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Las cuevas
Hay una ilustración de un libro que recuerdo a la perfección, a pesar de que han pasado más de cincuenta años desde la primera vez que la vi. Figura en el que fue mi ejemplar de La isla misteriosa, de Julio Verne. Un benefactor desconocido presta auxilio a los náufragos, ingenieros y ayudantes, cuando más lo necesitan. Entre otras cosas, les ha ofrecido quinina, pues uno de ellos ha contraído la malaria.
Al final, consiguen averiguar dónde se esconde el hombre misterioso que les está prestando ayuda. Bajan a una cueva donde el capitán Nemo aguarda la muerte en el Nautilus. Está a punto de hundir la nave y de convertirla en un sarcófago.
Lo que se me ha grabado en la memoria es, sobre todo, la ilustración de la cueva.
Una de las mayores aventuras que podía correr cuando yo era niño consistía en encontrar cuevas todavía sin descubrir. Empecé después de haber leído la historia del submarino del capitán Nemo. Claro que, en Härjedalen, las posibilidades de encontrar una cueva eran muy escasas. Allí donde el hielo había cubierto la tierra yacían diseminadas piedras pulverizadas, arenilla y bloques rocosos aislados. Extensiones de tierra interminables aparecían cubiertas de bosque y páramo. La naturaleza de la roca no era tal que permitiera pensar que las cuevas se hubieran formado en tiempos pretéritos. Pero la búsqueda de entradas ocultas a secretos espacios subterráneos, en lugares donde unos ríos misteriosos hubieran vaciado la roca discurriendo silenciosamente a muchos metros bajo mis pies, no dejaba de resultarme atractiva. Nunca se sabe. La naturaleza puede ser caprichosa. Al menos, eso creía yo de niño.
A veces se me antoja que todavía, en lo más hondo de mi ser, sigo buscando cuevas. Que es un impulso y un motor que nunca me abandonará. Pero quizá ya no significaría tanto si encontrara la grieta o la entrada a una antigua zorrera que, en realidad, fuera el acceso oculto a un sistema de cuevas gigante que estaba por descubrir. Lo más importante reside en la atracción, en la búsqueda misma.
Unos años después de que yo naciera, en 1950, unos niños encontraron una abertura en la cueva de Lummelunda, en la isla de Gotland. La existencia de la cueva era de sobra conocida, y se había podido examinar un breve tramo del interior. Pero, en términos generales, estaba sin explorar. Örjan Håkansson, Percy Nilsson y Lars Olsson, así se llamaban los tres chicos, estaban convencidos de que detrás de la abertura había otro sistema de cuevas aún mayor. De repente, se desprendió un peñasco. Detrás quedó al descubierto una entrada. Ahora sí podían empezar a explorar la cueva a fondo. Los chicos debieron de saltar de alegría ante aquel descubrimiento. ¡Les envidio sin paliativos ese instante!
En la actualidad, ese paso se llama «El pasadizo de los niños». Y hay muchos pasadizos de niños, o de niñas. Se descubren nuevas grutas sin cesar, generalmente por casualidad. Y ello a pesar de que hoy por hoy los espeleólogos pueden predecir dónde hay más posibilidades de descubrir grutas hasta ahora ocultas, o al menos desconocidas en época histórica. Las cuevas y cavernas que hay en las rocas nunca surgen por casualidad. Siempre existe una razón, aunque pueda variar y ser escurridiza y difícil de captar.
Los hombres siempre han buscado las cavernas para protegerse de las inclemencias del tiempo y de las fieras. Y también los animales se han refugiado en las cuevas, para mantener a raya a los cazadores, entre otras cosas.
Es en el interior de las cavernas donde encontramos la expresión más antigua del ansia humana de dejar tras de sí una huella artística.
Y es precisamente en el interior de una de esas cuevas, la de Chauvet, en el sur de Francia, donde descubrimos la firma de aquél a quien, sin reservas, podemos llamar el primer artista identificado de la larga historia de la humanidad. Decoró una gran cantidad de paredes de las cuevas con imágenes de animales. Sabemos que fue un hombre porque la firma desvela su sexo. No está caligrafiada, dado que hace 30.000 años no había ni alfabeto ni lengua escrita.
Su firma es una serie de huellas de unas manos fuertes entre los animales. Más o menos igual que se toman hoy las huellas dactilares, se ha salpicado las manos con pigmento (de los mismos colores que ha utilizado para pintar los animales). Luego ha presionado la pared de la cueva con las palmas. Pero son muchos los pintores de cuevas que han dejado sus manos impresas en las paredes rocosas. Nuestro artista no es el único. Lo que lo hace singular y, por tanto, le otorga una identidad diferenciada es uno de los dedos.
Lo tiene torcido. No sabemos si se trata de una lesión o si es congénito. Pero, según los médicos, es muy difícil que un niño nazca con una lesión ósea que le deforme sólo un dedo. Es decir, lo más probable es que se haya causado —o le hayan causado— esa lesión de niño o de adulto.
Lo más fascinante de este primer artista identificable es que esa mano suya lesionada aparece en varias cuevas. Es verdad que todas se encuentran en la misma zona de Francia, pero, aun así, eso puede indicar que se trataba de un pintor de cuevas ambulante cuyos servicios utilizaron varios grupos que compartían el territorio pacíficamente. Al ver los animales que pintó comprendemos que poseía un gran talento. El dedo torcido no le impedía representar a los animales con gran fidelidad. Sobre todo, tenía la capacidad de plasmar sus movimientos. Uno tiene la sensación de que los animales están a punto de desprenderse de la roca y salir corriendo. Los movimientos de esos animales, la lucha de esos seres cuadrúpedos por huir o vencer a los bípedos era un rasgo fundamental de su arte, de eso no cabe duda.
Quién era aquel artista del dedo torcido es algo que jamás podremos saber, naturalmente. Perteneció a una de las oleadas de inmigración más antiguas, aunque, desde luego, no la primera que llegó del continente africano. Tampoco podemos pronunciarnos sobre el papel que desempeñaba en el grupo de cien o ciento cincuenta personas al que pertenecía. Pero puesto que le permitieron dibujar en las paredes de las cuevas, sí podemos aventurar la fundada sospecha de que ellos veían lo mismo que nosotros: a un hombre que era capaz de captar la vida y reproducirla de un modo verosímil.
¿Era joven o viejo? ¿Tenía algún ayudante? ¿Quién le preparaba las pinturas? ¿Tenía pareja? ¿Vivía con una mujer o era polígamo? ¿Tenía hijos? ¿Tenía alguna otra ocupación aparte de la de pintar las paredes de las cuevas? ¿Cazaba con el resto del grupo o lo proveían de comida de todos modos? ¿Sabía tallar también el marfil o era sólo pintor?
¿Tenía nombre? ¿Alguno de ellos tenía nombre?
No lo sabemos. Del mismo modo en que se han conservado enteras las huellas de los pies de quienes pisaron las cenizas aún calientes después de la erupción del volcán en el valle del Rift, existe la impresión de esas manos, con ese dedo torcido. Quién era, cómo vivió y cómo murió es algo que ningún arqueólogo puede averiguar. Pero me figuro que nadie lo obligaba a representar a aquellos animales en las cuevas. Si había alguna obligación, existía sólo en su interior. Y, en el grupo en el que vivía, la idea de que las pinturas podían ser un conjuro para mejorar su buena suerte en la caza. Puede que fuera así.
Existe un denominador común a la mayoría de las pinturas rupestres que se han conservado. Lo observamos también en las de nuestra región: el dibujo de los animales está ejecutado con mucha riqueza de detalles. Vemos que les brillan los ojos y que sus movimientos están representados con gran dinamismo. Sin embargo, cuando hay seres humanos, éstos parecen más bien bocetos inacabados. Monigotes garabateados con rapidez, como si no fuera necesario reproducirlos en imágenes más detalladas. Naturalmente, podemos especular sobre el porqué, pero lo más probable es que se debiera a que los animales eran más importantes. Eran su alimento, vivían de ellos.
Hoy no pintamos en las paredes de las cuevas. Dinamitamos el corazón de la Tierra y abrimos grandes catedrales en montañas que tienen miles de millones de años de antigüedad. Y allí vamos a almacenar y a encerrar los desechos de nuestra civilización.
Quizá pongamos advertencias en las paredes de la roca para avisar a las generaciones venideras de que tengan cuidado con la muerte radiactiva que hay enterrada en esos contenedores de cobre.
Pero ¿cómo dirigirse a unas personas que vivirán dentro de cien mil años? ¿Y después de una glaciación? ¿A unas personas que nada saben de nuestra historia?
¿Cómo se redacta un texto de advertencia de esas características?
El paso desde el hombre del dedo torcido que pintaba las cuevas hasta los que hoy deben crear símbolos para advertir a los que quizá vivan aquí dentro de muchos miles de años es enorme.
Aunque ¿de verdad lo es?