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Dientes fosforescentes

Me regalaron mi primer reloj con manecillas fosforescentes hacia finales de la década de 1950. Todavía lo recuerdo como una experiencia mágica y extraordinaria.

Puedo recordar el resplandor de color verde la primera vez que lo vi encerrado en un armario oscuro.

En 1895, el físico alemán Wilhelm Röntgen descubrió que algunos rayos podían atravesar diversos materiales, pero quedaban grabados en planchas fotográficas. Hoy en día sabemos la importancia que ese descubrimiento tuvo y aún tiene para la medicina. Una simple rotura de la muñeca o una fractura de la tibia pueden analizarse hoy con detalle gracias a unas radiografías y curarse con las medidas adecuadas. Con los rayos X también pueden localizarse manchas difíciles de detectar en los pulmones de una persona. Pero los rayos X no sólo desvelan enfermedades, también son fundamentales a la hora de curar enfermedades tumorales, puesto que la radiación puede dirigirse de modo que ataque precisamente las células enfermas.

Lo que no se sabía era que la radiación tenía otra cara, una cara terrible. Hoy podemos decir que los pioneros no fueron lo bastante precavidos antes de saber si el descubrimiento no tendría algún lado sombrío de carácter adverso. Y fueron muchos los que se vieron afectados al no tener ni idea de lo que implicaba la exposición a aquella radiación invisible.

En 1915, un americano descubrió un color fosforescente que llamó «antioscuro». Se llamaba Sabin Arnold von Sochocky y no tenía ninguna pretensión científica. Quería ganar dinero. En la empresa que creó, sus empleados —por lo general chicas, a menudo de no más de doce años, sin formación, en muchos casos analfabetas— pintaban de ese color fosforescente las manecillas de los relojes o crucifijos para que pudieran verse en la oscuridad. Para que los pinceles fueran lo bastante finos, los prensaban entre los labios.

A veces, para divertirse, se pintaban los dientes y las uñas. Luego entraban en una habitación oscura para ver cómo brillaban.

Naturalmente, nadie les había advertido que la radiactividad podía ser peligrosa. Además, la revista médica Röntgen, que se publicó en Estados Unidos en 1916, declaraba que «los rayos X no tenían ningún tipo de efectos secundarios nocivos. Los rayos X son para las personas lo que la luz del sol para las plantas».

Durante la primera guerra mundial, aumentó el interés y la necesidad de que distintos instrumentos brillaran en la oscuridad. Varios años después del final de la guerra en 1918, se calcula que en Estados Unidos había alrededor de dos mil empleados a jornada completa que trabajaban con esa pintura.

Pero algunos de los que llevaban ya unos años trabajando con ella habían empezado a morir. Las enfermedades variaban.

Nadie decía la verdad. Un dentista llamado Theodore Blum sí informó de que uno de sus pacientes tenía la mandíbula corrompida, y que sospechaba que se debía a que el paciente en cuestión trabajaba pintando relojes con pintura fosforescente, y que ésa era la causa de la lesión. El paciente murió poco después. Pero no pasó nada. Los relojes con las manecillas fosforescentes siguieron con su tictac.

Tuvo que llegar el año 1925 para que las declaraciones de lo peligroso que era trabajar con rayos X atravesaran la compacta muralla de silencio que se había levantado en torno al tema. Y fue precisamente Von Sochocky, quien creara en su día la empresa de pintura fosforescente, el que con más vehemencia advirtió de todas las consecuencias que podían sufrir quienes la utilizaban. Para entonces, había abandonado la empresa. Y, a aquellas alturas, él tenía en el aliento más radiactividad que quienes trabajaban en la que fue su compañía.

Una investigación desveló la terrible realidad. Las jóvenes fueron entrando una tras otra en una habitación oscura. Allí constataron los médicos que las muchachas eran prácticamente fosforescentes. La cara, los brazos, las piernas y la ropa: todo brillaba con aquel color intenso.

Además, casi todas estaban enfermas. Los hemogramas revelaban que estaban intoxicadas por la radiactividad a la que habían estado expuestas.

La verdad que descubrieron era muy sencilla: quienes creían que la radiación radiactiva pasaba a través del cuerpo sin más se habían equivocado. Permanecía en el esqueleto y, al final, si las dosis eran demasiado altas y continuadas, la persona que las recibía terminaba sufriendo cáncer y teniendo una muerte dolorosa.

Asimismo, averiguaron que también quienes examinaban a las personas que habían estado trabajando con las pinturas radiactivas se exponían a grandes riesgos. El químico Edwin Lehman, que trabajó con la radiactividad, estaba sano y murió al mes siguiente. Contrajo una enfermedad fulminante que le afectó a la sangre y acabó con él en tan sólo unas semanas.

En 1927, cinco trabajadoras de una fábrica que habían enfermado denunciaron a la empresa para la que trabajaban. La empresa que Von Sochocky había fundado y que tantos esfuerzos estaba haciendo por desmantelar.

Existen muchas pruebas de la gran desesperación y el sentimiento de culpa que experimentó cuando supo el precio que sus jóvenes empleadas habían tenido que pagar.

Los periódicos llamaron a las afectadas «Las cinco condenadas a muerte». Pedían una compensación por las lesiones y el sufrimiento que padecían. A una de ellas le habían operado la mandíbula veinte veces y tenía la parte inferior del cuerpo paralizada desde la cintura. La llevaron a la sala de vistas en una camilla, junto con las otras dos que no podían mantenerse en pie. Una de ellas ni siquiera pudo levantar la mano para hacer el juramento antes de prestar testimonio.

Las cinco mujeres perdieron el primer juicio. Los abogados de la empresa lograron hacer valer la idea de que las lesiones eran tan antiguas que la posibilidad de exigir daños y perjuicios había prescrito. Pero las mujeres no se rindieron, a pesar de que cada vez estaban más enfermas. Varias de ellas llegaron ya moribundas a la sala de vistas.

Pero contaban con el apoyo de muchas personas que estaban indignadas con todo el sufrimiento que habían tenido que soportar. Marie Curie, que había descubierto los principios básicos de los rayos X, dejó un mensaje extraño: recomendaba a los enfermos ingerir hígado de ternera.

Ella murió al cabo de unos años a causa de una hemopatía que contrajo como consecuencia de la exposición continuada a la radiactividad.

Muchos años después, cuando dos de las mujeres que pertenecieron al grupo de «Las cinco condenadas a muerte» ya habían fallecido, un mediador logró poner fin a aquella larga lucha. A cada una de las mujeres le asignaron una mínima parte de la suma reclamada. Pero ya no tenían fuerzas para seguir. Mucho después, descubrieron que también las tumbas eran radiactivas. Los contadores Geiger detectaban radiactividad entre las cruces y las lápidas.

Seis meses después murió Von Sochocky a consecuencia de la contaminación radiactiva. Se le habían podrido las manos, la boca y las mandíbulas a causa del cáncer. Pero nunca dejó de luchar para conseguir que los afectados recibieran una indemnización y que las condiciones laborales de quienes trabajaban con pinturas radiactivas cambiaran radicalmente y tuvieran un buen equipo de protección.

Y esto condujo a que quienes más adelante trabajaron en el Proyecto Manhattan en la construcción de la bomba atómica pudieran confiar en que el equipo los protegía para que no enfermasen igual que las trabajadoras de la fábrica.

Ninguno de los ingenieros, los físicos o los técnicos que crearon la bomba atómica que luego lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki se arriesgó a que se le pudrieran las mandíbulas.

Del mismo modo podemos hablar de las lesiones y el sufrimiento que acarreó el asbesto. El mundo occidental sigue exportando buques para desguazarlos en la India, por ejemplo. Buques llenos de asbesto. Y los trabajadores que se encargan de ello no suelen tener acceso ni siquiera a una simple máscara. Muchos de ellos mueren de asbestosis.

Las fibras microscópicas que libera el asbesto entran en los pulmones y al final se extienden formando una gruesa capa que impide que los trabajadores puedan respirar con normalidad. Muchos de los afectados aseguran que se sienten como si se estuvieran asfixiando muy despacio. Un trabajador de la mina australiana de Wittenoom decía que era como si «le llenaran los pulmones de cemento líquido».

Ocurre una y otra vez, y ocurrirá siempre. El hombre pone en marcha nuevos proyectos sin tratar de hallar la cara oscura que puedan ocultar.

El riesgo existe siempre. Y cuando se presenta, puede desencadenarse una catástrofe desproporcionada.

Las jóvenes de la fábrica que se pintaban los dientes y las uñas con pintura fosforescente y se reían con la ocurrencia fueron sacrificadas en el altar de nuestra siempre escasa paciencia.

Es facilísimo correr riesgos cuando está en juego la vida de los demás.