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Despertar según Platón

Hay personas que dicen que Dios es un reloj.

Pero un reloj que no anda. Que funcionó en su día pero que se ha parado. Puede que nunca se le haya dado cuerda o que nunca hayan bajado las pesas. O, sencillamente, que Dios nunca haya necesitado ningún reloj, dado que Él es el tiempo mismo.

Para esas personas, Dios es el relojero. Su cielo es una Suiza, una relojería por la que Él se pasea y en la que ve a los ángeles fabricar relojes que, por los caminos de la magia, colocan en las almas de los hombres.

Dios es el tiempo, mientras que a los hombres se les ha concedido la posibilidad de medirlo, de sentir miedo o veneración.

Medir el tiempo, calcular el tiempo, establecer horas concretas es algo que los hombres llevan haciendo toda la vida, muchos miles de años. Pero eso es lo único que nosotros, por nuestra parte, podemos medir e interpretar gracias a los hallazgos arqueológicos. Probablemente, las personas con un cerebro desarrollado siempre han sentido una gran fascinación por algo que quizá no tenga ni nombre. «El tiempo». En un principio, el instrumento para medir el tiempo era la naturaleza misma. El sol salía por oriente y se ponía por occidente. Pero no exactamente en el mismo lugar ni al mismo tiempo que el mes anterior. Al principio se interpretaba el tiempo en razón de las similitudes y las diferencias que se repetían año tras año. Nadie sabía, y todo el mundo creía que lo que había detrás de esas variaciones era el aliento y la voluntad de los dioses, que iban y venían.

Los primeros medidores de tiempo pergeñados o construidos por el hombre fueron los relojes de sol. La naturaleza y el movimiento de las sombras daban testimonio de la regularidad del sol y del mundo. Al marcar con muescas un círculo en una roca, veían que se repetía el proceso. Luego combinaban esas muescas con los cambios climatológicos, calor y frío. Y vieron cuándo había que sembrar o salir a cazar un animal u otro.

Comprendieron también que los animales no tenían relojes de sol. No les importaba nada el aliento de los dioses. Lo que, a su vez, debía de significar que carecían de alma.

Si le pusiéramos un reloj a un mono en la muñeca, o si atáramos un reloj de cuco al lomo de un caballo, lo consideraríamos maltrato animal.

En nuestra opinión, los animales llevan una existencia sin tiempo. Sólo nosotros somos conscientes de que el tiempo y el espacio no pueden separarse. El tiempo es el espacio. No podemos verlo, pero está ahí y lo traspasa todo y rige nuestra existencia.

De los muertos decimos a veces que «han dejado el tiempo», lo cual es, naturalmente, un sinsentido, o un circunloquio poético para indicar que el corazón deja de latir, que se para el reloj biológico que todos llevamos dentro.

Yo no tendré que experimentar tal cosa. Pero me resultaría embarazoso que alguna de las personas de mi entorno dijera en mi lecho de muerte que he «dejado el tiempo». Nunca he vivido en el tiempo. Siempre he tratado de vivir en medio de mi vida y de la vida de otros.

En África vi que muchas mujeres hermosas llevaban en los brazos relojes que no funcionaban. Los llevaban como adornos, no para medir el tiempo.

Y eso me enseñó a su vez algo acerca del tiempo. Y que el tiempo no tiene por qué regirnos siempre.

Se cuenta que el gran filósofo Platón construyó hace dos mil años un ingenioso despertador para que sus alumnos de la Academia ateniense se despertaran a tiempo por las mañanas. Utilizó uno de los primeros métodos conocidos para medir el tiempo: el agua. Con ayuda de dos vasijas, un poco de chatarra y un sistema de agua que goteaba continuamente creó un despertador tremendo. Cuando el agua había llenado una de las vasijas, caía en la otra, donde estaba la chatarra, que se volcaba. La chatarra caía en una base y formaba un gran estruendo. Todo el mundo se despertaba.

Había empezado el día.

Platón construía despertadores, pero también reflexionó mucho sobre lo que era el tiempo en realidad. Al estudiar historia de la filosofía comprobamos que apenas hay un filósofo importante que no haya dedicado muchos esfuerzos a reflexionar sobre este fenómeno. ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el curso del tiempo? ¿Qué sentido tiene el tiempo? Todos se han pronunciado acerca del tiempo de las formas más variadas, desde Aristóteles hasta Wittgenstein. Pero nadie ha logrado explicar qué es el tiempo para el individuo.

El tiempo es tuyo, podríamos decir. Tuyo y de nadie más. Lo que hagas con él es decisión tuya. Puedes ignorarlo o llevarlo contigo como un compañero de viaje en el largo trayecto vital que termina cuando regresamos a la misma oscuridad de la que partimos.

Pero el tiempo no sólo se ha medido con las manecillas de un reloj. Una imagen habitual son los frescos que aún vemos en las paredes de muchos edificios suecos con la célebre escalera de las edades del hombre. Los ejemplos más antiguos en nuestro país se crearon a partir del siglo XVII.

Abajo a la izquierda está la cuna, abajo a la derecha, dos ancianos centenarios que dan el paso del último peldaño hacia la muerte. En la cima de la escalera está el hombre en el punto culminante de su madurez, los cincuenta años.

Naturalmente, en la época en que se hizo la escalera, la sociedad era por completo distinta a la de hoy. Se puede hacer una nueva versión más acorde con la sociedad actual, pero seguirá hablando de la vida y del tiempo, que van de la mano.

Los latidos del corazón son, sabido es, el símbolo más común para hablar del tiempo, que va haciendo tictac en el interior de todos nosotros. Con unos cuantos latidos más por minuto de los sesenta segundos que tiene el minuto, el corazón late millones de veces desde el nacimiento hasta la muerte.

Sea lo que sea el tiempo, vivimos siempre con él en el pasado. En el preciso instante en que pienso la palabra que voy a escribir y la escribo, el tiempo lo ha transformado todo en algo del pasado. No importa qué hagamos, recordemos o soñemos, no existe el ahora, sólo el pasado. De este modo, siempre vivimos con un pie en un tiempo que ya se ha ido, que no volverá.

El tiempo y nuestra capacidad de medirlo también pueden desvelarnos secretos. El tiempo puede ser una balanza en la que pesamos nuestras acciones.

En el momento en que escribo estas líneas podemos leer en el periódico que el hielo de Groenlandia, que tardó mil quinientos años en formarse, se ha derretido en menos de veinticinco. Así pues, la cantidad creciente de dióxido de carbono de la atmósfera ha alterado el equilibrio climático. Ya nadie puede negar que hace más calor. El hielo milenario se derrite. Nadie puede negar tampoco que la causa es la acción del hombre.

El tiempo es, pues, un instrumento con el que podemos desvelar las consecuencias de nuestras acciones.

¿Y el futuro? ¿Existirá entonces alguien que pueda medir el paso del tiempo?

¿O se habrá parado el reloj para siempre?