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Alivio
Al principio del tratamiento contra el cáncer me hicieron muchísimas pruebas. Entre otras, me radiografiaron la cabeza. El día en que Eva y yo fuimos a la clínica para que nos informaran del resultado fue uno de los peores. ¿Se habría extendido el cáncer al cerebro? De ser así, sólo se me ocurría pensar que mi vida se acabaría muy pronto.
Pero Mona, que era mi médica en aquella ocasión, dijo que no habían encontrado nada. Eva me apretó fuerte la mano y le dijo a Mona:
—¡Gracias! ¡Gracias!
En aquel instante sentí un alivio indecible. Recordé la travesía por el río, y los cocodrilos que habrían acabado conmigo. Pero también me vino a la memoria un partido de fútbol en Fredrikstad, en Noruega.
Estaba en una de las últimas filas de mi sección de las gradas. De repente vi al fondo a un niño que miraba las gradas atestadas de gente. Tenía la cara desencajada de dolor, y empezó a llorar. Enseguida comprendí por qué. Había ido a comprar un helado o una salchicha y, al volver, había perdido de vista a su padre o a quienquiera que lo hubiera llevado. Se encontraba totalmente solo, de un modo aterrador, solo y perdido en medio de aquella muchedumbre. Estaba a punto de ir a buscarlo, pero su padre lo había visto, se había levantado y le estaba haciendo señas.
Jamás olvidaré el alivio de aquel niño.
En 1972 terminé el primer libro que había decidido enviar a una editorial. Había escrito tres manuscritos antes, que no pensaba que fueran lo bastante buenos. Tenía decidido no enviar nada, a menos que estuviera seguro de que iban a aceptarlo y a publicarlo. Naturalmente, era una idea soberbia y temeraria. Nadie puede saber algo así con certeza.
Fui con el manuscrito a un buzón, pero dudé un buen rato antes de dejarlo caer. Era una tarde de primavera. Todavía puedo recrear todo el episodio. La soledad delante del buzón. El manuscrito en el sobre oscuro. El futuro, que eché en una caja de latón oscura. ¿Conduciría al abismo o no?
Me pasé todo aquel largo verano esperando. Nada parecía romper el silencio, hasta que un día de agosto apareció en el buzón una postal con la fotografía del poeta Dan Andersson. El editor al que había enviado el manuscrito decía que lo habían leído y que habían decidido publicarlo.
¿Cómo me sentí? Recuerdo que estaba desnudo junto al buzón y que notaba el suelo frío bajo los pies descalzos. ¿Sentí alegría? ¿Euforia? Lo que recuerdo es que sentí un gran alivio que me traspasó el cuerpo como una corriente cálida. No me había equivocado. El manuscrito era lo bastante bueno como para que lo publicaran.
Me senté en el suelo y respiré hondo. Luego solté el aire.
La sensación de alivio ha estado presente toda mi vida y ha sido como mínimo tan importante como la de alegría. Cada vez que he estrenado una obra de teatro que ha tenido una acogida razonablemente buena he sentido, ante todo, alivio. La alegría y quizá incluso un punto de orgullo han sido menos importantes y, sobre todo, han pasado enseguida.
Los días que salen las recensiones de un nuevo libro pueden resultar una tortura. Si la cosa va más o menos bien, aparece otra vez el alivio. Si no va tan bien, me afecta durante unos días, hasta que se me pasa el malestar. Y, entonces, al final, también en esos casos me embarga el alivio.
Quien debió de sentir un alivio infinito en 1797 fue el médico rural Edward Jenner, que ejercía en el condado de Gloucester, en Inglaterra. Hay un retrato en el que podemos ver su cara. Tiene los labios carnosos, los ojos claros y abiertos, la nariz grande. Hay algo convincente en ese semblante. Parece lleno de confianza en sí mismo.
El retrato es de 1797. Después de que Jenner hubiera experimentado el gran alivio decisivo de su vida, a la edad de 47 años.
Jenner nació en Berkeley, el lugar en el que luego ejercería toda su vida. Había sido ayudante de un médico de la zona y cursó estudios de medicina en Londres. A la edad de 23 años y con el título bajo el brazo, regresó a su pueblo, donde su padre era pastor.
Berkeley era el campo. Jenner conocía en la consulta a todo tipo de personas. La mayoría de ellas eran campesinos que trabajaban la tierra y cuidaban del ganado. Aprendió a reconocer sus enfermedades, pero también escuchaba lo que ellos sabían sobre por qué afectaban a algunos y a otros no.
Había un relato que se le había quedado particularmente grabado en la memoria. Decían que las ordeñadoras, por lo general muchachas jóvenes, que habían sufrido la viruela bovina no contraían la viruela, que era mortal. Jenner reflexionó mucho al respecto y terminó intuyendo lo que había detrás. Pero ¿se atrevería a comprobar aquello de lo que cada vez estaba más convencido? ¿Qué pasaría si se equivocaba? Pondría en peligro la vida de una persona, porque sólo con una persona podía hacer las pruebas. Además, tenía que ser un niño, dado que ellos eran los más afectados por las recurrentes epidemias de viruela.
En 1796 hizo un experimento con un niño de ocho años que se llamaba James Phipps. Infectó al pequeño inyectándole en un brazo pus de la viruela bovina. Más adelante, cuando el niño se vio expuesto al contagio de la viruela, resultó que era inmune.
Al ver que el niño no enfermaba ni moría, Edward Jenner debió de experimentar una sensación de alivio absoluto. Estaba en lo cierto. Y se había atrevido a hacer aquel primer intento vacunando al niño.
Jenner vivió lo que Schopenhauer llamaría después los tres estadios de toda verdad. Primero se burlaron de él, luego le pusieron todas las trabas posibles y, al final, terminaron por considerar aquella verdad como una obviedad.
En un dibujo satírico de principios del siglo XIX vemos a una serie de personas cuya cabeza se ha transformado en la cabeza de una vaca después de haber recibido la vacuna de Jenner, que usó por primera vez el término vaccination (del vocablo latino vacca, vaca).
Ya en 1797, Jenner envió un informe del caso de James Phipps a la Royal Society. Allí lo desestimaron y le dijeron que las pruebas aportadas eran insuficientes. Jenner continuó poniendo su vacuna, experimentando también con su propio hijo, que apenas tenía un año cuando lo infectó con la viruela bovina. En 1798 Jenner volvió a la Royal Society con los resultados. Sus investigaciones y sus ensayos revolucionarios tardarían aún cierto tiempo en penetrar el muro de prejuicios y dudas. Al final, era imposible seguir negando que la vacuna salvaba muchas vidas. Jenner se hizo famoso. La verdad había vencido. Una vez más, debió de sentir un gran alivio. Terminó dedicando su vida a estudiar las posibilidades de las vacunas y los riesgos que también conllevaban.
Vivió hasta el año 1823. Me figuro que, de vez en cuando, se veía con James Phipps, o al menos pensaba en él: la primera persona a la que le dio la posibilidad de vivir en lugar de morir de viruela.
El alivio es una de las sensaciones más fuertes que podemos experimentar.