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Desvelado el secreto de los pintores rupestres
La pasada primavera, el día anterior a que empezaran a aplicarme otra serie de dosis de quimioterapia, fui a una librería y me compré unos libros. Era un consuelo o quizá un premio para compensar lo que me esperaba.
Cuando me tumbé en la cama de la habitación número uno para que me inyectaran la última dosis de la primera serie, tenía en las manos un librito titulado —equívocamente, como luego comprobaría— El misterio más antiguo de la Humanidad.
Lo abrí por el principio lleno de suspicacia, pero tras haberlo leído me di cuenta de que lo absurdo era el título, que pretendía ser comercial. Era un libro fascinante que arrojaba una nueva luz totalmente reveladora sobre muchas de las dudas relativas a las obras de arte más antiguas del mundo, las pinturas rupestres ocultas en cuevas inaccesibles.
Un ilustrador francés, Bernard David, ha planteado una serie de cuestiones decisivas sobre la técnica de los pintores rupestres. Sin duda, se diría que trataron de ponerse las cosas lo más difíciles posible. ¿Por qué elegían para pintar aquellas oquedades a las que sólo se accedía a través de pasajes estrechos y penumbrosos?
Otra cuestión que lo tenía desconcertado era por qué los ojos de los animales estaban tan mal colocados, cuando todo lo demás estaba hábilmente ejecutado desde el punto de vista anatómico. Un día, David creyó que había descubierto el secreto de los pintores rupestres. Hizo repetidos experimentos en el sótano de su casa e invitó a participar en ellos a otras personas, entre las que también había niños. El resultado fue tan asombroso como convincente.
Sacó la conclusión de que los pintores rupestres de la lejana prehistoria elegían las zonas más oscuras por una razón muy concreta. Iban buscando la oscuridad, precisamente.
Colocaban estatuillas de los animales que querían representar delante de alguna fuente de luz primitiva. Gracias a las sombras que cubrían la pared de la cueva, podían reproducir con fidelidad el contorno del animal.
Pero los ojos del buey, del león o del caballo no arrojaban sombras, y el artista tenía que pintarlos a mano alzada.
Es una técnica que todos podemos utilizar. Basta con salir una oscura noche de invierno y dejar que la luz de la entrada nos alumbre por detrás, y enseguida se perfilará una sombra enorme. Los hombres parecen gigantes, más o menos grandes según se acercan a la fuente de luz o se alejan de ella.
David y el historiador de la literatura Jean-Jacques Lefrère escribieron el libro que yo tenía en mis manos mientras los citostáticos llegaban al torrente sanguíneo a través del brazo. Apenas me di cuenta cuando Marie, o cualquier otra de las enfermeras, entró para ponerme la siguiente bolsa.
En cuanto llegué a casa, bajé al sótano con la estatuilla de un elefante que me había traído de África muchos años atrás. Sujeté a la pared un papel blanco, encendí un farol y coloqué el elefante. Enseguida se convirtió en un gigante cuyo cuerpo rebasaba los márgenes del papel. Cambiando la lámpara de lugar y distanciándola más de la estatuilla pude perfilar con un rotulador las sombras plasmadas en el papel. Cuando encendí la luz del techo, allí estaba el elefante, en la pared, sin contacto alguno con el suelo, como los animales representados en las cuevas.
Le pinté un ojo a mano alzada, puede que no del todo en su sitio. Seguramente, lo que hacían los pintores de las cuevas era calcar. Ni siquiera necesitaban tener talento artístico. Aunque es menos probable, puede que también los niños pintaran el contorno de las sombras proyectadas.
Para mí fue una gran experiencia dar un paso más en el conocimiento de un mundo del que tan poco sabemos, aparte de esas representaciones de animales en los rincones más oscuros de las cuevas.
El ilustrador francés y su colega tenían, además, una idea muy audaz acerca de lo que significan los dibujos de esos animales. En lugar de defender que tengan relación con mundos simbólicos mágicos o religiosos, los autores del libro sugieren que esos dibujos pueden ser una conmemoración de los familiares muertos. Ignoramos si los hombres de aquella época tenían nombre, pero es probable. Y, de ser así, lo más verosímil es que fueran nombres de animales. ¿Podrían ser esas figuras de animales una suerte de pinturas mortuorias de fallecidos cuya memoria quería conservar la tribu, el grupo o el clan? Eso explicaría también por qué, a lo largo de miles de años, pintaron encima de esas pinturas, que quedaron tapadas por otras nuevas. Sería tan natural como lo que ocurre con nuestros cementerios, que se remodelan de forma periódica, con la consiguiente desaparición de las cruces o las lápidas antiguas.
Esta explicación de las pinturas rupestres no es, lógicamente, más que una suposición fascinante. Pero no es ése el caso del descubrimiento de la técnica de la proyección con luz, que, con bastante probabilidad, desvela el secreto del método utilizado por los pintores de las cuevas.
Al igual que otros niños, hubo un tiempo en que me dediqué a calcar diversos motivos, sin que por ello pueda asegurarse que tuviera dotes pictóricas.
La única valoración artística que podemos hacer de los pintores anónimos de las cuevas es, por supuesto, la de su habilidad a la hora de pintar a mano alzada un ojo, por ejemplo. Algunos están mejor ejecutados que otros. No sólo porque la localización sea anatómicamente más exacta, sino porque la expresión es más viva. Ningún ojo se parece a otro. La variación de cada pintor respondía a una elección artística.
El descubrimiento de la proyección de sombras no resta valor a las fascinantes imágenes de animales que, miles de años después, siguen cautivando nuestra mirada, ya sea en las láminas de un libro, en una película o en la cueva misma.
El arte siempre ha acompañado al hombre en su desarrollo, hasta convertirse en lo que es hoy.
Y para seguir desarrollándose en el futuro. Hasta convertirse en algo nuevo e inesperado.