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Hagar Qim

Es un templo que construyeron antes de que naciera yo. Es un templo que seguirá en pie cuando me muera.

Desde muy joven, decidí que tenía que visitar dos islas del Mediterráneo. Mientras me aburría en clase, miraba el atlas y me fijaba en Creta y Malta. Claro que había oído hablar de Cnosos y de los delfines que había representados en las paredes de las ruinas del palacio. Pero, por aquel entonces, Malta no era para mí más que un nombre.

Aun así, quería ir allí, sin saber muy bien qué me atraía. Tendría unos treinta años cuando, un invierno, cogí un tren a Atenas y luego el barco a Creta. Estuve un mes en Heraclión, estudiando historia, pues no creía conocerla bien. Hacía un invierno húmedo y frío. Me dedicaba a leer y a dar paseos, comía en restaurantes modestos e iba al cine de vez en cuando.

Lo de Malta fue distinto. La visité por primera vez en 2012. Hacía un calor africano. Una pared muda de implacable luz solar. Y cuando llegué, supe al fin el porqué de mi deseo.

En la costa sudoeste de la isla de Malta se alza lo que seguramente es una de las construcciones arquitectónicas más antiguas del mundo que aún siguen en pie. En una meseta con vistas al mar se yergue el templo llamado Hagar Qim, que significa precisamente «piedras levantadas». En realidad, se trata de varios edificios que se han ido uniendo unos a otros durante un larguísimo periodo de tiempo. En todo caso, se ha podido confirmar que los más antiguos tienen entre cinco mil y seis mil años. Más o menos por aquel entonces, o tal vez un poco antes, habitaban la isla campesinos que llegaron a sus costas en barco desde Sicilia. Estamos hablando del Neolítico.

El templo que hoy podemos contemplar como uno de los más antiguos que existen, aún no reducido a fragmentos o ruinas y construido por la mano del hombre, está ejecutado con una habilidad sorprendente. Es admirable contemplar la precisión con la que unieron bloques de piedra gigantescos.

De los hombres que construyeron el templo apenas sabemos algo más de lo que he mencionado, que eran agricultores y que llegaron a esta isla, a la sazón deshabitada, como colonizadores. En diversas excavaciones arqueológicas han encontrado restos de herramientas primitivas, pero nada que indique que dispusieran de organización o equipamiento militar. Llegaron allí con intenciones pacíficas, no bélicas.

Ignoramos a quién o a qué rogaban en el templo. No hay inscripciones ni leyenda alguna de quiénes eran sus dioses. Sabemos que ofrecían sacrificios de animales por los restos óseos encontrados. Pero la religión que practicaban es un enigma. Sus dioses guardan un silencio eterno.

Lo que queda es ese edificio imponente que levantaron, como un monumento del recuerdo. Debió de costarles un esfuerzo inconmensurable. Debieron de contar con arquitectos, con personas que planificaron las obras y, sobre todo, con obreros. Podemos asegurar que, en realidad, nunca terminaron el templo, sino que lo fueron reformando continuamente embelleciéndolo, aumentando su esplendor. Puede que la práctica de su religión fuera sencillamente la construcción del templo. Un culto sin palabras cuya única expresión era picar la piedra, arrastrarla, levantarla y ensamblarla. Quién sabe.

Muchos cientos de años después de la llegada de aquellos inmigrantes de Sicilia arribaron a Malta otros grupos colonizadores. También ellos llegaron con intenciones pacíficas y se fundieron con los primeros habitantes. Pero más adelante se presentaron otros más belicosos que, con el poder de las armas, conquistaron la isla y se adueñaron del templo. Nuevos símbolos y nuevos dioses serían objeto de culto a lo largo de los siglos. Al igual que en tantos otros lugares en la historia, derribaron a los dioses de sus capillas y los sustituyeron por otros.

Seis mil años es mucho tiempo, cualquiera que sea el término de la comparación. Si calculamos en treinta años la duración de una generación humana, ese amplio espacio de tiempo equivale nada menos que a doscientas generaciones.

El complejo religioso de Hagar Qim se construyó como mínimo mil años antes de que levantaran la pirámide de Keops. Los templos de los aztecas o de los mayas son más recientes todavía. Las imponentes catedrales que los maestros construyeron en Europa tienen menos de mil años; desde esa perspectiva temporal son como adolescentes.

Hagar Qim se alza allí como un monolito solitario e invita a la misma veneración que una persona de edad muy avanzada. El templo desvela una verdad tan inesperada como decisiva para lo que trato de decir: aunque es una época remota, seis mil años constituyen un periodo de tiempo de una brevedad sorprendente si lo comparamos con el hecho de que hoy estemos buscando soluciones para construir un edificio que encierre nuestros residuos nucleares durante cien mil años, como mínimo. La diferencia es demoledora, casi noventa y cinco mil años. Nada de lo que haya creado el hombre se acerca siquiera a la tarea que tenemos por delante.

Hoy podemos subir a un avión y, unas horas después, aterrizar en el aeropuerto de La Valeta. Luego, un coche nos lleva hacia el sur por carreteras sinuosas. Y allí nos espera el templo. Las columnas contemplan mudas las aguas del mar, como vigías invisibles que otearan el horizonte en busca de los nuevos colonos que puedan llegar surcando el mar.

Hagar Qim es, desde luego, un edificio antiquísimo. Pero hay pinturas rupestres y esculturas talladas en marfil que se ha calculado que tienen cuarenta mil años. Naturalmente, tanto las pinturas rupestres como Hagar Qim muestran la capacidad de creación artística del ser humano.

Pero nada preexistía ya preparado desde el principio en el mundo espiritual del hombre. Todo se ha desarrollado.

Y eso es lo que nos dice la escultura del hombre león hallada en Alemania unos días antes de que estallara la guerra en septiembre de 1939.