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El cadáver en el banquillo del acusado

Lo repugnante puede resultar atractivo a veces. Aterrador, amenazante, pero también tentador. Como cuando nos acercamos a algo que huele mal, pero no podemos dejar de aspirar el hedor.

En el Museo de Bellas Artes de Nantes hay un cuadro curioso, pintado en 1870 por el artista francés Jean-Paul Laurens. Es un óleo hábilmente ejecutado, nada más. Está pintado según la tradición de la época, que, con cierta corrección limitada, ilustra un suceso histórico. El cuadro recuerda por su estilo al que Von Rosen pintó en Suecia más o menos en la misma época, y que representa al rey Erik, a Karin Månsdotter y al pérfido Jöran Persson, que quiere que el rey firme una sentencia de muerte. Ambos cuadros adoptan una perspectiva romántica. Los detalles son realistas, pero la imagen y el relato subyacente son falsos.

En el cuadro de Nantes se ve a un papa sentado en el trono con toda la pompa. A su lado, totalmente vestido de negro, hay un joven sacerdote con barba que escucha a un hombre que, indignado, parece dirigir sus acusaciones contra el papa.

Es una imagen del llamado «Concilio cadavérico», celebrado en la Basilica Salvatoris de Roma en el año 897, durante unos días de invierno de un frío extremo. Hoy en día, la iglesia se conoce con el nombre de basílica Laterana o de San Juan de Letrán. El concilio se denominó también «Synodus horrenda», lo cual resulta comprensible cuando averiguamos más de él.

Si observamos detenidamente el cuadro de Laurens descubrimos que el papa es un muerto. Un cadáver. Es el papa Formoso —muerto nueve meses antes—, el único papa que ha llevado ese nombre, al que sacaron del ataúd para que pudiera oír las acusaciones de su sucesor, Esteban VI. Se supone que el sacerdote de negro —cuyo nombre no nos ha dejado la historia— que se encuentra junto al papa muerto es su defensor, aunque la sentencia del juicio está clara desde el principio.

El hedor en la iglesia era terrible. Después de nueve meses de descomposición, podemos imaginar el olor que emanaba del cadáver.

En aquel entonces, no era habitual embalsamar a los muertos. Gran parte de la sabiduría que la Iglesia católica heredó de la capacidad de los faraones egipcios para conservar cadáveres se había perdido por aquella época. La tradición romana era otra: colocar el cadáver en un sarcófago en la tierra. La palabra «sarcófago» procede del griego y significa «que consume la carne». Los fabricaban de piedra caliza, que supuestamente aceleraba el proceso de transformación del cadáver en un esqueleto limpio gracias al trabajo de los gusanos.

En condiciones normales, un cadáver de nueve meses se encuentra en pleno proceso de descomposición. Sin embargo, en un sarcófago bien cerrado, a pesar de la supuesta influencia de la piedra caliza, debía de estar más o menos entero cuando abrieron el ataúd. El clima seco de Roma hizo que el cuerpo se hubiera secado, y que la piel se hubiera endurecido y se hubiera vuelto casi como el cuero, como una corteza negra. Pero el amasijo denso de órganos internos en descomposición debía de despedir un olor insoportable, incluso para unas personas que estaban acostumbradas a los malos olores.

El pobre sacerdote debió de sufrir todos los horrores del infierno mientras, en medio del hedor, trataba de rebatir las acusaciones que dirigían contra el cadáver que ocupaba la silla papal. Al fondo se hallaban los obispos y sacerdotes que formaban el jurado de aquel juicio macabro.

El juicio se celebró porque Esteban VI quería defenderse. Había hecho lo mismo que su antecesor y no quería arriesgarse a que un día lo desenterraran y lo llevaran ante la ley. Pretendía que se declarase que a Formoso lo nombraron papa por procedimientos espurios, por lo que todas sus decisiones y nombramientos debían declararse nulos. De este modo, Esteban VI tendría el campo libre y la posibilidad de elegir a sus amigos y colaboradores más próximos para unos puestos que le garantizasen el poder sobre la Iglesia y, naturalmente, sobre su economía.

Tuvo que ser un espectáculo tan horrendo como absurdo en aquellos días gélidos del año 897 en Roma. El hedor debió de quedar en el interior de la iglesia mucho tiempo después de que terminara.

No se sabe si fue por el olor a cadáver o porque ya estuviera amañado de antemano, pero el caso es que el jurado, víctima de las náuseas, no tardó más que unos días en declarar a Formoso culpable de las acusaciones que se le imputaban. Su papado se declaró nulo.

No obstante, Formoso recibió un castigo más macabro que el de la declaración de nulidad: le retiraron la ropa a su cadáver y sólo le dejaron la saya, que se le había quedado pegada a la carne en estado de putrefacción. Además, le quitaron de la mano derecha los tres dedos que utilizaba para bendecir. Más tarde, lo enterraron en un cementerio de peregrinos.

Ignoramos lo que ocurrió después. Existen documentos que indican que, al cabo de un tiempo, Esteban VI mandó que volvieran a desenterrar a su antecesor para arrojarlo al Tíber. Entonces el pueblo se hartó de él, lo apresaron y lo ahorcaron en la prisión, en julio o agosto del año 897. Su reinado como guía de la Iglesia católica duró menos de un año.

Aquel espectáculo macabro puede antojársenos totalmente incomprensible. Esteban VI gritando y señalando con el dedo en la basílica; los obispos y los sacerdotes del jurado; las acusaciones sin sentido; y la sentencia dictada. ¿Cómo pudieron comportarse de aquel modo unos hombres que eran la conciencia religiosa de millones de personas, los mensajeros de un dios en el que creían y al que temían? Ya sabemos que la vanidad, el odio y otras fuerzas destructivas pueden impulsar a los hombres a cometer acciones inexplicables, pero debería existir un límite que no pudiera transgredirse.

El sacerdote anónimo, ¿qué pensaría rodeado de aquel hedor? ¿Qué fue de él? ¿Cómo pudo seguir viviendo después de haberse visto obligado a participar en aquel juego macabro del poder religioso?

Hay personajes históricos a los que me gustaría conocer. Él es uno de ellos.

Cuando por fin pudo salir de la basílica, lo primero que debió de hacer fue intentar liberar su cuerpo y su ropa de aquel olor a cadáver. Me lo imagino como un hombre que ha pasado mucho tiempo inmerso en las burbujeantes aguas de una ciénaga y que, por fin, consigue pisar tierra otra vez. Y me lo imagino afeitándose la barba y el pelo para librarse del olor.

La imagen que da el ser humano es y será siempre extraña. Lo incomprensible parece una sombra que jamás se va.