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Signos
Durante unos años de la década de 1980 viví en Zambia, al norte, cerca de la frontera con Angola. La tienda más próxima se encontraba a 350 kilómetros y el lugar donde vivía, Kabompo, se había utilizado durante el periodo colonial británico como centro para rebeldes africanos deportados, que luchaban por la abolición del racismo del sistema colonial.
Mientras estuve en Kabompo se celebraron unas elecciones presidenciales en Zambia. A todos los candidatos los representaban con dibujos de animales. En parte por tradición, y en parte porque muchos eran analfabetos. Kenneth Kaunda, entonces presidente, tenía por símbolo una majestuosa águila africana. Al oponente más peligroso en la lucha por la presidencia lo habían caracterizado como una triste rata.
Está claro cómo terminaron aquellos comicios. Kaunda se quedó con la presidencia, naturalmente.
En la sociedad actual, tanto los demás como yo vivimos rodeados de letreros de advertencia y señales de prohibición. He ido comprobando cómo un número creciente de señales van dirigiendo mi vida. Claro que eso se debe a que nuestra sociedad se ha vuelto cada vez más compleja. Para que no estalle el caos, por ejemplo, la regulación del tráfico ha traído consigo nuevas señales.
En una ocasión, estando en África, le mostré a un buen amigo la señal de advertencia estándar para indicar la presencia de radiactividad. Se quedó pensando y, al cabo de unos instantes, me dijo que le recordaba más bien a un ventilador. ¿O sería la hélice en movimiento de un avión? Después de cierta vacilación, se decidió: era una señal de peligro por la proximidad de hélices de avión.
Si me llevo el dedo a los labios, lo más probable es que todo el mundo entienda que lo que quiero es que guarden silencio. Y si veo un cartel con un dedo cruzando los labios, eso es lo que significa. En todo caso, yo nunca he visto que nadie malinterprete ese gesto ni en Europa ni en África ni en Norteamérica. No es de extrañar. Con la boca cerrada, hablar es imposible. Y eso vale para todo el mundo. Es decir, no hay que imaginarse que ese símbolo —y muchos otros— proceda de una lengua primitiva común. No es necesario que las culturas hayan tenido contacto para que sean válidas las mismas señales. Nadie tiene las cuerdas vocales en el oído ni en las yemas de los dedos.
Los signos y los símbolos son herramientas muy poderosas. Pero ¿quién conocerá el valor de los símbolos dentro de miles de años, en un futuro desconocido?
Quienes tienen hoy la misión de advertir a los hombres de dentro de cien mil años de la presencia de residuos radiactivos se enfrentan a una tarea como mínimo difícil de resolver. ¿Es posible imaginar cómo debe ser un signo de advertencia para que funcione, cuando no sabemos qué lengua o qué cultura tendrán los hombres del futuro, ni qué será peligroso para ellos? Supondrá una mezcla de un complejo juego de adivinanzas y los razonamientos más avanzados de los grandes cerebros de nuestros días. Junto con las distintas formas de experiencias y conocimientos que hayamos atesorado hasta ahora.
Una vez más, el espejo retrovisor: tenemos que volver la vista atrás para poder mirar hacia delante.
Ha habido muchas propuestas de cómo elaborar esas advertencias. Una de ellas ha sido escribir un texto en todas las lenguas que hoy se conocen en el mundo. Pero resultaría un texto ingente. Existe cierta unanimidad acerca de la idea de que la solución más adecuada sería una combinación de imágenes, sonido y texto. Si es que se puede conseguir.
Otra propuesta ha sido recurrir al mundo del arte. ¿Cómo interpretarían los hombres del futuro una copia de El grito, de Edvard Munch, si la encontraran en el interior de una montaña? La imagen de la mujer que grita en el puente, ¿haría comprender a los espectadores que se hallaban ante algo aterrador y peligroso? En nuestra era sí lo interpretaríamos así.
En una ocasión, le mostré una foto del cuadro de Munch a un amigo de Maputo. Enseguida lo interpretó como la expresión de un gran sufrimiento. Pero sobre cuáles serán la conducta y los impulsos de los hombres del futuro ante el cuadro de Munch sólo podemos especular.
¿Qué sonido podríamos elegir para ahuyentar a los hombres de las cuevas donde se almacenan los residuos radiactivos? ¿Quizá ese tipo de bombas de sonido que el ejército americano ha desarrollado y que hoy incluyen en su arsenal? Bombas que producen sonidos insoportables para el oído humano. ¿Es ése el camino? Pero no sabemos nada de cómo será el oído de los hombres del futuro. Puede que el infierno sonoro de las bombas no le afecte. Y además, ¿quién puede garantizar una solución de tipo técnico que dure cien mil años? Lo que hoy sabemos es que no podemos saber nada con certeza. Aun así, tenemos la responsabilidad de preguntarnos cómo advertir a los hombres del futuro.
Ahora bien, si no hay ningún modo seguro de advertencia, ¿qué nos queda? Nada, salvo una ilusión. Fingir que en el corazón de la roca no hay nada.
El instrumento del que disponemos para ello es el olvido, que no es, desde luego, muy digno de nuestra confianza.
El olvido y la mentira van casi siempre de la mano.