55
La mujer del saco de cemento
Ignoro cuánto tiempo de mi vida he dedicado a las relaciones con mujeres. No empezaron, desde luego, de un modo muy alentador. A mi madre no la conocí hasta la edad de quince años. Hizo lo que suelen hacer los hombres: se largó. Lo cual era absolutamente insólito en 1950. Que los padres desaparecieran, en cambio, sí era habitual. Todavía vivimos en un mundo en que una cantidad ingente de padres desaparece. No están presentes en las familias que han contribuido a crear.
Sin embargo, que las madres no estuvieran se consideraba casi como algo sospechoso en aquel pueblecito del norte donde crecí. Como es lógico, yo era consciente de lo insólito de la situación. Mi anciana abuela paterna, que se movía silenciosamente por la casa y pasaba la mayor parte del tiempo zurciendo calcetines, logró crear una especie de equilibrio en nuestro hogar. A pesar de todo, la figura de la madre desaparecida siempre estaba latente.
Hay una fotografía en la que estamos mi madre y yo; creo que nos la hizo el fotógrafo Fåhraeus. Al ver aquella foto, en la que mi madre, tan guapa como era, me tenía sentado en las piernas, tengo la impresión de que habría preferido dejarme en el suelo, levantarse e irse de allí. Algo que, en efecto, hizo poco después. De los primeros años de mi infancia no tengo el menor recuerdo de ella.
Seguramente, una de las peores cosas que le pueden ocurrir a un niño es que lo abandone su madre. Alguien menos curtido que yo se habría culpado y habría dudado de su valor como persona.
En mi caso, no recuerdo haber pensado así nunca. Más bien estaba sorprendido. Por alguna razón oscura, siempre comparo ese asombro con el que experimenta un niño cuando de pronto se le pincha un globo y se convierte en un triste jirón de goma. El asombro que provoca el que tu madre no tenga a bien estar ahí cuando te despiertas por la mañana o cuando te vas a dormir por la noche. Del mismo modo en que un globo de un suave color pastel explota de repente y deja de existir con un estallido.
La vi por primera vez en un restaurante de Estocolmo. Estaba en Stureplan, y ya no existe. Pero cada vez que paso por aquella plaza recuerdo nuestra cita: estaba sola, sentada junto a la ventana. La había visto en fotos y sabía que, físicamente —la cara, el pelo, los ojos—, me parecía mucho a ella. Me acerqué lleno de curiosidad y expectación. Cuando vio que me dirigía hacia su mesa, levantó las manos abiertas a modo de escudo.
—No te acerques demasiado, estoy resfriada.
Nunca lo olvidaré. Cada vez que escribo una obra de teatro o un guión para una película, trato de superar esa situación y esa réplica. Pero me pregunto si alguna vez lo conseguiré.
Nos hicimos amigos, aunque sin intimar demasiado, durante los diez años siguientes, hasta su muerte. Creo que tanto ella como yo ocultábamos la desconfianza mutua. En un par de ocasiones traté de hablar con ella de lo que había pasado cuando yo era niño. Pero entonces se ausentaba, iba a la cocina y, cada vez que volvía, olía más a whisky. Terminé por dejar el tema. Nunca mantuvimos aquella conversación. Supongo que se avergonzaba, que no tenía valor para enfrentarse al hecho de que había abandonado a su hijo.
Hoy, cuando su traición ya se ha desdibujado, creo que puedo comprenderla. Dio a luz a cuatro hijos pero, en realidad, no creo que tuviera instinto maternal. Era demasiado inquieta, le faltaba paciencia, siempre quería estar en otro sitio… Me reconozco en bastantes de estos rasgos. En más de un sentido, su vida fue una gran tragedia, seguramente innecesaria. Pero en aquella época, una mujer casada y con hijos no tenía muchas posibilidades de elección. Hoy soy capaz incluso de sentir respeto por aquel acto de rebelión, que debió de ser difícil y doloroso por muchas razones.
Cuando pienso en ella, recupero el recuerdo de una mujer a la que vi con un saco de cemento. La imagen de mi madre y la de esa otra mujer africana difieren por completo, tanto en el tiempo como en el espacio. Aun así, pueden estar cada una en una orilla del río de la vida y de la muerte y saludarse.
Vi el suceso a través de la ventanilla de un coche, a las afueras de Lusaka, en Zambia. En el arcén había una mujer africana arrodillada. A su lado, dos hombres aunaban esfuerzos para levantar un saco de cemento, que le colocaron en la cabeza. Era un saco de cincuenta kilos. Luego le ayudaron a ponerse de pie. La vi echar a andar vacilante bajo aquel peso enorme. Era como si se encaminara directa al sol, con el polvo del camino arremolinándose alrededor.
De pronto, reaccioné. Me dirigí a los dos hombres que se habían sentado a la sombra de una chabola y les pregunté si no comprendían que llevar tanto peso en la cabeza le destrozaría la espalda a aquella mujer. Supongo que, a ojos de aquellos hombres, quedé como un blanco entrometido.
Sin el menor atisbo de ironía, uno de ellos respondió:
—Nuestras mujeres son fuertes. Lo pueden aguantar.
Dijo esas palabras lleno de orgullo.
Aquella mujer desvelaba una verdad sobre el mundo en que vivimos. No sólo llevaba una carga encima de la cabeza, también la llevaba dentro de la cabeza.
En cuanto a la adolescencia, no puedo presumir de haber tenido una visión de la mujer muy decente que digamos. Mis primeras experiencias amorosas estuvieron marcadas por el hecho de que quien debía asumir los riesgos de un posible embarazo era la mujer. Aquello no era asunto mío.
Naturalmente, comprendo a la perfección que uno de los movimientos políticos más importantes de Occidente después de la segunda guerra mundial fue el cambio en la situación de la mujer. Aunque en la actualidad sigue siendo uno de los principales retos de los países en vías de desarrollo, no se puede negar que han cambiado muchas cosas. El gran desafío consiste en erradicar esa concepción que se sustenta en una lectura errónea de los textos religiosos, sobre todo del islam y el judaísmo. Las mujeres todavía tienen que sentarse al fondo del autobús cuando son los judíos ortodoxos los que deciden. Las mujeres de los países mayoritariamente islámicos todavía luchan por los derechos humanos fundamentales. Entre otros, el derecho a decidir sobre su propio cuerpo.
Una vez, en un pueblecito de Norrland, conocí a una mujer muy mayor. Me contó un suceso decisivo en su vida. Se había criado en la pobreza, se casó joven con un leñador y, antes de haber cumplido veintiséis años, tuvo siete hijos. Llegado ese punto, se dio cuenta de que no podía más, pero la idea de negarle a su marido la única alegría que le quedaba le resultaba imposible.
Entonces se enteró de que había una mujer que iba por los pueblos hablando de amor. No era una palabra que ella utilizara. En todo caso, en alguna ocasión, al hablar de sus hijos, o cuando hablaba con ellos. Pero era una palabra demasiado elegante y extraña para ella y su marido. Le habría dado vergüenza pronunciarla, como si al hacerlo se sintiera mejor que los demás.
Una vez, en pleno invierno, fue a la Casa del Pueblo, un local helado que se encontraba a diez kilómetros de allí, para escuchar a la mujer que hablaba de amor. La llamaban Ottar y hablaba una curiosa mezcla de noruego y sueco, pero todo el mundo la entendía perfectamente. Lo más importante de su mensaje era que ya no había que engendrar hijos no deseados en las largas noches de invierno. En el frío helador de una letrina, Ottar les ponía un pesario, que impedía que la mujer se quedara embarazada y que el hombre tuviera que renunciar a un placer que ahora también experimentaba ella.
—Ottar me cambió la vida —dijo la anciana—. Lo que hasta aquel día había sido sufrimiento, se convirtió en una vida digna. Hasta aquel día, el amor entre mi marido y yo siempre había estado acosado por la desesperación.
Uno de los mayores retos a los que se enfrenta el mundo es el de otorgar más influencia a las mujeres. La mayoría de ellas tienen una enorme responsabilidad con respecto a la familia y la producción de alimentos, pero su responsabilidad política y económica es inexistente.
Yo no creo que los hombres y las mujeres piensen de forma tan distinta. Existe una fe excesiva en lo que se ha dado en llamar «pensamiento masculino y pensamiento femenino». Lo que el mundo sufre es la parcialidad del pensamiento masculino, donde las voces de las mujeres no se oyen en absoluto.
Esa situación nos aboca a un mundo ilógico. Es como si persistiera la costumbre burguesa clásica: después de la cena, los hombres se retiran a un lugar, mientras las mujeres se recogen en otro. Si una mujer trataba de romper ese modelo, enseguida la llamaban al orden.
Pero para que surja un nuevo orden, el hombre tiene que dar un paso atrás y dejar sitio a la mujer.
Quienes no creen que esto haya de suceder no han entendido mucho de lo que de verdad implica ese cambio.
Aún hoy continúa la batalla entre quienes llevan el saco de cemento y quienes lo cargan en la cabeza de la mujer.