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El títere
En 1891 excavaron una calle del centro de Brno. Iban a renovar el sistema de alcantarillado. Las aguas residuales dejarían de correr por la calzada.
Recuerdo el nombre de Brno desde mi infancia, puesto que dicha ciudad figuraba en la frecuencia de onda media del aparato de radio que había en mi casa. Si giraba hacia allí la aguja, recuerdo que se oía un ruido lejano. Brno pertenecía a lo más recóndito del universo en el mundo de mi infancia.
La calle de Brno que levantaron se llamaba Francouzská. A una profundidad de cuatro metros hallaron una antigua tumba con el esqueleto de un hombre. Llamaron a los arqueólogos. Al examinar la tumba éstos constataron que el cadáver estaba rodeado de colmillos de marfil de mamuts y de bueyes almizclados.
Pero el objeto más extraño de cuantos encontraron se hallaba junto al cráneo. Al principio creyeron que era una estatuilla que se había roto en tres partes durante los miles de años que el marfil había estado enterrado. Pero al examinar los objetos con más detenimiento comprendieron que se encontraban ante un hallazgo único. Gracias a análisis precisos tanto de la tierra como de los huesos pudieron establecer que tenían cerca de veinticinco mil años.
¿Qué era lo que habían encontrado? Los arqueólogos no daban crédito ni a sus ojos ni a los resultados de sus análisis, pero la verdad era irrefutable.
Quien hubiera enterrado a aquel hombre había dejado a su lado un juguete.
Un muñeco. Una marioneta. Un títere.
A pesar de que estaba roto se veía que la cabeza podía girarse como la de un búho. El brazo que encontraron —el único— tenía un agujero que, a través de otro existente en el cuerpo del muñeco, permitía conectar las dos piezas y hacerlas móviles.
En definitiva, habían puesto un títere al lado de la cabeza del cadáver. Los arqueólogos ignoraban adónde habría ido a parar el otro brazo. Lo más probable era que los sedimentos terrestres y los cambios de nivel de las aguas subterráneas lo hubieran arrastrado lejos de allí. Pero nadie dudaba de que aquello fuera un muñeco.
Cuando lo desenterraron, nos trajo un mensaje de personas que habían vivido hace veinticinco mil años. No sabemos si lo utilizaron en algún tipo de juego de sombras o de ritos espirituales. Desde luego, también existe la posibilidad de que fuera un juguete. Para un niño. O para un adulto que no dejó de jugar a pesar de su edad.
Aquel títere antiquísimo nos dice algo de lo que siempre ha significado ser hombre. Me cuesta imaginar un mensaje más emocionante, y al mismo tiempo más vital, de unos seres humanos que vivieron poco después del fin de una de las glaciaciones.
Nosotros no enviaremos títeres al futuro. Nuestra herencia son los residuos nucleares. Nuestra misión más importante es tratar de enviar una advertencia a las personas que puedan sucedernos después de que hayan pasado las glaciaciones futuras.
Dentro de setenta años, la cuestión de la advertencia deberá estar resuelta. Al menos, en Suecia. Porque se supone que entonces se sellará la montaña para siempre.
Ninguno de los que hoy vivimos sabremos qué se decidirá al final.
Pero en estos momentos parece que la única solución es abandonar todo intento de crear un mensaje de advertencia que tenga sentido y hacer lo posible por solucionarlo de modo que la gente y las generaciones venideras lo olviden todo. El musgo volverá a crecer en la montaña donde el troll está prisionero. Nadie debe recordar lo que un día se escondió en su interior, en unas cápsulas de cobre.
El ser humano siempre ha vivido para crear buenos recuerdos. O recordatorios de lo que fue peligroso y maligno. De repente, vivimos en una civilización que no crea recuerdos. Vivimos para dejar olvido.
¿Qué quedará al final? ¿Una era sin recuerdos?
Sencillamente, nada más que el sentido común que hay detrás de la pregunta: ¿estamos a tiempo de cambiar de opinión? ¿O serán los residuos atómicos un paso más en el camino que nos lleva a la perdición?
No lo sé, pero ahora repito como un mantra algo en lo que siempre he creído: «Nunca es demasiado tarde para nada. Todo es posible todavía».
Aún vivimos en la era del títere.