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El pájaro tonto
En una ocasión, a mediados de la década de 1980, me lancé a la búsqueda de una máquina de escribir.
Por aquel entonces yo vivía en Zambia, en la frontera con Angola, y tuve que viajar hasta la isla de Mauricio.
Un escritor noruego la había dejado allí. La mía se había roto y no tenía arreglo. Yo sabía que la máquina estaba en un hotel que llevaba el curioso nombre de El Coco Colonial. El propietario era un francés que, en su juventud, había estudiado filosofía en París con Michel Foucault. En la ladera que desembocaba en el mar y que se extendía delante del hotel había plantado un ejemplar de todas y cada una de las clases de cocoteros existentes. De ahí el nombre.
El propietario, que vino a saludarme la misma noche que llegué, resultó ser partidario del viejo orden colonial. Nunca conseguí enterarme de si era sincero o, por el contrario, lo decía con ironía. Vivía solo en una casa al lado del hotel. Me invitó unas cuantas veces. Siempre después de medianoche. Lo que más le gustaba era discutir de filosofía. Nos quedábamos hablando hasta el amanecer y, si la memoria no me falla, jamás estuvimos de acuerdo en nada. Pero no discutíamos. Aquellas conversaciones nocturnas irradiaban algo sereno e irreal.
La máquina de escribir verde se encontraba allí. Mi intención era llevármela a Zambia, pero pesaba demasiado. Así que la utilicé solamente los diez días que estuve en la isla.
Alquilé un coche e hice excursiones a Pamplemousses y su espléndido jardín botánico. Una flora densa y húmeda cubre la isla. En muchos lugares se extienden grandes plantaciones de caña. La población es una mezcla de africanos e hindúes. Y, naturalmente, también existe un grupo de blancos, la mayoría de ellos franceses, desde la época colonial. No hace más de veinte años que la isla de Mauricio se independizó de Francia y se constituyó en república.
Lo último que hice fue visitar la capital, Port Louis. Aparte de pasear un rato por las calles de la ciudad y observar la vida cotidiana de la gente, tenía un objetivo concreto. Quería ir al museo donde se conserva un esqueleto de dodo, un ave de una especie extinta. Si no recuerdo mal, tenían un modelo del aspecto externo del ave, con plumaje y todo.
Es una experiencia curiosa la de encontrarse ante una especie que existió pero que se ha extinguido. Claro que el dodo no desapareció de la faz de la Tierra como los dinosaurios, hace millones de años. Había dodos vivos hace tan sólo cuatrocientos años.
El nombre, «dodo», viene del inglés, que a su vez procede del portugués doudo, que significa tonto, sencillamente. Los marineros portugueses que llegaron a la isla de Mauricio, donde vivía aquella ave sin alas, observaron que no manifestaba temor alguno por los hombres, puesto que nunca había visto a aquellos seres erguidos. En otras palabras, era facilísimo matarla. No había que cazarla ni que atraparla con un lazo ni que dispararle. Sólo había que acercarse y darle con un palo en la cabeza o torcerle el pescuezo. Aquel animal no sabía cómo protegerse.
El dodo era un ave grande. Un ejemplar adulto podía pesar más de veinte kilos. Si había escasez de alimentos, los marineros bajaban a tierra y cogían las aves necesarias para el almuerzo. La carne del dodo no tenía muy buen sabor, pero, lógicamente, servía mientras no hubiera otra cosa. Además, los huevos también se comían, y podían aprovechar el plumón.
El dodo sólo existía en Mauricio. El que determinadas especies se desarrollen en islas aisladas ocurre en todo el planeta. Como el dodo no tenía ningún enemigo natural antes de que el hombre arribara a la isla, había perdido la capacidad de volar.
El dodo se extinguió en muy poco tiempo. Todavía a finales del siglo XVI había informes de la gran cantidad de ejemplares que había en la isla de Mauricio. Doscientos años después estaba prácticamente extinguido. A algunos los llevaron vivos a Inglaterra, otros fueron pintados por marineros con dotes artísticas.
Los hombres no tuvieron participación alguna en la extinción de los dinosaurios. Sencillamente, el hombre no existía. Pero en el caso del dodo, no cabe la menor duda. Fueron los hombres quienes, con sus actos, erradicaron al pájaro «tonto».
Hoy en día tenemos varios miles de especies animales en peligro de extinción. El hombre ya no persigue a las ranas, los venados o los tigres, pero sí se están extinguiendo los rinocerontes, puesto que los asiáticos creen que el polvo del cuerno de este animal tiene poderes afrodisiacos. Sería una medida sensata segarles el cuerno a los rinocerontes, así la caza no tendría ningún atractivo. Los rinocerontes se ven expuestos a grandes sufrimientos. Si no se toman medidas drásticas, nuestros nietos sólo podrán verlos en los zoológicos.
El exterminio de ciertos animales es el precio que pagamos por nuestro modo de vivir. El saqueo del planeta Tierra sigue produciéndose a velocidad constante, aunque hoy estemos infinitamente más concienciados que hace diez o veinte años.
Por supuesto, hay movimientos de resistencia. Individuos que se unen formando grupos y que animan a la defensa de la biodiversidad con el sencillo argumento de que, al empobrecer la Tierra reduciendo el número de nuestros compañeros de viaje, nos empobrecemos a nosotros mismos y nuestro desarrollo como personas.
¿Puede ser tan importante una especie de ave o un determinado tipo de rana? Sí. Tratándose de la biodiversidad, no hay paliativos.
Todo lo que se haga en nombre de la defensa de la biodiversidad no tiene por qué ser bueno, naturalmente. Muchas de las medidas adoptadas están mal ideadas y resultan perjudiciales para sus objetivos. Soltar a los visones de las granjas suecas derivó en que esos animales hayan acabado con buena parte de la población de aves marinas del Báltico, como el negrón especulado y el eider común. Los visones les roban los huevos. No son un elemento natural de la fauna del archipiélago de Östergötland y de Småland. Por mucho que quisiéramos salvar a aquellos visones enjaulados, eso no daba derecho a soltarlos, liberando así a la muerte que acabó con las aves marinas, cuyo número ya estaba regulado por la caza en otoño y primavera. No se puede liberar a un animal y erradicar con ello a otro. ¿A quién se le puede ocurrir semejante idea? ¡Sólo a los hombres!
Me quedo en el archipiélago. Todos los veranos de mi niñez, e incluso muchos después, los pasé en una isla del archipiélago de Östergötland. La pesca era uno de mis principales entretenimientos. La idea de que la perca fuera a desaparecer de allí un día por completo era del todo impensable. ¿La perca, desaparecida? Era como decir que la luna iba a dejar de salir por las noches.
El verano de 2013 vi una única perca, de no más de cinco centímetros de longitud. El año anterior, no había visto ni una sola.
Lo mismo ocurre con el más grande de nuestros escarabajos. El ciervo volante. En la isla de la que hablo hay casi exclusivamente robles. El ciervo volante, que se alimenta de la madera del roble, nunca ha sido muy numeroso. Pero había. No era preciso buscar mucho para ver uno. Hoy han desaparecido.
Por todo el planeta se produce este exterminio imperceptible de animales y plantas. Tigres y rinocerontes llaman mucho nuestra atención; el ciervo volante, no tanto. Pero los animales se ven afectados por el mismo proceso, con independencia de su tamaño, su belleza o su condición salvaje. La causa de todo esto es nuestro paso por la tierra, nuestro deseo irrefrenable de consumir aquello que la tierra sólo puede darnos en dosis concretas y muy medidas.
Es una lucha. Entre quienes tratan de proteger a los animales y las plantas del exterminio y detener ese saqueo insensato, y quienes miran para otro lado y piensan que todo aquel que quiere un coche y tiene dinero para comprarlo debe poder hacerlo.
¿Cuántos coches nuevos salen a las calles de China a diario? ¿Cuarenta mil? ¿Más? ¿Y qué harán todos esos compradores de coches cuando las carreteras, aun siendo autopistas de varios carriles, estén tan saturadas que sea imposible moverse?
De todas las imágenes y comparaciones que describen lo espeluznante que es el mundo en el que vivimos, hay una que me viene a la memoria con frecuencia. Se trata de una fotografía, tomada desde un avión o un helicóptero, de la red de autopistas de Los Ángeles. Seguramente, la imagen sería parecida si se fotografiara cualquier gran ciudad del mundo, Shanghái, São Paulo o Ciudad de México. Los carriles sinuosos y apiñados recuerdan a la cadena de montaje de la película de Chaplin Tiempos modernos. Los coches, como hormigas, forman filas compactas. Y todo lo envuelve el aliento maloliente de la ciudad moderna.
En cierto modo, esas autopistas, los humos y el dodo extinto están relacionados.
Progresamos vertiginosamente. Pero en la balanza, el platillo de lo constructivo y el de lo destructivo están cada vez más desequilibrados.
Se dice que hoy, con la técnica del ADN, deberíamos poder recrear animales de especies extinguidas. Pero ¿qué es eso sino un sueño imposible que disimula todo lo que ha ocurrido y lo que sigue ocurriendo?
La muerte existe. Igual que el exterminio. En el mundo racional nadie vuelve de entre los muertos.
El esqueleto del dodo será cuanto nos quede de esa ave que no tuvo la posibilidad de sobrevivir una vez que los primeros marineros bajaron a tierra en las playas de Mauricio.
El dodo no sabía lo que era un enemigo. Y por eso, lógicamente, lo consideraron tonto.