura es ver que lo que esos artistas hacen es posible de verdad. El hombre de goma tiene esqueleto, a pesar de que hace un nudo con todo el cuerpo. La mujer asiática de ojos oblicuos consigue mantener todos los platos en movimiento sobre esos palillos tan delgados, sin que se le caiga ninguno en el serrín que cubre el suelo. El circo no es sino exhibición de la capacidad humana, perfeccionada y conservada gracias al entrenamiento y a una disciplina férrea.
Todos los días del verano esparcían miles de toneladas de serrín en la pista. La carpa estaba montada, los postes bien afianzados, la lona tensada.
Y seguro que hoy sigue siendo así en muchos lugares.
Hace ya mucho tiempo pasé un verano en Albufeira, al sur de Portugal. Alquilé un apartamento en un edificio anodino. La misma noche de mi llegada tenía lugar por allí cerca la primera representación de un circo ambulante. Oía la música y los aplausos todas las noches, y veía las idas y venidas del público.
Era el circo de toda la vida. Y aquello era Albufeira, pero podría haber sido Sveg.
Como quiera que sea, el arte circense evoluciona sin cesar. Hace veinte o treinta años apareció inesperadamente algo nuevo. Y así se llamó, de hecho, «el nuevo circo». El abanderado fue y sigue siendo el Circ du Soleil, que hace giras por todo el mundo con diversos equipos. La base de sus espectáculos era la misma: acróbatas, malabaristas, payasos. Lo nuevo era que relataban una historia. Ya no era una cadena de números aislados lo que presentaban al público antes de salir todos juntos al final para compartir los aplausos.
En este nuevo circo, siempre existe una historia de amor o algún otro relato, no contado con palabras y por un grupo de actores, sino por un grupo de artistas de circo.
Pero los artistas de circo son actores. Nos atraen con el mismo saber genuino con que captan nuestra atención los actores en el escenario. A veces pienso que la única diferencia es el serrín del suelo.
Cuando veo un espectáculo circense bueno de verdad, enseguida me entran ganas de participar. Naturalmente, yo no sé volar bajo la cúpula de la carpa ni hacer malabares con diez bolos. Me daría por satisfecho si pudiera contribuir llevando y retirando los objetos que necesitan los distintos artistas para realizar su número.
Lo mismo ocurre con el teatro. Si asisto a una representación que no me interesa, sólo pienso en irme cuanto antes. Pero si es una buena representación, siento enseguida el mismo deseo irresistible que en el circo, el impulso de levantarme, salir a escena y sentarme a la mesa en la que los actores están degustando una cena fingida.
Los nuevos espectáculos de circo han desarrollado el arte circense hasta extremos sorprendentes. Por lo general, evitan el sentimentalismo y crean historias de grandes pasiones que se representan ante nuestros ojos. La creatividad de la que hacen gala esos artistas, en su mayoría muy jóvenes, me llena de admiración y, al mismo tiempo, me confirma más que nunca la idea de que no existen límites para la capacidad del ser humano de crear. Puede que el paso del artista que un día se puso a tallar la figura del hombre león en una pieza de marfil hasta las volutas aéreas de los acróbatas en lo alto de la carpa del circo no sea tan grande.
Los delfines vuelan sobre la cresta de las olas en el palacio de Cnosos. Los acróbatas surcan ingrávidos el aire de la carpa del circo Scala, que pasará unos días en un pueblecito norteño.
Los que nos encontramos entre el público lo vemos. Pero también participamos en ello. Al mismo tiempo.