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Los hipopótamos

Durante aquellos seis meses de mediados de la década de 1960, París me enseñó que elegir es necesario. Todos los días tenía que elegir entre fumar o permitirme una comida un poco más cara que la del día anterior. Elegía a qué museos ir y cuándo podía dedicar el día a deambular por ahí, a observar a la gente y a imaginar lo que escribiría en un futuro que todavía se hallaba lejos en la línea del tiempo.

Elegir y tomar decisiones era tomarse la vida en serio. Eso lo aprendí en París, cuyos ciudadanos aún tenían muy presente la recién terminada guerra colonial de Argelia. Fue poco antes de que estallaran con toda su fuerza las protestas contra la guerra de Vietnam. El profesor era yo y, al mismo tiempo, todas las personas que pasaban a mi lado por la acera o que entraban en el metro.

Aunque más adelante he elegido mal de vez en cuando en la vida, nunca podrá compararse con la derrota que supone no elegir en absoluto. Me sorprenden con frecuencia las personas que se dejan llevar por la corriente, que nunca se cuestionan su existencia ni promueven las rupturas necesarias. La gente se separa. Naturalmente, es una forma de ruptura. Pero las decisiones que van más allá, las que determinan en torno a qué quieres emplear tu vida, ésas son las más importantes de cuantas nos planteamos y debemos tomar mientras vivimos.

En Antibes hay una tiendecilla de especias que vende también biscotes y otros alimentos básicos. Suelo ir cuando estoy en la ciudad. Allí hay un hombre desde las siete de la mañana hasta que la tienda cierra, doce horas después. Pasa el tiempo viendo la tele en un televisor pequeño. Cada vez que entro en la tienda, me lo encuentro mirando la imagen iluminada de la pantalla. Parece que ve prácticamente todos los programas. Casi a su pesar, deja de ver la tele para cobrarme. Antes de que salga, ya está otra vez enfrascado en ella.

Siempre es muy amable. Parece que se encuentra a gusto. Pero la vida que lleva me aterra. ¿De verdad ha elegido pasarse los días viendo la tele y encuentra en ello el sentido de su existencia?

La vida se compone, por lo general, de casualidades que se cruzan en nuestro camino y de nuestra capacidad para adoptar decisiones conscientes según la situación.

Un día doblo una esquina y me encuentro por azar con la mujer con la que me casaré más adelante. De ninguna manera podía saber que aparecería caminando precisamente allí y en aquel momento. Pero sí pude o más bien pudimos elegir juntos y por separado adoptar una actitud concreta ante esa casualidad: nos casamos.

La decisión más difícil en la que me he visto involucrado a lo largo de toda la vida ha tenido que ver con un aborto en dos ocasiones. Las dos veces presioné para que las mujeres en cuestión abortaran. Eran ellas las que debían elegir, era decisión suya, naturalmente. Pero hoy creo a veces que fui demasiado lejos en mis intentos de persuadirlas. En cierto sentido, lo convertí en mi decisión, a pesar de que siempre debe ser la mujer quien decida sobre su cuerpo.

Pero yo creo que también he tomado decisiones y he elegido caminos que exigían cierto grado de valor y de generosidad. Sobre todo en una ocasión en que di muestras de una generosidad económica que en aquel momento, desde luego, no me podía permitir.

Las posibilidades de elección que tiene una persona permiten también que pueda atreverse a elegir de qué lado quiere estar en una sociedad injusta, que vive en tensión entre los distintos campos de fuerza de la indecencia. Ello constituye la base del hecho de que todos somos seres políticos, lo queramos o no. Vivimos en una dimensión esencialmente política, un contrato que tenemos con todos nuestros contemporáneos. Pero también un contrato cuya vigencia se extiende hasta aquellos que aún no han nacido.

¿Según las condiciones tomamos una decisión u otra? ¿Con qué expectativas elegimos lo que hacemos, lo que pensamos o lo que encontramos repulsivo? ¿Qué elegimos y qué descartamos?

Tener la posibilidad de decidir a qué quiere uno dedicar su vida es un gran privilegio. Para la inmensa mayoría de las personas del planeta, la vida es supervivencia elemental, en un plano mucho más dramático.

Las cosas siempre han sido así para el género humano. Comer o que te coman, poder protegerse de los depredadores, los enemigos y las enfermedades. Procurar que nuestra descendencia sobreviva y salga al mundo tan bien equipada como sea posible para la vida que le espera. A lo largo de la historia, muy pocas personas han podido dedicarse sin más a algo distinto de sobrevivir. Cierto es que nunca han podido hacerlo tantas como hoy. Pero aun así la mitad de la humanidad, como mínimo, vive hoy sin opciones.

Los que no se veían obligados a dedicar todo su tiempo a la supervivencia pura y dura ostentaban el poder, sea cual sea la organización social de la que hablemos. Por lo general no tenían ocupación alguna, dado que los mantenían otros. Podían ser sacerdotes o templarios, su misión era aplacar a dioses o interpretar los caminos inescrutables del destino. Las rebeliones y las revoluciones, en el fondo, siempre se han basado en lo mismo. Cuando la gente, a pesar de trabajar muy duramente, no puede sobrevivir y, al final, sólo le queda la rebelión. Los argumentos en el instante de la revuelta rara vez han sido de otra naturaleza. Aunque después, en una fase posterior, la cuestión del derecho a algo más es la que domina.

Naturalmente, sé que para muchas personas no existen opciones. Es el caso de todos esos miles de millones de personas pobres que no poseen absolutamente nada, que tienen que preguntarse cada día cómo van a proveer a su familia de comida y demás necesidades. La posibilidad de elección y de decisión de cambiar el rumbo es un lujo inimaginable para esas personas.

Todos los años que llevo viviendo en África he visto la misma lucha por la supervivencia que no parece descansar ni un solo día. La preocupación se renueva cada noche.

Hace unos años visité Yaipur y Nueva Delhi, en la India. Una noche, ya bastante tarde, cogí el tren en Yaipur. A lo largo del terraplén se divisaba una interminable e ininterrumpida hilera de luces de la gente que vivía allí, a tan sólo unos centímetros de las vías del tren. Yo iba atravesando sus vidas, cabañas miserables desde donde veían pasar el tren despacio, casi con cuidado, en dirección a Nueva Delhi. Pensé que era como el viaje que hace Marlow por un río negro y amenazador en El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. En este caso no había agua alrededor del vagón del tren donde me encontraba, pero, aun así, era como si me deslizara por aquel río negro hacia algo parecido a la perdición.

En la década de 1980 veía cerca de Lusaka, la capital de Zambia, a mujeres y niños sentados al filo de la carretera pulverizando piedras para convertirlas en macadán. El polvo formaba remolinos en el aire, el calor era brutal. Alguna de las personas que venían conmigo dijo que aquellas mujeres estaban tan cansadas que no eran capaces de pensar más allá de que tanto moler piedra les daría, después de todo, comida para ellas y para sus hijos. Aparte de eso, no tenían en la cabeza nada más. Estaban demasiado cansadas para todo lo que no fuera pura supervivencia.

Las personas que viven en los márgenes extremos de la sociedad no tienen elección.

Echarse a morir en la calle no es una elección. Morir de inanición tampoco es una alternativa. Hoy en día disponemos de todos los recursos necesarios para erradicar la pobreza absoluta y conseguir que todas las personas estén a este lado de la frontera de la inanición. Pero elegimos no hacerlo. Es una elección que sólo puedo considerar como criminal. Pero no hay ningún tribunal que, a escala global, pueda demandar a los delincuentes responsables de que la inanición y la pobreza no se combatan con todos los recursos disponibles. Y es una elección que nos obliga a todos a involucrarnos y a asumir nuestra responsabilidad.

Hoy, tantos años después de mi estancia en París en aquella época en la que recogía colillas de las aceras, comprendo con más claridad que nunca el privilegio que es poder elegir. Aparte de aquellos meses, siempre me he encontrado en el lado adecuado de la frontera, un lado en el que he tenido tiempo y fuerzas y el estómago lo bastante lleno para poder considerar varias opciones.

En muchas ocasiones he elegido mal y he tenido motivos para arrepentirme, aunque no he podido revocar las decisiones tomadas. Pero lo más importante es que nunca me he dejado llevar por la corriente sin oponer resistencia, sin intervenir alzando la voz.

Aunque… eso no es del todo verdad.

Una vez, pronto hará treinta años, sí me dejé llevar por una corriente. Ocurrió en Zambia, a orillas de uno de los afluentes del gran río Zambeze, en las regiones del noroeste del país, en la zona de Mwinilunga. Me encontraba en un bote pequeño de motor fuera borda. Éramos cuatro personas apiñadas en aquel espacio escaso e inestable. Habíamos navegado a contracorriente y ahora volvíamos con el motor apagado para pescar peces tigre mientras nos llevaba la corriente. El río se bifurcaba en un punto, y allí debíamos girar hacia el brazo del río que nos conduciría hasta el lugar donde teníamos la tienda y el coche. Era importante poner el motor en marcha a tiempo, dado que allí mismo había un lugar donde se reunían hipopótamos. Habían tenido crías hacía poco y estaban extremadamente agresivos. Pocas personas saben que el hipopótamo, con su insidiosa calma, es uno de los animales africanos que más seres humanos mata cada año.

Como cabía esperar, el motor no arrancó cuando empezamos a tirar de la cuerda. En un principio nos lo tomamos a risa, pero nos acercábamos rápidamente a la bifurcación y ya entreveíamos las cabezas de los hipopótamos por encima de la superficie del agua. No teníamos la menor posibilidad de alejarnos de ellos con los remos. Si íbamos a parar en medio de la manada, sería nuestro fin. Volcarían el bote y nos matarían partiéndonos en dos de un bocado con sus gigantescas mandíbulas.

En el bote reinaba la calma mientras el hombre que se encargaba del motor, que era el que mejor lo conocía, tiraba febrilmente de la cuerda de arranque. No había nada que decir. Ninguno de nosotros dudaba de lo que ocurriría dentro de unos minutos si no lográbamos arrancar el motor. Arrojarse al agua y tratar de alcanzar la orilla a nado no era una solución: el río estaba lleno de cocodrilos. Ninguno de nosotros llegaría vivo a tierra, antes se vería arrastrado al fondo y ahogado para convertirse en pasto de los cocodrilos.

Por suerte, el motor arrancó por fin. Y conseguimos virar a tiempo.

Aquella noche se impuso un silencio insólito en el campamento. Se oía el crepitar del fuego mientras las sombras de las llamas bailaban deslizándose por nuestra cara.

Muchos años después, hablando un día con uno de los integrantes del grupo, le pregunté qué pensó al ver que los hipopótamos estaban cada vez más cerca. Respondió sin necesidad de reflexionar. Ya lo había pensado muchas veces.

—Busqué una alternativa. Pero no había ninguna. Es la única vez en mi vida que me he rendido. Cuando el motor arrancó, creí por un momento que Dios existía. Lo que allí había ocurrido no era cosa de este mundo.

—Se habían mojado las bujías —dije—. El compañero que trataba de poner en marcha el motor permitió que entrara demasiada agua. Aquello no tenía nada que ver con ninguna religión.

Aquel amigo mío de la excursión pesquera no dijo nada. Para él, un dios era mejor explicación que un par de bujías en mal estado.

Era su elección, no la mía. Dios o un par de bujías.

Cada uno eligió una cosa.