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Sombras
Sobre el cáncer sé con certeza varias cosas. La primera, que las enfermedades tumorales siempre han estado presentes en la vida. Algunas enfermedades cancerígenas han aumentado en nuestras sociedades y en nuestro tiempo. Lo que comemos y el medio ambiente en el que vivimos constituyen el caldo de cultivo idóneo para que algunas formas aumenten, en tanto que otras quizá disminuyan. Pero se han encontrado tumores en los huesos de los dinosaurios. Y también los primeros hombres lo sufrieron, tanto los neandertales como los hombres de Cromañón, así como individuos del homo habilis.
No es de extrañar. La base de la vida es la división celular, que se produce continuamente desde el estadio fetal hasta el día en que morimos. Nuestras células se renuevan millones y millones de veces. Que una de las divisiones, en alguna ocasión, se tuerza y ponga en marcha el proceso que conduce a la formación de tumores benignos o malignos no es extraño. Lo raro sería lo contrario, podríamos pensar. Hay que observar cierta cautela a la hora de hablar de la perfección de la naturaleza.
Lo segundo que sabemos del cáncer es que nadie puede estar totalmente seguro de que se va a librar. Y si vivimos lo bastante, aumentan las posibilidades de padecerlo. El riesgo es algo mayor en los hombres que en las mujeres.
Es cierto que hay familias en las que el riesgo de sufrir ciertas formas de cáncer es genético. Igual que hay unas familias más susceptibles que otras de tener cáncer. Aunque no hay explicación plausible para ello.
En mi familia, por lo que yo sé, no ha habido muertes por enfermedades tumorales en las tres últimas generaciones. En cambio, uno de cada dos miembros, hombre o mujer, ha muerto de enfermedades cardiovasculares. Por ejemplo, tanto yo como mis hermanos sufrimos hipertensión arterial.
Reconozco cierta arrogancia en este tema. Más de una vez he dicho que no creía que yo pudiera enfermar de cáncer, que lo que provocaría mi muerte sería seguramente un cortocircuito en la cabeza.
Es decir, me equivoqué.
Lo tercero que sabemos del cáncer es que no es contagioso. Puedo estar rodeado de personas con cáncer sin necesidad de preocuparme. El cáncer no se contagia ni por el aire, ni por los fluidos corporales ni por el contacto a través de las manos.
Aun así, hay personas que se comportan como si fuera una enfermedad contagiosa. No son mayoría, pero las hay. Cuando digo que tengo cáncer, dan un paso atrás invisible para no acercarse demasiado al tumor.
No es nada extraño. No hace muchos años, un diagnóstico de cáncer era tanto como una sentencia de muerte. El cáncer acababa en muerte. Los médicos solían verse impotentes. Ni siquiera podían mitigar todos los dolores. No sólo era una enfermedad mortal, también era una forma muy dolorosa de morir.
Cuando me dieron el diagnóstico, no se me pasó por la cabeza mantenerlo en secreto, claro. ¿Por qué iba a hacerlo? Lógicamente, no sé cómo habría reaccionado si el diagnóstico hubiera sido de sífilis. Es una enfermedad que puede evitarse. Es contagiosa. Pero del cáncer no podemos protegernos más que de un modo muy marginal. No aspirar demasiado vapor de gasolina, para evitar el tipo de cáncer frecuente entre los conductores de camión. No comer demasiada carne roja, para evitar tumores en los intestinos. No destrozarse el hígado bebiendo alcohol, y, naturalmente, no fumar.
Pero yo soy no fumador desde hace veinticinco años y, aun así, tengo un tumor en el pulmón. Aunque apueste por todos los números de la ruleta menos uno, no puedo descartar que la bola caiga en ése. El cáncer no promete nada.
La sombra del pasado se proyecta aún hoy sobre la enfermedad. De nada sirve que las posibilidades de tratamiento y los resultados no dejen de mejorar y desarrollarse. El cáncer no podrá erradicarse del todo igual que la viruela o, esperemos, la malaria, pero el índice de mortalidad irá descendiendo progresivamente. En la actualidad, dos terceras partes de los afectados tienen buena esperanza de vida. Y esa cifra irá aumentando.
Sin embargo, ahí sigue la sombra. Lo noto, además, en las distintas formas de reaccionar que tiene la gente cuando le digo que estoy enfermo.
Cuando decía que tenía tortícolis, a algunas personas casi les parecía cómico, del mismo modo que puede resultar gracioso que la gente que no oye bien malinterprete lo que decimos. Pero cuando desvelé que no era ni tortícolis ni una hernia, sino una metástasis en una vértebra, ya dejó de tener gracia. Algunos se lo tomaron como era de esperar, con una actitud de amable comprensión, consternados, preocupados. Otros se quitaron de en medio. Dejaron de llamar. Se escondieron en la sombra del cáncer.
Todo este tiempo he pensado con frecuencia en las palabras que Selma Lagerlöf escribió en El cochero: «Dios, deja que mi alma alcance la madurez antes de cosecharla».
Sin atender a la alusión religiosa, es una verdad general incluso sin la carga de la fe cristiana. Aquellos que han alcanzado cierta forma de madurez espiritual no se esconden en las sombras. Siguen llamándome. Sigo siendo un ser vivo, no una persona que está al borde de la tumba a punto de caer dentro.
No me importa confesar que me he llevado algunas sorpresas. Gente que pensé que se apartaría, que se quedaría en la sombra, ha sido lo bastante fuerte para seguir siempre en contacto, en tanto que otros de los que esperaba más se han escabullido y han desaparecido del horizonte.
Aunque no condeno a nadie. La gente es como es. Uno no necesita tener muchos amigos, pero debe poder confiar en los que tiene.
El cáncer es una enfermedad terrible. Además, es algo por lo que uno pasa en soledad, aunque esté rodeado de médicos, enfermeras, familiares y amigos. Rara vez se nota que lo tienes. Nadie que no sepa que estoy gravemente enfermo puede imaginárselo, dado que no he perdido peso, ni tampoco el pelo. Tengo el mismo aspecto de siempre, me comporto como siempre. Estoy muy cansado, pero eso no tiene por qué significar que esté enfermo. Podría haber puesto punto final al trabajo con un libro o con una obra de teatro.
Pero ¿y yo? ¿No me estaré escondiendo yo también en la sombra? ¿No estaré huyendo yo también para refugiarme entre los arbustos, como el animal herido que de hecho soy?
En una ocasión, en Zambia, hace ya muchos años, participé en la búsqueda de un león herido por un disparo. Éramos cuatro hombres con sendos rifles. Caminábamos guardando una distancia de quince metros entre nosotros. Paul, que iba el primero, se paró de repente y levantó la mano. Era cazador y explorador africano e impresionaba mucho a todo el mundo. La mano en alto no significaba sólo que debíamos parar, también teníamos que cargar las armas. Hasta aquel momento, él era el único que llevaba un cartucho en el tambor. Señaló un arbusto que había enfrente, a unos cincuenta metros de nosotros. Si Paul decía que el león estaba allí, no cabía ninguna duda de que así era.
El macho herido trataría por todos los medios de mantenerse totalmente inmóvil en su escondite, pero si nos acercábamos demasiado, el animal nos atacaría en un último intento desesperado por librarse de nosotros y también del dolor que le causaba el disparo.
¿En qué arbustos me estoy escondiendo yo? ¿Cómo es ese intento mío de huir, además de vano y condenado a muerte?
No he llegado al punto de negarme a aceptar que estoy gravemente enfermo. Tampoco he tenido ningún sentimiento de injusticia. Tal idea no se me ha ocurrido siquiera. Si hubiera sido una enfermedad contagiosa, habría podido protegerme y evitar riesgos. No es difícil protegerse del contagio del VIH, por ejemplo. Se puede conseguir con unas precauciones mínimas.
A veces, por la noche, sueño que estoy sano. Que es otra persona la que ha enfermado. Me veo allí, delante de gente a la que conozco pero a la que, por alguna razón, no soy capaz de reconocer, y lamento su desgracia.
La verdad es que seguramente, como todos los demás, yo sueño con ser la excepción. Que un día me veré libre de esta enfermedad terrible y podré decir que todos los síntomas han desaparecido de forma milagrosa.
Pero sé que no sucederá. Es una enfermedad incurable. Aunque pueda vivir tanto tiempo que incluso llegue a morir por otras causas. O llegue a ser tan viejo que seguir viviendo no me parezca tan importante.
Vérselas con el cáncer es una lucha que se desarrolla en muchos frentes al mismo tiempo. Lo principal es no malgastar las fuerzas en combatir con ilusiones. Necesito toda la energía para fortalecer mi capacidad de oponer resistencia al enemigo que me ha invadido.
No luchar contra molinos de viento que han adoptado la forma de unas sombras.