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Encuentro en un anfiteatro
Un día de agosto de 1982 embarqué presa de la mayor expectación en un vuelo de Bulgarian Airways rumbo a Atenas. Aterrizamos en Berlín, Praga y Sofía, si no recuerdo mal. En todas partes había retrasos. La comida que servían a bordo eran bocadillos resecos. Pero a mí me daba igual. No tenía prisa. Iba a pasar parte del otoño en el albergue sueco de Kavala. Tenía la intención de escribir una obra de teatro que me habían encargado.
Un día de aquel otoño comprendí lo que significa sentirse inmerso en un contexto intemporal e histórico. Sucedió de forma totalmente inesperada, como casi todos los acontecimientos decisivos.
Había cogido un transbordador desde Kavala, en el norte, hasta la isla de Tasos. Todavía hacía muchísimo calor, pero todos decían lo mismo, que esperaban que cambiara el tiempo, que pronto se volvería más otoñal.
Ya había terminado el primer acto de la obra de teatro, así que me tomé un día libre.
También había otra razón para tomarme un descanso. El día anterior había sido domingo. En mi habitación había un balcón y me había asomado a contemplar la iglesia que se veía desde allí. Entonces vi un ataúd abierto, en cuyo interior había un joven con un traje negro. Un hombre de mi edad. Alrededor del ataúd, un puñado de personas lloraban histéricas. Dejé el balcón y cerré la puerta. Yo ya había visto personas muertas con anterioridad, pero después de aquello, sentí un malestar creciente.
En aquel entonces no había conseguido normalizar mi relación con la muerte. Quizá estaba a punto, pero sólo después, durante mis primeros años en África, aprendí a ver la muerte como parte de la vida, no como algo aterrador que se encontraba fuera de ella.
Aquella noche dormí mal. Por la tarde, fui al puerto de Kavala a ver partir los transbordadores rumbo a Tasos.
Me levanté al alba y el barco zarpó a su hora.
Cuando llegué a Tasos, no sabía que allí había un anfiteatro clásico. Había visto el que se alza en las faldas de la Acrópolis, y el anfiteatro por excelencia, el de Epidauro. Pero cuando caminaba por la calle empedrada hacia el teatro de Tasos tras dejar atrás las ruinas del templo de Dionisio, vi el viejo teatro que se extendía ante mí. Fue uno de los mejores espectáculos que he visto en mi vida.
Me pasó como el día aquel en que, delante de la Casa del Pueblo de Sveg, descubrí que yo era yo y que no era intercambiable.
Entonces, me vi a mí mismo. Allí, en Tasos, descubrí algo obvio, que mi identidad estaba vinculada a la de otros, los que me precedieron y los que vendrán. Naturalmente, no era una idea nueva, pero era como si su significado más profundo se me hubiera revelado en ese momento. Vi lo que antes había visto sin ver. Lo había pensado, pero sin comprender del todo su significado. Fue la primera vez que entendí de verdad lo que significa el largo camino de las generaciones.
El teatro estaba cercado por unos cuantos árboles muy altos. Más allá se extendía el mar. Desde las gradas se veía la puesta de sol al mismo tiempo que la obra de teatro que se estaba representando llegaba a su fin.
Llegué al teatro por la mañana. Me quedé allí casi todo el día, salvo una breve visita que hice a un restaurante a la hora de comer. La mayor parte del tiempo paseé por el escenario, y me senté en distintos sitios de las gradas para probar la acústica.
Un niño que apareció de pronto me ayudó. Le pedí que susurrara, que gritara y que hablara con normalidad. Al final, aunque no hablo griego, conseguí hacerle entender que quería que cantara una canción infantil. Me senté en lo más alto. El niño parecía un punto en el escenario, allá abajo. La cancioncilla llegó hasta mí con total claridad, aunque él cantaba en un tono normal. Lo interrumpió su madre, que, encolerizada o más bien preocupada, apareció buscándolo por la pendiente que subía hasta el teatro. Lo último que oí fue el llanto del niño entre los reproches de la madre, que se lo llevó de la oreja.
Durante unos instantes, yo también participé en el juego, porque la madre me vio y, muy airada, me hizo unas cuantas preguntas que no entendí. Le respondí negando con la cabeza con un gesto de resignación.
Después averigüé que está documentado que en aquel teatro representaron tanto a Aristófanes como a Eurípides hace más de dos mil años. Además, hay indicios de que el propio Aristófanes estuvo allí en alguna ocasión.
Pero aquel día, cuando descubrí el teatro de forma tan inesperada, me imaginé lo que ocurrió entonces. El aspecto y los rostros de los actores, su temperamento, las máscaras y los movimientos. Me senté allí y me puse a jugar con la idea de quiénes estarían sentados a mi lado en las gradas, tanto en la última fila como abajo, en el palco de honor, justo delante del escenario.
El contexto humano, pensé. Eso es. Hacemos las mismas cosas para conseguir comida y sobrevivir. Ejercemos las mismas profesiones y tenemos los mismos secretos ocultos tras esa forma artística que es el teatro.
La idea era muy sencilla: aquí hubo una vez un grupo de actores que representaban obras que se siguen representando hoy. Obras que, en algún caso, yo mismo he dirigido en el teatro. Entre ellos y yo se extiende un hilo invisible tan fuerte que nadie lo puede romper. Si extiendo el brazo izquierdo, puedo rozar la mano de alguno de los actores que actuó en el pasado. Si extiendo el brazo derecho, puedo tocar la mano de alguien que actuará aquí en el futuro. Fue un instante completamente mágico. De pronto, las gradas estaban llenas de gente. Y, en el escenario, actuaba el coro antiguo con sus máscaras.
Pero todos me miraban a mí. Y yo les devolví la mirada.
Nos veíamos.
Y el sol descendía hasta ese punto en el que se hunde en el mar, el público aplaudía y luego empezaba a descender por la pendiente para volver a la ciudad de Tasos.
Después, a la sombra de uno de los altos pinos que rodeaban el teatro, sentí un alivio que no se parecía a nada de lo que había experimentado en mi vida. Sentí alegría, ganas de cantar. Bajé otra vez al escenario y pensé que el antiguo coro había vuelto. Todos los instantes de mi existencia eran, en aquel instante, accesibles. De repente, empezó a nevar. Había vuelto la mañana del invierno.
El alivio que sentí se debía a que la vida parecía tener sentido de una forma nueva. En ese contexto que yo acababa de descubrir latía un sentido incuestionable. La comunión de las manos extendidas, superando las barreras del tiempo y del espacio.
Intuía que, con otras premisas, alguien de aquel coro que había actuado hacía miles de años bien podía haberse hecho las mismas preguntas que yo. Y, antes de que surgiera el teatro griego antiguo, ya existían el teatro y los actores.
La identidad del primer actor se pierde en la bruma de la historia. Es una pregunta que no tiene respuesta. Pero, con la frágil certeza de todo aquello que no puede demostrarse con documentos, sabemos que ese primer actor surgió del entorno ritual. Alguien que sabía interpretar las diversas visiones que los hombres compartían acerca de la dimensión mágica de la vida. Nacimiento y muerte, catástrofes naturales, la recurrente carrera del sol de este a oeste.
Me imagino que el primer actor era alguien parecido a Allan Edwall. No menciono a una mujer porque creo que, en un principio, sólo actuaban hombres. El hecho de que pertenecieran al sacerdocio así lo apoya. Aunque puedo estar equivocado.
Allan Edwall tenía la capacidad de representar lo trágico y lo cómico. Era capaz de pasar casi sin solución de continuidad del grito a la risa. No cabía duda de que era consciente de la presencia del público en todo momento. Podía transformarse en una persona completamente distinta, pero jamás perdía de vista al público. No transformaba al público. El público se transformaba solo.
El contexto se me hizo patente aquel día en la isla de Tasos. Antes de irme de allí al atardecer, me imaginé que era Allan Edwall el que estaba en el escenario mientras las sombras se veían cada vez más alargadas.
Aquella noche me quedé en Tasos y dormí en una pensión. Al día siguiente volví a Kavala para continuar escribiendo la obra de teatro.
Desde ese día, extiendo brazos y manos cuando duermo.