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El viaje a las profundidades
Vamos en coche desde Gotemburgo hasta la otra punta de Suecia, hasta Oskarshamn. Al contrario que en Onkalo, donde recibieron con desagrado mis intentos de visitar la zona, aquí me reciben amigablemente. No parece haber ningún secretismo, como es lógico, claro. Allí trabajan para asegurar a las personas que nos van a suceder, para hacer todo lo posible por impedir que los residuos nucleares se filtren al exterior.
Hablo con uno de los jefes, es una mujer. Dice lo único que puede constituir el punto de partida de su trabajo:
—La opinión que yo tenga acerca de la energía nuclear no cuenta. Dado que dicha energía existe, alguien tiene que hacerse cargo de los residuos.
Bajamos en montacargas construidos en la roca hasta los niveles más bajos. A tanta profundidad que el permacongelamiento no altere y dañe las cápsulas de cobre donde hoy contamos con almacenar para siempre los residuos nucleares. En el interior de una roca que, sin ninguna duda, lleva sin moverse periodos de tiempo interminables, sellarán esa basura atómica. Cuando los residuos hayan dejado de ser peligrosos, se confirmará como verdadero o falso lo que hoy no son más que suposiciones. En el mejor de los casos, nadie habrá forzado la cerradura de ese almacén de cien mil años.
Pero no podremos aplacar a los dioses en los que tengamos fe para que nos permitan visitarlo en el futuro, dado que llevaremos muertos miles de años. Tampoco sabemos si, cuando no haya hielo, habrá descendientes nuestros que piensen que allí existió un día un país llamado Suecia.
No es verosímil. No es posible. También los recuerdos de los hombres son finitos. Al igual que las leyendas y los mitos, también mueren. Si existe el sueño de una nación llamada Suecia, será sólo como un vago reflejo de alguna leyenda en la que apenas tenemos motivos para creer. Nuestra realidad, la riqueza de nuestros recuerdos de triunfos artísticos y científicos y de los fracasos humanos, se habrá convertido en un cuento.
La Atlántida y Suecia tendrán entonces algo en común. Nadie podrá estar seguro de que hayan existido de verdad.
Sin embargo, sabemos cuáles son nuestras esperanzas. Que esas personas no tengan ni idea de que, justo bajo sus pies, se encuentra un peligroso almacén de residuos radiactivos. Un reloj mortal cuyo tictac seguirá sonando, aunque sea cada vez más débil, hasta que hayan transcurrido los cien mil años.
Así, el último recuerdo que deje el ser humano será ése: que nadie recuerde nada.
Lo último que dejaremos detrás de nosotros es algo que escondemos para que nadie lo encuentre.
Nunca.