86 La humildad de María
EL siguiente suceso echa nuevas luces sobre el extraordinario poder de la virtud de la humildad. Ya el santo Cura de Ars la había exaltado cierto día en que se le preguntaba cuál era la mayor de las virtudes: “¡La humildad!”, había respondido él enseguida.
—¿Y la segunda?
—La humildad.
—¿Y la tercera?
—La humildad.
Bien, pero necesitamos ejemplos concretos.
Existe uno que no puedo evocar sin caer de rodillas. Una de mis amigas, Karen, preguntó un día a Marija:
—Cuando la Gospa está frente a ti, ¿cómo te mira?; ¿qué sientes tú que eres para Ella?
Marija sonrió, ensimismándose por unos segundos, como para revivir la aparición en lo hondo de su ser y encontrar las palabras exactas. Entonces dijo con voz clara:
—Cuando la Gospa viene, cuando me mira, tengo la impresión de que para Ella soy yo la Reina de la Paz, y que Ella está maravillada de tener el privilegio de venir a verme.
—¡¿Cómo?! ¿Puedes repetir lo que acabas de decir?
—Sí, así es; Ella está maravillada de este privilegio que le es dado por Dios...
—¡¡Pero es el mundo al revés!!
—Es la humildad de la Gospa.
Karen queda boquiabierta.
Algún tiempo después, ella fue invitada a hablar de Medjugorje en una gran iglesia, en pleno corazón de Nueva York, la Iglesia San Pío X.
Como era de esperar, una gran muchedumbre acudió para escucharla. Ya era de noche, una clara noche de verano.
Karen hizo una magnífica descripción de la Virgen, de acuerdo a lo que le han contado los videntes de Medjugorje, para quienes se levanta cada día una puntita del velo. Karen habló de la humildad de María, evocando por supuesto las palabras conmovedoras de Marija citadas más arriba.
—María es la más poderosa de las criaturas contra Satanás, porque Ella es la más humilde...
Karen se paró en seco, sonrió y agregó:
—Lo que les voy a decir, les advierto, no le gusta para nada a Satanás, porque es algo que él no puede inventar, ni imitar, ni aceptar... Y es lo siguiente: en el Reino, María es la más pequeña...(el calificativo de “la más pequeña”, por supuesto, hace referencia aquí al estremecimiento de alegría de Jesús: “Te alabo Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los más pequeños” (Le 10, 21), y “El más pequeño de vosotros, ese es el más grande” (Le 9, 48).
Apenas había pronunciado estas últimas palabras, se oyó un ruido infernal en la iglesia que la hizo temblar hasta sus cimientos. Hubo un corte de luz, y la gente se encontró en la oscuridad y sin micrófono. ¡Muda de miedo, la asamblea se paralizó por un instante, y algunos se preguntaron si no había llegado el fin del mundo! Se oyó entonces la vocecita risueña de Karen:
—Ya lo ven; ¡a él no le gusta para nada que María sea tan pequeña!
Los sacerdotes sacaron las antorchas para poder examinar la situación, y se necesitó una buena media hora para volver a dar algo de luz a la asamblea en oración. Oración inquieta, ciertamente, ¡pero más que nunca con el corazón! Afuera, a algunos metros de la nave, el enorme árbol yacía en tierra, partido por la mitad, negro como el carbón. Un rayo lo había abatido. ¿Un rayo? ¿Pero qué rayo? Aquella noche no había lluvia, ni tormenta, ni siquiera un solo relámpago. Las estrellas brillaban como arañas de cristal en el cielo de Nueva York. Yo no estaba allí para observarlas, pero sospecho que estas se habrán puesto a bailar parar honrar a su Reina...
Acerca de la humildad de María, dejadme que os cuente una última anécdota:
Un miembro del grupo de oración tenía una actividad muy secreta: como vivía muy cerca de los videntes, él se las arreglaba para depositar cada día una carta para la Virgen en el lugar de las apariciones. Frecuentemente, la formulación de esas cartas de amor se limitaba a muy pocas palabras, porque la falta de tiempo le hacía escribir a toda prisa. A veces, incluso, solo dibujaba un simple corazón sobre un pedacito de papel; pero allí estaba la intención. Un día, rompió con esa hermosa tradición, porque los numerosos peregrinos absorbían todo su tiempo, y durante ocho días dejó de escribir sus cartas, diciéndose a sí mismo: “Oh, de todas formas, esas pocas cosas que le escribo no valen nada. ¿Qué le importarán a la Gospa mis pobres garabatos? Ella ve mi corazón; esto es lo que cuenta...”. Al noveno día, sin embargo, justo antes de la aparición, él colocó un papelito con tres o cuatro renglones en su escondite secreto, sin que nadie se diera cuenta, por supuesto. Después de la aparición, apenas se había puesto de pie, Marija buscó con una mirada intrigada a ese hermano.
—¿Zeliko? Ven a ver...
—¿Qué pasa? —preguntó él, con voz velada.
—¡La Gospa apareció muy, muy feliz! Me pidió que te transmitiera lo siguiente, pero no he entendido nada: “Te agradezco mucho tu carta, que me dio una gran alegría, porque durante estos ocho días tus cartas me hicieron mucha falta...”. Este es el mensaje que me dio para ti.
¡Ese día Zeliko se derritió de felicidad y quedó mudo durante un buen rato!
Tal es la Madre sublime que Jesús nos ha dado a cada uno de nosotros. ¿Quién sondará jamás las divinas delicadezas de su corazón? ¿Quién intuirá la centésima parte de su alegría por el menor gesto gratuito de nuestra parte?.
Querida Gospa, el día en que Jesús me dijo: “Aquí tienes a tu Madre”, Él me dio más que el Cielo y la Tierra y todo lo que estos contienen. ¡Me regaló su tesoro más preciado!
¿Y quién podrá quitarme la alegría de tenerte?
MENSAJE DEL 25 DE NOVIEMBRE DE 1996
“Queridos hijos, hoy os invito de nuevo a la oración a fin de que, por medio de la oración, el ayuno y los pequeños sacrificios, os preparéis para la venida de Jesús. Hijos, que este tiempo sea para vosotros un tiempo de gracia. Aprovechad cada instante y haced el bien, porque solo así podréis sentir el nacimiento de Jesús en vuestros corazones. Si dais el ejemplo con vuestra vida y os convertís en un signo del amor de Dios, la alegría prevalecerá en los corazones de los hombres. Gracias por haber respondido a mi llamada.”