57
Catástrofe en una autopista alemana
A mediados de la década de 1980 fui en coche a lo que por entonces se llamaba Yugoslavia. Fue unas semanas antes del solsticio de verano. Una mañana, muy temprano, subí a bordo de un transbordador entre Limhamn y Dragör. En aquella época tenía un coche muy viejo.
No me encontraba en un buen momento de mi vida. Era director de teatro y, demasiado tarde, había comprendido que era tan ingenuo como temerario pensar que podría compaginar la dirección con la escritura de novelas y obras dramáticas. Por si fuera poco, aquel año se había caracterizado por continuos conflictos de personal en el teatro, que me condujeron a tomar decisiones necesarias aunque desagradables. Y allí iba, huyendo prácticamente en el coche rumbo al sur. Conduje sin parar. Ya entrada la noche, llegué cerca de Hannover. Pensé seguir hasta que no pudiera más y luego dormir en la parte trasera del coche, donde había levantado el asiento para poder colocar un colchón.
La sensación de huida disminuía a medida que iba dejando kilómetros a mis espaldas. Como el viejo Citroën no tenía muchos caballos, me adelantaban continuamente. Pero ya no tenía prisa. Pronto llegaría a la frontera yugoslava. Y no sabía qué iba a ocurrir después. Se me había pasado por la cabeza ir a la isla de Krk y quedarme allí hasta que tuviera que volver al norte. Entonces decidiría cómo afrontar el nuevo año que me esperaba en la dirección del teatro. No quería que se repitiera lo que había vivido los últimos meses. Había cometido todos los errores posibles.
Al sur de Hannover, ya por la tarde, empecé a sentir un gran alivio. Tenía ante mí como mínimo treinta días en los que nadie llamaría a la puerta de mi despacho para plantarme los problemas encima de la mesa. Ni actores iracundos que se hubieran enzarzado en alguna discusión con un director de escena, ni ningún representante sindical que protestara por la nueva normativa de los cupones para el almuerzo. De repente, era fácil pensar. Recordé un aforismo que había leído en una ocasión: «No te tomes la vida demasiado en serio. De todos modos, no saldrás vivo de ella».
Un autobús me adelantó por la autovía. Eché una ojeada rápida y comprobé que estaba lleno de jóvenes. Quizá de una escuela o un equipo deportivo. El autobús se puso delante de mí. Tenía abierta la ventanilla del techo. De repente, vi a un muchacho adolescente que asomaba la cabeza y sacaba el tronco. Me saludaba con la mano. Sonreí, pero no recuerdo si le devolví el saludo. Trepó un poco más arriba. No había ningún riesgo de que se cayera, aún tenía los muslos dentro del autobús.
En ningún momento miró hacia delante. Nadie dentro del autobús, ni el conductor ni ninguno de los otros chicos se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir. Cuando sucedió la catástrofe, ya era demasiado tarde.
Era un viaducto de poca altura. El autobús podía pasar por debajo sin problemas, pero nadie se imaginó que un chico sin camiseta iba a asomarse por la ventanilla del techo. Cuando el borde de cemento del viaducto le dio en la cabeza, justo por el cuello, se la reventó. Los huesos, la piel y el cerebro destrozado volaron por los aires y fueron a estamparse contra la luna delantera de mi coche. Yo no iba a mucha velocidad, de modo que pude frenar y apartarme en el arcén, a pesar de que la luna estaba prácticamente cubierta de aquella masa. El autobús se echó también a un lado de la carretera, los frenos chirriaron al frenar. La mayoría no sabía lo que había ocurrido. Enseguida me di cuenta de que yo era el único que había visto cómo había muerto aquel joven.
De la ventanilla colgaba aún el cuerpo seccionado. Recuerdo que tenía la mano en la palanca del limpiaparabrisas cuando de pronto me detuve. Me quedé de piedra. Estaba totalmente conmocionado, se me salía el corazón por la boca. Empecé a llorar. Lo que acababa de ver era incomprensible, pero del todo cierto. Lo que más doloroso me pareció fue que, seguramente, el chico en ningún momento tuvo conciencia de lo que iba a suceder. No ya porque así habría podido bajar la cabeza, sino porque no fue consciente de que su vida llegaba a su fin. Murió sin saberlo.
Las ambulancias y la policía llegaron al mismo tiempo que los bomberos. Entonces salí del coche y llamé a un policía. El hombre se sobresaltó al comprender qué era lo que cubría el parabrisas de mi coche. En un alemán rudimentario pero suficiente le conté lo que había visto. El hombre lo anotó en un cuaderno y luego llamó a un técnico de la Científica que acababa de llegar y que recogió parte de lo que había en el cristal con un tubo de plástico. Luego me indicó con un gesto que podía limpiar el parabrisas.
Continué el viaje y no paré hasta que dieron las cuatro de la madrugada. Para entonces había recorrido muchos más kilómetros hacia el sur. Entré en una de las muchas Raststätte, esas áreas de descanso que flanquean las autopistas alemanas y que tanto se parecen entre sí. Aparqué el coche entre dos camiones cuyas cortinas estaban echadas y de los que salían unos ronquidos discretos, y me acomodé en la parte trasera del coche. El rumor de la autopista se sobreponía a todos los demás ruidos. Dos personas pasaron delante del coche. Una de ellas soltó una risotada, a saber por qué.
Poco a poco me fue venciendo el sueño. Y sólo entonces desapareció la imagen del chico que se asomó a la ventanilla del techo del autobús.
Llegué a Krk, encontré un hotel barato donde las cucarachas huían apresuradamente cada vez que encendía la luz del cuarto de baño. Me quedé allí todo el verano. No era capaz de seguir viajando en busca de algo que ni sabía qué era. Fue un periodo de desasosiego. Me lo pasé ejerciendo la autocrítica, pero conseguí el propósito de tomar una decisión sobre cómo afrontar mi papel de director general del teatro el año siguiente. Después sólo me quedaría otro año para que todo terminase. A finales de julio, cuando dejé Krk y emprendí el regreso al norte, lo hice en un estado que, supuse, podía describirse como «tener ganas de pelea».
El segundo año fue mucho mejor que el primero. Continué otro largo año más, hasta que pude dejar el cargo en manos de un sustituto. Para entonces, y con gran sorpresa por mi parte, me habían pedido con insistencia que me quedara y, además, me habían ofrecido la dirección de otros teatros. Naturalmente, rechacé las ofertas. Lo único que me interesaba era empezar a escribir cuanto antes, después de aquella interrupción involuntaria que había durado más de tres años.
El contrato vencía el último día del mes de junio. Ese año no busqué refugio fuera del país. Además, vendí el coche. A pesar de que el teatro estaría cerrado todo el verano, emprendí el viaje desde mi casa en Escania hasta la norteña Växjö la noche en que debía dejar el puesto formalmente. Pero antes, aquella misma noche estival, abrí la puerta de mi despacho y me senté. Lo había recogido todo y había desechado aquello que ya no servía. El escritorio de color negro estaba vacío. Lo único que había era una carta que le había escrito a mi sucesora. Le deseaba suerte y le recordaba aquella regla no escrita según la cual el mejor día en el trabajo de director general de un teatro es el primero. A partir de ahí, siempre hay alguien insatisfecho. Y si uno es consciente de ello, le resulta más fácil protegerse de los golpes que recibirá a todas horas.
Dejé un benjamín de champagne al lado de la carta. Luego me quedé en la penumbra de la noche, observando mi reloj de pulsera. Exactamente a medianoche se habría terminado mi contrato. No lo sentía como una liberación, como salir de una cárcel. Tan mal no me había ido, sobre todo en la segunda etapa. El teatro había recibido incluso un premio por una de las representaciones. Aquel viaje al despacho vacío me pareció de pronto un tanto ridículo. Pero allí estaba, esperando a que el reloj diera la medianoche.
Entonces me acordé de pronto del chico que murió decapitado en el techo del autobús. Apenas había pensado en él desde que volví de Krk. Pero ahora volvía a recordarlo saludándome alegremente durante sus últimos segundos de vida. ¿Por qué me acordaba de él justo en aquel momento? Me resultaba incomprensible. Pero cuando dieron las doce de la noche, él era el único cuya sombra me acompañaba allí.
No sentí nada cuando todo hubo pasado. Ni alivio, ni liberación ni alegría ante el futuro. Era como si tuviera que empezar de nuevo desde el principio. De repente, dudaba de mi capacidad para volver a escribir. Tal vez la hubiera perdido mientras trabajaba como director de teatro.
Al final me levanté, apagué la luz, cerré con llave y metí las llaves por la ranura del correo. Era como si hubiera encerrado el recuerdo del chico del autobús en aquel despacho vacío.
Me senté en el coche que había alquilado y me fui de allí. No volví la vista atrás, como suele decirse en las rupturas definitivas.
Muchos años más tarde, como un mes después de haber recibido la noticia de que padecía un cáncer grave y, seguramente, incurable, me llegó por correo un sobre abultado. En el remitente sólo constaban unas iniciales que me resultaban desconocidas y el sello de Estocolmo, sin apartado de correos, ni el nombre de la calle ni el código postal.
En el sobre había un puñado de cartas dirigidas a Henning Mankell. Pero no eran para mí. Databan de 1899, 1900 y 1901, once en total. Se las habían enviado a mi abuelo y tocayo Henning Mankell, que, en 1899, tenía treinta años. Él vivía por entonces en la calle de Cardellgatan, en Estocolmo, y unos años después, en 1905, se casó con Agnes Lindblom y se mudó a Floragatan, donde vivió hasta su muerte en 1930.
Leí las cartas, todas ellas firmadas por un tal Harald, siempre sin apellido. Supe que vivía en Upsala, en cuya universidad estudiaba. Y que tenía unos veinte años. Es decir, se llevaban diez años. Pero de las cartas no se deducía cuál era la naturaleza de su relación.
Eran unas misivas extrañas. Apenas había información cotidiana ni preguntas acerca de la salud ni saludos a amigos comunes… Harald le escribía a Henning para hablarle de su angustia existencial, de sus dificultades para encontrarle sentido a la vida y de sus reflexiones constantes sobre diversas cuestiones morales. Se refería repetidamente al deseo sexual sin rastro de amor que le provocaban ciertas mujeres. A menudo, las cartas finalizaban en mitad de un razonamiento, y la siguiente carta empezaba con las mismas preguntas.
De las cartas de Harald era imposible deducir lo que pudo haberle respondido Henning. Podían leerse todas seguidas como un monólogo. Un joven que estudiaba no se sabía qué en la Universidad de Upsala, que salía por las noches con sus amigos a beber ponche en el bar. Luego se cansaba de la vulgaridad de las conversaciones de sus amigos y se iba a casa a escribirle cartas a Henning.
Las leí todas y las guardé. Mi abuelo Henning murió dieciocho años antes de que naciera yo. Hoy no existe nadie que pueda decirme quién era aquel Harald. No figuraba el apellido, ni había ninguna fotografía. Tan sólo aquellas cartas que un desconocido me hizo llegar.
Comprobé con asombro que, durante la lectura de las cartas que el remitente anónimo había dejado en el buzón, no dediqué un solo pensamiento al cáncer. Descubrí que en Harald, en buena parte de sus reflexiones, podía reconocerme a mí mismo. Eran reflexiones que yo me hacía cuando tenía su edad.
Enseguida pensé también en el chico del autobús, que moría una y otra vez en mis recuerdos; aquel último saludo que culminó en una gran catástrofe. Debió de escaparse del despacho del teatro donde creía haberlo dejado encerrado para siempre. De pronto comprendí que también me reconocía a mí mismo en él. La inquietud de Harald y la sonrisa del chico muerto son parte de mí. O quizá debería decir que yo soy parte de ellos. Uno no se ve a sí mismo en otros. Nos vemos a nosotros mismos en todos los demás.
Cuando escribo estas líneas nos encontramos a finales de mayo. Ya quedan lejos aquellos días terribles de enero y de febrero en que partía todas las mañanas, muy temprano, en dirección al hospital Sahlgrenska, para someterme a pruebas de todo tipo antes de que me aplicaran la quimioterapia. La primera fase del tratamiento ha terminado. Me he librado bastante bien de los efectos secundarios. Nada de náuseas; cansancio, sí, pero no paralizante. Sólo he perdido unos kilos. En dos ocasiones me han tenido que hacer una transfusión, pero el sistema inmune no ha flaqueado en ningún momento.
Ahora me administran una dosis menor de quimioterapia cada tres semanas. La visita al hospital no dura ni una hora. De cómo se comporten los tumores dependerá el tiempo que deba continuar con el tratamiento. Si siguen disminuyendo o al menos dejan de crecer, puede durar meses e incluso años.
Mientras escribo esto, recuerdo de pronto una fotografía. Me paso un buen rato buscando en álbumes y cajas de cartón hasta que encuentro lo que busco. Es una fotografía en blanco y negro del cuarto curso de primaria de la escuela de Sveg. De 1957. Yo estoy en el centro de la última fila y tengo un aspecto muy serio.
Abajo, en la esquina derecha, hay tres niños sentados. El hecho de que se encuentren juntos es del todo fortuito. No eran amigos ni compartían el tiempo libre después del colegio. Simplemente, les tocó sentarse así.
Hoy están muertos los tres. Uno de ellos se mató, según me contaron, bebiendo etanol los últimos días de su vida. El otro se pegó un tiro hace unos años, se disparó en la cara con una escopeta de perdigones. El tercero murió de una enfermedad, no sé cuál.
Pero, mientras posaban ante el fotógrafo, ninguno de los tres sabía que serían los primeros de la clase en morir. En la instantánea no hay nada que lo desvele.
Y también en ellos me reconozco. Llevo en mi interior a vivos y muertos, y supongo que, de la misma manera, yo también existo dentro de otros que se reconocen en mí.
O que se reconocieron en mí, al menos mientras vivieron.