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Los celos y la vergüenza

Una noche de primavera de hace ya muchos años deambulaba por una ciudad de Norrland, destrozado por los celos.

Era como si la ciudad que me rodeaba hubiera perdido el color. La existencia se había convertido en una especie de realidad vidriosa en blanco y negro. El empedrado de la acera se movía bajo mis pies. Por todas partes se me antojaba ver oquedades que podían abrirse en cualquier momento.

No hacía mucho que había conocido a una mujer de otro país y había empezado a quererla con pasión. Hablábamos por teléfono todas las noches.

Aquella noche no respondió a la llamada. La preocupación me empujó a la calle, de una cabina telefónica a otra. La llamaba cada diez minutos, pero nada.

Era como vivir en una maldición para mí desconocida. Las traiciones de los amigos cuando era niño, las promesas rotas de los mayores, nada podía compararse a lo que sentía aquella noche.

Hace más de cuarenta años. Pero creo que aún es uno de esos instantes de la vida que puedo reconstruir con detalle. Uno de esos instantes en que todo giraba en torno a una sola cosa: que alguien respondiera al teléfono para decirme que el amor seguía vivo.

Era una clara noche primaveral, aunque llovía intermitentemente. Hacia las tres de la mañana estaba empapado, pero continué aquella peregrinación humillante de cabina en cabina. Un coche de policía pasaba a mi lado de vez en cuando, y los hombres que había dentro me observaban con suspicacia. Pero yo no iba haciendo eses, ni llevaba mercancías robadas. Y me dejaron en paz.

Ahora, tantos años después, al recordarlo con distancia, me veo como una sombra negra sacada directamente de alguna de las novelas de Dostoievski, pero no dando vueltas por la noche en una ciudad sueca, sino en Moscú o en San Petersburgo.

Los celos hicieron honor a su nombre. Literalmente, tenía fiebre. Enfermé mentalmente, pero también sufría un dolor físico. Tenía un nudo terrible en el estómago y cada suspiro era una tortura. Buscaba de forma desesperada una explicación de por qué no respondía a mis llamadas. No encontré ninguna. De ahí que lo único que podía imaginar era que, en aquel preciso momento, otro hombre la abrazaba desnudo en ardiente excitación.

Llegué a un puente muy largo, empecé a cruzarlo. De repente, me detuve y lancé un grito al vacío.

El grito, de Edvard Munch, representa una verdad humana de lo más profunda.

No me respondió hasta la madrugada. Empecé a llorar cuando por fin cogió el auricular. Había una explicación de lo más sencilla: había colgado mal el teléfono y se había quedado profundamente dormida.

Sentí un alivio perturbador. Se acabaron los celos. Los nudos de la tensión se fueron deshaciendo poco a poco en finísimos hilos que terminaron por esfumarse.

A lo largo de mi vida he sido víctima de los celos de vez en cuando. Pero nunca como en aquella ocasión. Sin embargo, he aprendido a distinguir cuándo otros son presa de los celos. Casi siempre es por amor, infidelidad, miedo a que te abandonen. Pero los celos pueden aparecer en las situaciones más inesperadas. En un teatro, el reparto de papeles puede provocar un odio que, en el fondo, son celos. En la literatura, el Otelo de Shakespeare nos ofrece un relato insuperable.

La lista podría ser muy larga. Entre los escritores, los celos suelen provocarlos desde las críticas hasta las cifras de ventas. Yo he visto a un agricultor mirar con inquina la excelente cosecha del vecino, cuando la suya no ha venido cargada de ricos frutos.

En una ocasión vi a dos taxistas que se peleaban por una parada. La causa, según supe luego, era que el coche de uno de ellos era mucho peor que el del otro.

Pero ¿dónde nacen los celos? ¿Y por qué?

Recuerdo una vez, en la década de 1980, cuando la cuestión del sida era una novedad aterradora, que les pregunté a varios amigos cómo creían que reaccionarían si les dijeran que lo habían contraído. En aquel entonces, un diagnóstico de infección era tanto como una sentencia de muerte. Era antes de que existieran los antirretrovirales y de que se supiera cómo funcionaba en realidad aquel virus una vez que invadía a una persona, cuyo cuerpo se convertía en huésped hasta que todo hubiera pasado.

Como cabía esperar, las respuestas fueron de lo más variadas, pero una se repitió más de una vez, y era aterradora. Naturalmente, se trataba de una respuesta que esas personas jamás habrían dado en público si se lo hubiera preguntado un periodista o un médico. Pero a mí me lo dijeron abiertamente:

—Contagiaría a otros. No quiero morir solo.

Mi pregunta ante semejante respuesta era lógica:

—¿Por qué deseas la muerte de otros? Uno siempre muere solo.

—No soportaría que otros vivieran más que yo.

En esa respuesta están los celos definitivos. Otros seguirán viviendo cuando yo muera. Hay incluso quienes tendrán la desfachatez de no haber nacido siquiera cuando yo deje de respirar.

Eso es grotesco e inhumano, pero he conocido a personas a las que les cuesta ocultar la envidia que les inspiran sus hijos, porque éstos seguirán vivos cuando ellos mueran. Veo a personas de cincuenta años que se visten con vaqueros demasiado ajustados y juveniles para ahuyentar a la muerte que los acecha.

Hay ciertas personas que nunca abandonarán el sueño del elixir de la vida. Para ellos no basta pensar que, por lo general, vivimos más que nuestros padres. No podemos modificar la herencia genética. Al menos, por ahora. Aunque es posible que ese momento llegue antes de lo que creemos, y que la gente empiece a clonar a sus hijos, convirtiéndolos en copias de sí mismos, sin los posibles fallos en la cadena del ADN.

Los celos de los hombres son distintos de los de las mujeres. Quien ha visto un león apoderarse de una manada con sus leonas, ha visto al hombre macho. El león destroza a dentelladas a la descendencia de su antecesor a fin de dar paso a su progenie. Un hombre que se une a una mujer separada rara vez, por no decir nunca, mata a los hijos de ésta, pero no es infrecuente que los eche de casa. En África he visto muchos casos. A muchos de los niños callejeros que pueblan las grandes ciudades africanas los han echado de casa cuando su madre, quizá viuda, ha encontrado otro marido que pueda mantenerla. Probablemente la expresión «se ha visto obligada a encontrar» sea más exacta. En los países pobres, lo primero que pierden las mujeres es su capacidad de elegir.

Los celos son una cuestión de supervivencia. La falta de interés que la existencia biológica siente por lo que no sea nuestra propagación como especie. En sentido biológico, puede ser indiferente con quién tengamos hijos. Sin embargo, en esa elección intervienen complejas leyes sociales y económicas.

El amor es un invento moderno. Las antiguas generaciones tenían clarísimo que a los hijos había que colocarlos en contextos económicos y sociales favorables.

En muchos sentidos, todavía es así, naturalmente. En numerosas culturas casan a los niños en cuanto nacen. En esas circunstancias, lo que llamamos amor es algo que, en el mejor de los casos, puede surgir después de haber consumado el matrimonio, no antes.

Que los celos de hombres y mujeres sean distintos no es de extrañar en un mundo en que los hombres tienen el poder y las mujeres la responsabilidad. Los hombres reaccionan con celos cuando sospechan que su elegida podría tener hijos con otros hombres, aunque ellos se pasan la vida desmadrándose.

Las mujeres en cambio sienten celos si creen que otra mujer quiere arrebatarle a su pareja, puesto que, en ese caso, se quedarán solas con la responsabilidad de los hijos.

Es una descripción grosera, pero los únicos celos que yo he sentido en relación con una mujer fueron los de aquella noche ya lejana en una ciudad de Norrland.

Los celos son difíciles de soportar. Que los franceses tengan en su legislación un apartado específico para el «crimen pasional» es lógico. Es humano. E incluso en países que no cuentan con una legislación tan clara como Francia, los jurados valoran si en la comisión de un delito los celos han tenido algo que ver.

Dicen que la gente se avergüenza de sentir celos. Que es indicio de una extraña necesidad de poseer o de envidia, fruto de la debilidad de carácter. Es algo que no puedo entender. ¿Por qué iba a avergonzarme por comportarme como un ser humano?

En su sentido más profundo, los celos significan que estoy en condiciones de expresar unos sentimientos eminentemente humanos.

Una vez conocí a un hombre que se llamaba Olof. A la edad de 87 años empezó a sospechar que Irma, su mujer, que tenía 86, lo engañaba con otro hombre de la residencia en la que vivían. Estaba tan furioso por los celos como lo estuve yo.

Todo se arregló cuando comprendió que su mujer le había sido fiel.

Irma vivió hasta los 101 años, y Olof hasta los 99. Cuando Olof murió, Irma hizo algo que llevaba años esperando poder hacer. Revisó todos los papeles que había dejado su marido, para obtener respuesta a una pregunta que llevaba sesenta años atormentándola. ¿Le fue infiel Olof cuando ella esperaba su segundo hijo? Entre aquellos documentos encontró la prueba que buscaba.

Confesó que sintió el golpe de una oleada. Una oleada de agua negra, densa y oleosa. Celos.

Pero se le pasaron. Después de todo, Olof se quedó con ella. Y ella lo perdonó. Vivió dos años más, hasta que se fue durmiendo con un crucigrama a medio resolver en el pecho.