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Habitación número uno

Siempre me ponían la quimioterapia en la misma habitación de la sección de oncología del Hospital Sahlgrenska. Era una habitación muy desgastada, pero siempre estaba muy limpia. La silla, que se hallaba encajada en un rincón —era todo muy estrecho, la habitación era pequeña—, tenía una funda de color azul claro y los reposabrazos eran de madera deslucida. La única ventana era alta.

Desde la cama veía un trozo de cielo, que en aquellos meses de invierno solía ser gris.

La sesión empezaba cuando una de las enfermeras me cogía una vía en el brazo o en la mano. Dado que tengo las venas muy profundas, de las que es difícil sacar sangre y además se defienden de las agujas que tratan de clavarles, podía llevar media hora fijar la vía por la que debía entrar la medicación. En alguna ocasión la enfermera de turno se daba por vencida y llamaba a otra para que lo intentara. A veces las venas se tensaban, otras se rompían, pero al final la aguja se quedaba clavada en su sitio.

La medicación venía en bolsas de plástico. Por lo general, eran cinco. Una de ellas, de color rojo. Cuando me explicaron por qué, me di cuenta de que debería haberlo deducido por mí mismo: el contenido era sensible a la luz, de modo que la bolsa no podía ser transparente.

Llegaba a la habitación número uno varios minutos antes de las nueve y media. Cinco horas después, aproximadamente, había terminado. El contenido de las bolsas se había difundido por el sistema circulatorio. La mayor parte del tiempo estaba solo en la habitación. No hacía falta que nadie controlara que el líquido fuera cayendo como debía. De vez en cuando entraba una enfermera y me preguntaba si había ido a los servicios. Era importante que los riñones funcionaran bien.

Y así era. Iba bebiendo agua y té. Al cabo de una hora, me levantaba e iba a los servicios con el gotero. Los riñones funcionaban.

De cuando en cuando veía por la ventana un pájaro volando despistado. Puede que los pájaros tengan sus hospitales, me decía. Pero ¿podrá un pájaro sueco tener cáncer? Sigo sin saber la respuesta, aunque yo creo que sí.

Durante la tercera sesión de quimioterapia recibí una visita inesperada en aquella habitación número uno. Estaba tumbado en la cama y me había adormilado. Una enfermera acababa de ponerme la tercera bolsa, la del contenido sensible a la luz. Oí que se abría la puerta.

Pero quien venía no era una enfermera, sino una joven que no tendría ni veinte años. No la había visto antes y pensé que sería una de las auxiliares a las que todavía no había tenido oportunidad de conocer, pero no iba vestida como un trabajador del hospital.

Comprendí que era una paciente, como yo. Se quedó allí mirándome. Le brillaban los ojos y se movía despacio, como si cada paso, cada movimiento le supusiera un esfuerzo casi insuperable. Estaba delgada y pálida y tenía los ojos hundidos en la oscuridad de unas ojeras muy marcadas, como si le hubieran maquillado el cansancio en la cara.

Luego me di cuenta de que llevaba una peluca negra. No era su pelo.

La quimioterapia o la radioterapia se asocian siempre con la pérdida del pelo. Yo me había librado de ello. Es cierto que perdía algo de pelo, pero no se me caía a grandes mechones ni me lo encontraba cubriendo la almohada al despertarme por las mañanas. Ya había notado que la gente, cuando me miraba, echaba una ojeada a la cabeza. La caída del pelo y el cáncer iban de la mano.

Por esa razón, yo también miraba de reojo la cabeza de los demás pacientes cuando iba a la consulta. Había quien llevaba peluca y quien no se molestaba en ocultar la calvicie. Yo me imaginaba que para las mujeres era más difícil. Aunque eso eran prejuicios. Había más hombres que mujeres que ocultaban la pérdida del cabello bajo una peluca.

La muchacha me miraba como si la hubieran despertado del sueño, como si la hubieran arrancado de una ensoñación.

No parecía sueca. Sea eso lo que sea. Tenía unas facciones semíticas, pero, naturalmente, podía haber nacido en Suecia. Los fundamentos de nuestro país se basan en la inmigración y la emigración. Todos hemos llegado de alguna parte. En mi caso, pueden rastrearse mis orígenes hasta Francia y Alemania.

La saludé con un gesto, le sonreí y le pregunté si estaba buscando a alguien. No parecía comprender lo que le decía. Se tambaleó un poco y se sentó, o quizá se desmayó en la silla de reposabrazos raídos. La muchacha se retrepó y cerró los ojos.

De repente, tomé conciencia de que estaba muy enferma. La tierra ya la atraía hacia sí, a pesar de lo joven que era. Aquello no era cansancio, era pura extenuación. Al verla así en la silla me di cuenta de que apenas irradiaba algo de vida. Estaba a punto de desaparecer, de abandonar este mundo.

Volvió a abrirse la puerta y entró una mujer de unos cincuenta años. Me miró fugazmente antes de sujetar con mucho cuidado a la joven que estaba en la silla. Le habló en árabe. No entendí lo que decía, pero comprendí que era su madre.

También vino el padre, un hombre tímido no muy alto y con la cara surcada de arrugas. Tampoco él se fijó mucho en mí, tendido como estaba con la vía en el brazo. Sólo les preocupaba su hija. Con muchísima ternura, la ayudaron a levantarse y a salir de la habitación.

Yo no existía. Sólo les interesaba su hija, que estaba enferma.

Se cerró la puerta. Se oyó un eco, como si se tratara de la pesada puerta de una iglesia. La muerte había venido a visitarme, me dije, sin ocultarme que el encuentro con la muchacha y con sus padres me había llenado de temor. ¿Por qué había abierto la puerta de la habitación número uno? ¿Qué mensaje quería traerme? ¿Acaso se dedicaba la muerte a enviar emisarios aquí y allá?

Cuando llegó una de las enfermeras para ponerme la siguiente bolsa de medicación, no pude evitar hablarle de la inesperada visita. Le dije que me había parecido que la chica estaba muy enferma. La enfermera asintió mientras cambiaba la bolsa y comprobaba que el líquido caía por el tubo a la velocidad adecuada.

Luego me confirmó que sí, que estaba muy enferma. Lo dijo de un modo que me hizo comprender que la muerte no le andaba lejos. Pero no le pregunté qué tipo de cáncer tenía. Nadie habla de los otros pacientes. Todo el mundo conserva su integridad.

No pude por menos de hacer una pregunta que no tenía nada que ver con la enfermedad de la joven.

—¿Por qué ha entrado en mi habitación?

Pensé que la pregunta no tenía respuesta, pero no era así.

—Hubo una fuga de agua en su habitación y no había ninguna otra libre en la planta de cuidados, así que estuvo aquí una semana, hasta que pudo volver.

Y luego, como un paréntesis que, en realidad, yo no debía saber:

—La enfermedad le ha afectado al cerebro. A veces desaparece. Los padres la buscan hasta que dan con ella. Están siempre aquí. Es su única hija. Los demás hijos murieron en no sé qué guerra de la que vinieron huyendo.

Ya no me contó más. Si la chica tenía un tumor cerebral o si la perturbación mental tenía otro origen, nunca lo supe. Y tampoco es importante. Cuando entró en mi habitación, la muchacha iba camino de algún sitio, sólo que no sabía cuál.

Y aunque yo estaba tumbado en la cama, aquélla era a sus ojos una habitación vacía.

Nunca he vuelto a verlos, ni a ella ni a sus padres. Ni siquiera sé cómo se llama. Ni si está viva.

Pero cada vez que vuelvo a la habitación número uno para recibir el tratamiento o una transfusión de sangre, cuando la anemia es tal que no puedo mantenerme en pie sin perder el equilibrio, me la imagino en la silla de los reposabrazos raídos.

Algo quería aquella joven, aquella emisaria de la muerte. Pero aún no sé cuál era el mensaje que traía.