94 Un franciscano a punto de partir

OCURRIÓ a finales de 1993, en plena guerra. Toda la región de Medjugorje gozaba de cierta tranquilidad, pero a menos de 100 kilómetros de allí, Bosnia seguía siendo devastada por los combates. No esperéis de mí alguna explicación de la situación de aquel entonces, porque alguien más nulo que yo en política, ¡no encontraréis!.

Ese día, yo caminaba hacia el presbiterio para dejar allí una carta, cuando de pronto vi a un franciscano de la comarca. Se dirigía hacia su coche y parecía muy apurado. Lo llamé en voz alta:

—Padre, ¡qué alegría me da verle aquí! ¡Pero entonces, está vivo! ¡Alabado sea Jesús!

—¡Oh, hermana! ¡Usted también está viva! ¡Gracias a Dios!

Es así como nos saludábamos en los años 92 y 93. “Uno será llevado y el otro dejado...” dice el Evangelio (Mt 24, 40), y esa guerra nos recordaba de manera crucial que nadie es eterno aquí en la Tierra.

—¿Adonde va así? ¡No me diga que ya se marcha! ¡Si acaba de llegar!

—Voy con retraso. Tengo un largo camino por recorrer... ¡y de los más difíciles!

“Seguramente debe de ir a socorrer a algunos refugiados en una zona peligrosa”, pensé yo, preocupada.

—Y... ¿adonde le lleva su camino?

Un silencio lleno de significado hace eco a mi pregunta.

—O.K., si no me lo puede decir, oraré por usted sin saber; estoy acostumbrada. ¡Ningún problema!

El silencio se prolonga, y noto por su ceño fruncido que mi amigo franciscano está evaluando los pros y las contras de contármelo.

—Bueno...—me dice en voz baja—. Yo sé que usted ora mucho, así que voy a decirle adonde voy, pero prométame no decírselo a nadie. Si alguien le pregunta por mí, no sabe dónde estoy. Y si ve que no vuelvo... ¡rece por mí!

—¿Se va a Bosnia?

Nunca olvidaré su mirada en aquel momento, ni el timbre de su voz, ni la determinación de todo su ser. En algunas palabras, muy sobrias, él me reveló el proyecto que quizá le costaría la vida.

—Me voy a... (prometí, y cumplo con mi promesa). Son cientos los muertos allí. La gente está rodeada desde hace casi un mes por los musulmanes, y ya no es posible entrar en esa zona ni salir de ella. Están desprovistos de todo, amenazados de exterminio, y sin sacerdote. No se les puede dejar sin sacramentos.

Puse mis manos entre las suyas, o mejor dicho las suyas entre las mías. Después de tragar saliva varias veces, logré decirle con voz velada:

—¿Y cómo atravesará las líneas enemigas?

El esboza una sonrisa. Sí, claro, yo hubiera debido pensarlo: todos los franciscanos de esta zona son “guerreros” vestidos de sayal.

—¿Sabe? Es mi país; nací en estas tierras... ¡Siempre existe alguna manera!

—¡La Gospa estará con usted!

—Bueno..., lleno el depósito y me voy volando.

—Bendígame antes de irse.

Él puso sus manos sobre mi cabeza y pronunció una hermosa fórmula croata de bendición que menciona a la Reina de la Paz. Y, sin agregar palabra... ¡se marchó!

Volví a ver a ese hermano muchos meses más tarde, ya que al regresar vino a celebrar la misa vespertina en Medjugorje. El Señor lo había protegido. El ha reanudado su ministerio en las cercanías, como si no hubiera pasado nada, y aún hoy en día celebra de vez en cuando los misterios de Dios para las muchedumbres de todas las naciones y lenguas que llegan a Medjugorje. ¿Cuál de todos esos peregrinos se imaginaría que ese humilde discípulo de Jesús, en todo semejante a cualquier otro sacerdote, ha merecido la corona del martirio? ¿Quién podría pensar, al recibir de sus manos el Cuerpo de Cristo, que estuvo a punto de ser dado por desaparecido? ¿Y que mañana, si “el pueblo” necesita la asistencia de su sacerdote, aun poniendo su vida en peligro, él no dudará un instante en dársela? Nadie sospecha que aquel que proclama el Evangelio detrás de un micrófono, con tal sobriedad de entonación y gestos, ha vivido hasta el extremo estas palabras de Jesús: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.

Tal es, desde hace siglos, la tradición de mis hermanos franciscanos en este país, tan fuertemente anclada en la memoria del pueblo croata. ¡Y honrarla hoy es para mí una gran alegría!.

MENSAJE DEL 25 DE JULIO DE 1997

“Queridos hijos, hoy os invito a responder a mi llamada a la oración. Deseo, queridos hijos, que en estos tiempos hagáis un lugar para la oración personal. Quiero guiaros hacia la oración del corazón. Solo así comprenderéis que vuestra vida está vacía sin la oración. Descubriréis el sentido de vuestra vida cuando hayáis descubierto a Dios en la oración. Por eso, hijos, abrid la puerta de vuestro corazón y comprenderéis que la oración es alegría sin la cual no podéis vivir. Gracias por haber respondido a mi llamada.”

Medjugorje, el triunfo del corazón
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