25
París
¿Y cómo fue lo de mi viaje a París?
La decisión de dejar el instituto la tomé de repente. Aunque no tanto. En el subconsciente llevaba tiempo preparándome para una partida decisiva. No porque me costaran los estudios. Simplemente, me parecía aburrido pasarme todas aquellas horas dormitando, porque yo ya había resuelto ser escritor. Aprender y estudiar era algo que podía hacer mucho mejor sin necesidad de estar encerrado en un aula.
Era un sábado por la tarde. A causa de una mala planificación del horario, a mi grupo le había caído el castigo de dos horas de latín al final de la jornada. Eva Jönsson, nuestra tutora y profesora de latín, era magnífica. Además, era una gran pianista a la que, en secreto, podíamos oír por las tardes cuando se sentaba a practicar en alguna de las salas de música. Por lo general, yo no tenía nada en contra de resolver el rompecabezas que eran las traducciones de latín, pero al verme allí en medio del rumor soporífero de un compañero que salmodiaba su traducción de un pasaje de De bello Gallico, supe que había llegado el momento. Cuando sonó el timbre, me levanté, recogí mis libros y, sin revelarle a nadie mi decisión, dejé el aula para no volver nunca más. Tampoco volví la vista atrás, eso lo había aprendido de Hemingway.
Naturalmente, fue una decisión audaz y temeraria al mismo tiempo. ¿Qué iba a hacer yo en París? Apenas sabía nada de francés, no tenía dinero y sólo tenía la dirección de un músico de jazz al que no conocía. Era una idea absurda, y romántica a más no poder. La primera parte de la decisión era acertada, dejar el colegio. Pero el viaje a París carecía por completo de sentido. Ni siquiera tenía pasaporte.
Estuve un par de días pensando. Me colé en el tren a Gotemburgo y fui deambulando en medio del frío viento hasta la plaza de Götaplatsen, y luego de vuelta a la Estación Central. Antes de subirme en el tren de vuelta, debía haber tomado una decisión. París o nada. Costara lo que costara.
Lo último que hice antes de coger el tren en la estación fue entrar en una tienda de aparatos de radio de la calle Stampgatan y robar un transistor.
Aquella misma noche, le comuniqué a mi padre lo que había decidido. Se me quedó mirando como si me hubiera vuelto loco. Después de concluir mi entrecortada y, seguramente, dudosa explicación de por qué había dejado el instituto y me disponía a emprender el viaje a París, se quedó callado unos instantes. Luego me pidió que repitiera lo que acababa de decirle. Mi segunda versión resultó, según la recuerdo hoy, cincuenta años después, más breve si cabe.
—Ya. Y tú crees que te va a salir bien, ¿no? —dijo—. ¿Dónde vas a alojarte? ¿De qué vas a vivir? Nadie ha oído hablar nunca de un escritor de dieciséis años. ¿Sobre qué vas a escribir? ¿Cómo se llama el músico cuya dirección tienes?
—Göran Eriksson.
No dijo más. Pero aquella noche lo oí recorrer inquieto su cuarto. Me pregunté cómo podía nadie optar por ser padre voluntariamente.
Me hice con un pasaporte, compré un billete, vendí una colección de discos que tenía y algunos libros, lo reuní todo e hice la maleta. Una maleta que compré con el dinero que conseguí empeñando el transistor que había robado en Gotemburgo.
Todavía me remuerde la conciencia por aquel robo.
Yo tenía una novia que se llamaba Monika. Era rubia y llevaba flequillo. Y tenía los ojos muy bonitos, un tanto peligrosos. No le había dicho gran cosa de mis planes de futuro. Cuando dejé el instituto, le dije lo que pensaba hacer. A ella le pareció que no estaba en mis cabales y terminó conmigo. Pero luego, una vez que me hube instalado en la capital francesa, empezó a escribirme diciéndome que, naturalmente, estábamos juntos. Que pensaba venir para el verano. Quizá. Tener un novio en París tenía su encanto.
Mi cumpleaños es el 3 de febrero. Dos días antes, el 1 de febrero de 1965, el tren procedente de Copenhague y Hamburgo entró en el andén de la Estación del Norte. Durante el viaje fui charlando con una chica sueca que estaba leyendo a Blaise Pascal. Yo no sabía quién era, y la chica me prestó un libro. Lo leí sin comprenderlo. Llevaba una maleta negra medio vacía, con un par de zapatos, unas cuantas camisas y algo de ropa interior. En el bolsillo interior de la chaqueta tenía el pasaporte y doscientos francos que, en aquella época, equivalían a doscientas coronas. Tampoco entonces suponía mucho dinero. Además, lo peor fue que tenía un dolor de muelas horrible que empezó cuando el tren dejó atrás la frontera belga.
Permanecí sentado sin moverme hasta que el tren se paró por completo y me imaginé que estaba de nuevo en el banco del colegio. Luego me levanté y bajé del tren. A partir de aquel instante no volví a pensar en volver a clase.
En París hacía frío. La gente estaba helada, y yo también. Me senté en un café de la estación, pedí café y coñac, con la esperanza de que se me pasara el dolor. Pero no fue así.
Tenía una dirección en París. Un nombre, Göran Eriksson. Un músico de jazz sueco al que no había visto nunca. Vivía más o menos todo lo lejos que se podía vivir de la Estación del Norte, al final de la calle más larga de París, la calle de Vaugirard, delante mismo de la Puerta de Versalles. El taxista me miró con escepticismo y me pidió parte del pago por adelantado. Se lo di. El dolor de muelas era ya espantoso. Cuando llegué al edificio y la concièrge me dejó entrar a regañadientes, Göran me abrió la puerta con un clarinete en la mano. Como la cosa más natural del mundo, me ofreció un colchón. Aquella noche se me fue el dolor de muelas mientras dormía. Al día siguiente, cuando me desperté, tomé conciencia de que estaba en París.
Me quedé allí hasta después del verano. Más de medio año. Por las vías más extrañas conseguí un trabajo en negro en un taller no muy grande donde limpiaban y reparaban clarinetes y saxofones. Creo que todavía hoy sería capaz de desmontar un clarinete y luego volver a unir las piezas. Con los ojos cerrados.
Sobrevivir era siempre difícil. Göran no tenía dinero. Nos ayudábamos mutuamente. Pasaba gran parte de mi tiempo libre en clubes de jazz, Caveau de la Huchette, Le Tabou y otros. Comía en los sitios más baratos que encontraba.
Pero estaba en una universidad. Aprendí lo más importante de cuanto hay que saber: cuidar de uno mismo. Afrontar las decisiones que uno toma. Mientras viví en París, no me convertí en escritor. Tampoco era eso lo importante. Di el primer paso para convertirme en un hombre con conciencia. El gran paso que me permitía seguir adelante a partir del gran descubrimiento que hice delante de la Casa del Pueblo de Sveg.
Al final, hacia los últimos días del verano, sentí que mi estancia en París había terminado. Göran y yo nos dimos un apretón de manos. Luego volví a Suecia en autoestop. Mis antiguos compañeros de clase ya habían empezado el curso siguiente. Fui caminando hasta el edificio de ladrillo rojo del colegio, pero no entré, y pensé que nunca me arrepentiría de mi decisión.
Y así ha sido. Lo que mejor recuerdo del tiempo que pasé en París fue que comprendí lo que significaba estar en lo más bajo de la sociedad. En mi caso, trabajador sin contrato, con la ropa ajada, más de una vez hambriento. La gente identifica la pobreza sin problemas. Seguramente, por el miedo que les produce la idea de verse en esa situación.
Pero claro, yo sólo estaba de visita en ese mundo que Jack London describe en El talón de hierro. Yo siempre podía abandonar y volver a Suecia, retomar el instituto y estudiar latín hasta terminar el bachillerato.
Sin embargo, no fue eso lo que hice. Incluso una visita limitada y momentánea a lo más hondo implica enfrentarse a una de las principales decisiones de la vida: ¿qué tipo de sociedad quiere uno contribuir a formar?
Y esa pregunta ha marcado toda mi vida.