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Un encuentro ficticio en un parque de Viena, año 1913

En 1940 nació una de las artistas más extraordinarias de nuestro tiempo.

Pina Bausch. La coreógrafa que creó varias de las piezas de danza más singulares que conozco.

Llevaba el pelo negro recogido muy tirante alrededor de la cara. Era delgada, podía parecer frágil. Pero bajo ese aspecto se escondía una fuerza de la naturaleza.

Era hermosa de una forma indefinida. Al mismo tiempo, irradiaba rigor. Pero un rigor que ejercía sobre sí misma, sobre nadie más.

Lo más llamativo eran sus ojos, su mirada. Tenía un modo de mirar que no se olvidaba. Cuando murió en 2009, todo el mundo aludía precisamente a los ojos de Pina Bausch.

Miraba a las personas con una concentración absoluta. Engañaba tan poco a sus congéneres como a quienes elegían bailar en su teatro de Wuppertal.

A veces pienso que vivimos en el siglo de La consagración de la primavera.

En 2013 se cumplieron exactamente cien años desde que Stravinski, el bailarín Nizhinski y el director del Ballet Ruso Diáguilev estrenaron en París La consagración de la primavera.

La representación causó tal escándalo entre el público que Nizhinski, que estaba entre bambalinas a la espera de hacer su entrada, no podía oír la música. Tuvo que guiarse por los movimientos de los demás bailarines e ir contando compases para no entrar mal a bailar su parte.

Stravinski dejó la función hecho una furia antes de que terminara, en señal de protesta por el hecho de que el público ahogara su música con el griterío.

La consagración de la primavera cambió el arte y presentó en serio al ser humano el nuevo siglo: el siglo XX, con el estallido del industrialismo, los avances técnicos, los crecientes núcleos urbanos y la vulnerabilidad cada vez mayor del ser humano en un mundo económico brutal donde el individuo parecía reemplazable como nunca hasta ese momento.

En La consagración de la primavera estaban presentes todas aquellas novedades, captadas en la acuciante música de Stravinski, con sus giros paradójicos de la locura tonal a la calma y un silencio puro. La danza de Nizhinski y la coreografía eran totalmente rompedoras. El simple hecho de que los bailarines dieran la espalda al público de vez en cuando despertaba en él la furia y la repulsa. Era como si los artistas estuvieran insultando al respetable con ese modo de despreciar las formas de toda la vida.

Sesenta y dos años después, Pina Bausch y su ballet estrenaron su versión en el teatro de Wuppertal. Yo vi el espectáculo muchos años después de su estreno en 1975. Tan sólo al cabo de unos compases y tras unos escasos movimientos de los bailarines, comprendí que iba a presenciar algo extraordinario.

Y así sucedió. Fue como si en la versión de Pina Bausch viera claramente reflejado mi tiempo y el mundo en el que vivo. La soledad, la vulnerabilidad, la aceleración: allí estaba todo y, aun así, había en todo momento algo que lo equilibraba, la capacidad de los hombres de soportarlo y de resistir.

Aquella coreografía era un combate singular. Mientras veía la obra me sentí como si entrara a formar parte de un movimiento de resistencia de gente que se negaba a verse obligada a vivir en un mundo en el que se sacrifica a diario a las personas en el altar del absurdo.

Se las sacrifica por ser demasiado viejas o demasiado jóvenes, demasiado lentas o demasiado gordas, demasiado negras o demasiado feas. Aunque La consagración de la primavera es un relato pagano, la imagen que ofrece de nuestro tiempo y nuestra sociedad es cristalina.

Pina Bausch siempre se sintió insegura ante la palabra hablada, quizá también ante la palabra escrita. En la danza y el lenguaje corporal era capaz de crear una forma de expresión con la que se sentía segura.

Aquel año de 1913, el público de París condenó la música de Stravinski como «ruido». El compositor preguntó después con sarcasmo si los críticos podían señalar más exactamente en qué parte de la música habían detectado el ruido.

Naturalmente, no podían. Y la obra de Stravinski no tardó muchos años en cosechar grandes triunfos en diversos conciertos. La gente empezaba a comprender que su lenguaje musical pertenecía a un tiempo nuevo.

En la actualidad estamos a punto de entrar otra vez en un tiempo nuevo. En tan sólo cien años el mundo ha cambiado tanto que cuesta reconocerlo. Hemos emprendido una nueva carrera, del industrialismo a una época que, a falta de algo mejor, llamamos «la sociedad de la información».

Cuando La consagración de la primavera se estrenó en París, vivían en Viena dos hombres, uno era de Linz, el otro de Rusia. Podemos asegurar sin temor a equivocarnos que nunca se vieron cara a cara ni mantuvieron una conversación, aunque hay muchos indicios de que se cruzaron en uno de los parques del centro de Viena cerca del cual vivían, aunque cada uno en una orilla. El joven de Linz se llamaba Adolf Hitler. El otro, algo mayor, nacido en Rusia, se llamaría Stalin.

Hitler trataba de ganarse la vida pintando acuarelas que él mismo o alguno de sus amigos vendían luego como postales. Acudía a menudo a aquel parque, a inspirarse para sus dibujos.

Stalin había ido a Viena a estudiar la relación del marxismo con el concepto de Estado nacional. Era miembro del partido comunista que presidía otro emigrante ruso, Lenin, que se encontraba en el país vecino, Suiza.

En 1914 estalló la primera guerra mundial. Hitler había fracasado en sus aspiraciones a convertirse en artista y se relacionaba con círculos reaccionarios y antisemitas. Y no dudó en alistarse como voluntario en el ejército alemán. Lo hirieron, pero sobrevivió. Después de la guerra no volvió a Viena, sino que se asentó en Múnich.

Ni Stalin ni Hitler eran conscientes de que, en torno a 1913, acudían al mismo parque vienés quizá incluso a diario, durante mucho tiempo. Cabe la posibilidad de que Stalin viera a aquel hombre pobremente vestido que pintaba acuarelas de árboles, fuentes y edificios. Hitler, por su parte, quizá echó una ojeada al paseante ruso, que era robusto y achaparrado, y que fumaba sin cesar cigarrillos rusos.

Cuando estalló la segunda guerra mundial, alcanzaron un pacto que Hitler rompió tres años después.

Esos dos hombres pasaron a la historia como responsables de la muerte de millones de personas.

Lejos quedan los paseos y las acuarelas.

La música de Stravinski y la extraordinaria coreografía de Pina Bausch cuentan la historia de una época de guerras y, al mismo tiempo, de la capacidad humana para ofrecer una resistencia demoledora.

Hitler y Stalin ocuparán siempre en la memoria colectiva del horror un lugar destacado. Nada podemos hacer para evitarlo.

Los tiranos tienen una sorprendente capacidad para vivir en el recuerdo por lo menos tanto como las que podríamos llamar «buenas personas».

Pero no sé si creer que Pina Bausch y su arte habrán sobrevivido dentro de quinientos años, o si habrán caído en ese olvido inmenso que todo lo abarca.

Yo vivo en la era de Stravinski, y aunque él ya lleve muerto mucho tiempo su música sigue viva. Del mismo modo que Pina Bausch y sus bailarines siguen moviéndose de ese modo fascinante y sensual.

Aunque también Pina Bausch está muerta.

Y pienso: ¿le preocupaban las mismas cosas que a mí? ¿Le preocupaba que la muerte dure tanto tiempo, o pensaba que era algo que, después de todo, no era capaz de expresar? Y quizá por eso no pensó qué la aguardaría cuando el corazón dejara de latir.