10
El hombre león
El final del verano de 1939 fue muy caluroso en Europa. En Suecia, las playas y las zonas de baño estaban llenas de gente, a pesar de que agosto tocaba a su fin. Aún vivían muchas personas capaces de recordar el calor asfixiante que se extendió sobre Europa el verano de 1914, los meses previos al estallido de la primera guerra mundial. Su preocupación crecía a medida que se endurecían las exigencias que el cabo austriaco imponía al entorno en lo relativo a las fronteras de Alemania. El desencadenante de la primera guerra mundial fue el asesinato del heredero a la corona del Imperio austrohúngaro en Sarajevo. Detrás de la guerra había tanta necedad como arrogancia, pero también verdaderos sueños políticos sobre expansión e imperios coloniales.
Y ahora volvía a correrse el riesgo de que estallara una nueva guerra. Había quienes, con razón, aseguraban que, en realidad, la primera guerra mundial no llegó a terminar nunca. Se había producido una pausa de algo más de veinte años. Ahora, el telón estaba a punto de levantarse para el segundo acto si los líderes europeos no encontraban un modo de impedir que Hitler llevara a cabo sus provocaciones. Pero las exigencias en distintos ámbitos resultaban cada día más amenazadoras. El primer ministro inglés, Chamberlain, volvió de Múnich, después de una reunión con Hitler, con un documento firmado por el canciller alemán. Muchos dudaban de que aquello fuera cierto, y consideraban que las palabras que dijo cuando bajó del avión, «Paz en nuestro siglo», debían contarse entre las declaraciones más falsas que un político hubiera hecho jamás.
Pero no todos disfrutaban del calor en la playa, ni se angustiaban por la creciente amenaza bélica. Un puñado de arqueólogos trabajaba investigando la cueva de Stadel, en los Alpes suabos, en el corazón de la Alemania sudoccidental. Que los militares nazis hubieran iniciado su marcha contra Polonia no era tan importante.
Y, de hecho, unos días antes de que estallara la guerra, el 1 de septiembre de 1939, se produjo un hallazgo. O, mejor dicho, el hallazgo de muchos fragmentos pequeños que, una vez unidos, constituirían un descubrimiento importante. Encontraron unos doscientos fragmentos de marfil de un mamut. Los reunieron con el rigor que siempre caracteriza a los arqueólogos concienzudos y apasionados.
Pero luego no ocurrió nada más. Estalló la guerra y la bolsa con los restos de marfil se quedó en el almacén de un museo hasta 1970. Entonces emprendieron la reconstrucción, tratando de unir las piezas halladas treinta años atrás. Pronto cayeron en la cuenta de que cabía intuir un todo, una suerte de escultura, pero que faltaban fragmentos muy grandes. En 1989 se exploró de nuevo la cueva y hallaron más fragmentos. Hasta hoy se han encontrado unos mil, muchos de ellos pequeñísimos.
Entonces, hace aproximadamente veinticinco años, fueron conscientes de que se trataba de un hallazgo extraordinario. Algo que reescribiría la historia de cómo empezó a crear arte el ser humano, pues vieron que la escultura que empezaba a crecer ante sus ojos representaba una figura humana, pero con la cabeza de león.
Existen figuras más sencillas talladas por el hombre que pueden considerarse más antiguas aún que este hombre león. (Aunque la escultura se conoce como el Hombre León, también podría tratarse de una mujer, si bien es menos probable). Pero nada que pueda compararse a esa estatuilla de marfil de treinta centímetros de altura. Lo decisivo y lo verdaderamente revolucionario de esta escultura es, de hecho, la combinación de animal y ser humano.
Ahí intervino la mano de un artista cuya proeza no consistió meramente en concebir a un ser humano para luego arrancar su figura del marfil, o de concebir un animal plasmado en la pared de una caverna: lo extraordinario es que el artista presenta una creación inesperada. Creó una abstracción, algo que no existe en la realidad. Vio en su mente algo que no existe, una mezcla de hombre y león. Es imposible saber por qué decidió representar esa visión suya. ¿Debemos ver en la escultura una indicación de que un hombre puede poseer la fuerza de un león? ¿O de que también en la fiera podemos hallar rasgos humanos? En todo caso, el artista ha representado algo que carece de modelo. Él, o ella, sabe que del marfil surgirá algo totalmente nuevo, una mezcla de lo fantástico y lo real.
¿Se imaginó que la escultura existía ya en el interior de la pieza de marfil? Y, de ser así, ¿que su misión consistía simplemente en retirar todo lo superfluo y dejar al descubierto la estatuilla del hombre león, que aguardaba allí para nacer a la vida?
Los arqueólogos que han investigado esta escultura han calculado que debió de llevar unos dos meses tallarla con los cuchillos de sílex que el escultor tendría a su alcance. Dos meses de trabajo, con luz natural.
De ello podemos sacar otra conclusión. El hombre o la mujer que talló el hombre león vivió con otros humanos que procuraban que hubiera alimento suficiente. Las necesidades del artista estaban atendidas. De lo que se derivan por lo menos dos consecuencias más. Existió algún tipo de organización social capaz de mantener a un miembro no cazador y no recolector. Además, es de suponer que el escultor era importante para el grupo como un todo. ¿Se incluía en algún tipo de rezo religioso? ¿O lo admiraban los demás miembros por lo que era capaz de hacer? ¿Lo veían como a un mago?
Que el artista fuera capaz de crear una figura simbólica implica unas características concretas de la capacidad cerebral. Lo que se llama córtex prefrontal o corteza prefrontal no pertenece a las primeras fases de desarrollo del cerebro humano. Es la parte que corresponde al lóbulo frontal y tiene que ver con nuestra capacidad de aceptar o rechazar diversos estímulos externos. En esa zona se procesan también varios tipos de información que resulta decisiva para la conducta del individuo.
En resumidas cuentas, hace cuarenta mil años, un hombre cogió un trozo de marfil. Tal vez hubiera tallado antes alguna otra figura simbólica extraordinaria. O puede que aquélla fuera la primera escultura que hacía aquel artista y que, por una serie de casualidades maravillosas, haya perdurado y haya podido reconstruirse hoy casi en su totalidad. Resulta imposible saberlo. No está a nuestro alcance.
No sabemos quién era el artista. Él o ella no dejaron su firma. Y tampoco es verosímil que para aquel hombre o aquella mujer fuera importante dejarle dicho al mundo que fue él o ella concretamente quien creó aquella extraña obra de arte que representaba a un hombre y un león unidos en una sola figura.
El artista vivió hace mil trescientas generaciones. Él o ella pertenecía a lo que hoy llamamos la cultura auriñaciense, así llamada por Aurignac, el lugar de Francia donde se produjo el hallazgo. De dicha cultura procede también gran número de pinturas rupestres.
Un día de abril de 2013 visito el Museo Británico de Londres, donde tienen una réplica del Hombre León expuesta por un tiempo. Estar ahí contemplando la estatuilla y la mirada de esa cabeza de marfil supone para mí un momento extraordinario.
Me está mirando, pienso. Y yo lo estoy mirando a él.
Sin saber de dónde ha surgido la idea, de repente es como si lo reconociera.