39 La cabra que no quería confesarse
ESTAMOS a 18 de noviembre de 1995. Llueve a cántaros en Medjugorje... Veronika acaba de llegar y está terminando de cenar en la casa de los Cilic, donde se ha alojado. Está exhausta por el viaje, y Mary, joven mujer americana también recién llegada, se le acerca para compartir un rato, café de por medio. Una gran simpatía nace entre ellas y la charla se prolonga hasta bien entrada la noche.
—Aquí tengo mis raíces —explica Veronika—. Nací en Yugoslavia hace setenta y dos años. Con mi marido quisimos huir de la llegada de los nazis. Yo estaba entonces embarazada de nueve meses. Caminamos y caminamos, pasando por los bosques para que nadie nos descubriera. Pero, a pocos metros de la frontera, los perros de las SS comenzaron a ladrar. Yo estaba bastante lejos detrás de mi marido, caminando con dificultad. Las SS lo mataron; lo vi caer..., y, ladrando, los perros vinieron hacia mí. Presa del pánico le rogué a la Gospa que me protegiera, y ellos se acostaron junto a mí, sin hacer el menor ruido. Pasé parte de la noche allí; luego me deslicé más allá de la frontera sin hacerme notar. ¿Los perros? ¡Verdaderas ovejas! Al día siguiente nacía mi hijo. Nos refugiamos en Australia.
Vuelvo a Croacia por primera vez... Siempre quise mucho a la Gospa, pero estaba muy enojada con Dios. ¡Mi vida ha sido tan dura! Tengo tan solo un cuarto de riñón y debo hacer diálisis cada dos días para poder sobrevivir. Cuando supe que la Gospa se aparecía en mi país, decidí venir, volver a ver mi tierra natal y reconciliarme con Dios. Desde la muerte de mi marido, no he vuelto a confesarme. Le dije a la Gospa: “Iré a verte a Medjugorje. Haré el Vía Crucis subiendo el Krizevac para obtener la gracia de una buena confesión”.
Pero dispongo solo de unas pocas horas. A causa de las diálisis debo partir mañana para Zagreb con el autobús de las 14.00 horas. ¡Venir aquí ha sido una verdadera odisea! ¡He tardado veintidós días desde Melbourne! Parada en Hong-Kong para una diálisis, luego Bombay, Tel Aviv... Ni siquiera puedo quedarme veinticuatro horas en Medjugorje. ¡Y esta lluvia que no para! ¿¡No podré ir esta noche al Krizevac..!?
—¡Pero mañana hará buen día! —exclama Mary—. Viniendo de tan lejos y haciendo semejante viaje para obtener la gracia de una buena confesión, ¡seguramente la Gospa hará parar la lluvia para que usted pueda subir al Krizevac!
—¿Usted cree?
—¡Sí, seguro! Además, puedo acompañarla. Yo podría despertarla a las cinco y saldríamos para allá un poco antes de las seis. Tendremos buen tiempo. ¡Ya lo verá!
La fe de Mary no tenía tanto que ver con mover montañas como con secarlas.
Pero a las cinco de la mañana llueve más que nunca... Mary despierta a Veronika, que no quiere saber nada.
—Si a las seis ha dejado de llover, me levantaré; si no, ¡no!
Cada media hora Mary asoma la nariz afuera... Llueve cada vez más fuerte. A las ocho, trata nuevamente de convencer a su amiga:
—Ahora sí tendríamos que ir saliendo. Después será demasiado tarde para coger el autobús. Todavía llueve, pero ya verá: ¡en cuanto salgamos afuera saldrá el sol!
Veronika se levanta, algo dudosa, y toma su desayuno escuchando el desagüe de las canaletas escupir estrepitosamente sobre la terraza de cemento... ¡El asunto empieza muy mal!
—Haga un acto de fe; deje su paraguas aquí —insiste suavemente Mary, abriendo la puerta.
Entonces Veronika no puede creer lo que ven sus ojos: apenas pone los pies afuera, las nubes huyen a toda carrera y el sol se asoma con timidez...
Las dos mujeres se dirigen hacia la montaña, pero Veronika se cansa rápidamente: ¡con sus 72 años, un cuarto de riñón, y veintidós días de viaje, la subida es muy dura! Mary le abre camino y la precede para animarla. Repentinamente, entre la primera y la segunda estación del Vía Crucis, Mary ve frente a ella una cruz toda resplandeciente de luz. Deslumbrada, cae de rodillas y se deja invadir por la presencia de Dios, como el profeta en el monte Horeb. Su corazón late muy fuertemente, tal es su alegría. Ella mira hacia atrás y ve a Veronika completamente acostada boca abajo sobre el camino, sollozando hasta más no poder. Así pasan diez minutos, diez minutos que para estos dos corazones serán siempre el secreto del Rey. Luego la cruz luminosa desaparece y las dos mujeres retoman la subida, pero, oh! maravilla, ya no sienten ni la dificultad de la subida, ni las piedras bajo los pies, ni el menor cansancio. Se han transformado en verdaderas cabritas, tanto la de más edad como la más joven, y llegan a la cima en un tiempo récord. Al pie de la gran cruz de cemento ( esta cruz contiene una reliquia de la verdadera Cruz. Fue erigida en el año 1933, con motivo del XIX centenario de la Redención. La Gospa pide que vayamos a orar ante esta cruz. Ella misma está presente allí para orar por nosotros; grandes gracias son derramadas en ese lugar) ellas ofrecen sus oraciones más ardientes a Dios, y bajan de la montaña con la misma y sorprendente agilidad. Mary quiebra el silencio para expresarle su alegría a Veronika:
—¡Ahora sí que usted ha recibido la gracia de una buena confesión!
—¡No, no quiero confesarme! —replica Veronika, saltando sobre las rocas—. ¡Me voy enseguida!
Mary ya no entiende nada. Varias veces le ofrece buscar a un sacerdote, pero Veronika se cierra en banda cada vez más. ¡Es irrevocable! ¡No se confesará!
El autobús se va, llevándose a una Veronika casi molesta.
Muy afligida, Mary se va a la iglesia y suplica al Señor que no abandone a su querida Veronika. El Maligno seguramente ha hecho de las suyas, se dice a sí misma. ¡Es increíble que alguien que haya recibido tal señal, tal gracia, se vaya tan bloqueado!
Varias semanas transcurren así. Una noche suena el teléfono: es Veronika que llama desde Australia.
—¿Mary? ¡Déjame contarte! Sé que has orado mucho por mí... ¡Voy a darte un buen consuelo! ¿Recuerdas que cuando partí de Medjugorje no quería confesarme? El viaje de regreso duró tres semanas y seguía conservando en mí ese rechazo. Algo me bloqueaba en mi interior. Pero llegando a Melbourne, al bajar la escalinata del avión, sentí de repente un profundo arrepentimiento. Todos los pecados de mi vida aparecieron ante mí, uno por uno, con una claridad increíble, ¡y era algo tan fuerte que yo no podía esperar! Al salir del aeropuerto, corrí a la iglesia más próxima para buscar a un sacerdote. Allí me confesé... Una confesión extraordinaria. Imagina, cuarenta años de pecados, ¡y terribles pecados!
—¡Quiere decir que el Krizevac tuvo un efecto tardío!
—¡Pero esto no es todo! Después de la confesión, Jesús me habló al corazón. Me dio la gracia de rezar el Padrenuestro con el corazón y me pidió que pasara el resto de mis días rezándolo sin cesar. Recibí esta gracia y ya hace tres semanas que esta oración habita permanentemente en mi corazón.
—¿El Padrenuestro sin cesar?
—¡Y tengo más para contarte! Tú recordarás que te había dicho cuánto había tenido que luchar después de la muerte de mi marido. Quería salir adelante por mis propios medios. Temiendo siempre que algo me faltara, acumulaba hasta las mínimas cosas materiales. Mi avaricia era enfermiza; lo guardaba todo para mí. Ni mi propio hijo lograba obtener algo de mí. ¡Dinero, dinero...! Quería acumular siempre más dinero, y no era nada caritativa. Después de mi confesión, Jesús me transformó totalmente: recibí la gracia de renunciar a todos mis bienes; liquidé todo ( el Santo Cura de Ars decía: “¡Cuando abrimos la billetera de un rico, salvamos su alma!”). Una parte se la di a mi hijo y la otra a los pobres. Vendí mi casa y pude conseguir una pequeña celda en un monasterio para terminar allí mis días en oración. Después de esta llamada, no poseeré nada. Tendré mis bolsillos completamente vacíos, porque quise utilizar mis últimos dólares para llamarte a Medjugorje, comunicarte mi alegría, y agradecerte...
MENSAJE DEL 25 DE MARZO DE 1993
“Queridos hijos, hoy, como nunca antes, os pido que oréis por la paz: paz en vuestros corazones, en vuestras familias y en el mundo entero. Satanás quiere la guerra; no quiere la paz. ¡Orad, orad, orad!
Gracias por haber respondido a mi llamada.”