33 Todos vosotros sentiréis mi amor
PHILIP, guía local de habla inglesa, es una delicia de hermano. Joven, cordial, alegre, tiene el don de introducir a sus peregrinos en las profundidades del Corazón de María. Lejos de “hacer su trabajo”, él vive ese trabajo como una vocación, y dedica tanta energía en orar por sus protegidos como en guiarlos. Testigo privilegiado de millares de fioretti, tiene en su haber innumerables anécdotas.
Un día, este cómplice de la Gospa caminaba por los Campos Elíseos (¡este es el nombre que yo le he dado a la avenida donde se encuentran, lado a lado, agencias, boutiques y restaurantes!) y se topa con dos parejas de americanos sentados en un bar, con aire sombrío. Creyendo haber reconocido a unos antiguos peregrinos, Philip los saluda a través de la ventana y entra. El calor del ambiente lo reanima, ya que es un día de perros: un frío terrible y una lluvia que penetra hasta la médula. ¡Como para deprimir al mismísimo Papa!
—¿No me reconocen? —les pregunta—. ¿Ustedes no estaban en uno de mis grupos hace algunos años?
—No, es la primera vez que venimos, y además estamos solo de paso, por una o dos horas. Estamos de vacaciones en la costa.
—¡Ah, bueno! Pero ya han podido ver algo, ¿no?
Uno de los dos maridos, el más taciturno de los cuatro americanos, responde con amargura y una pizca de sarcasmo:
—¡No! ¡Nada!
—Solo una vuelta por la iglesia —agrega su mujer, algo incómoda.
En verdad, los dos hombres habían venido en contra de su voluntad, solo para acompañar a sus esposas, que habían oído hablar de Medjugorje en Estados Unidos y querían hacer una visita rápida por el pueblo. Philip ve que allí se oculta un serio problema, y le parte el alma pensar que se vayan de Medjugorje sin haber experimentado la extraordinaria gracia de este lugar.
Nos vamos enseguida —agrega el hombre—. Y usted, ¿cómo ha logrado echar raíces aquí?
“Gospa, haz algo... ¡y rápido!”, suplica Philip en su corazón.
—Si ustedes quieren, yo podría llevarlos a visitar a uno de los videntes, Marija o Vicka. Allí se enterarían de lo que sucede aquí con la Santísima Virgen, y además ellas orarían por ustedes un rato...
—¡Fantástico! —responden amablemente las dos mujeres, mientras sus esposos refunfuñan algo así como “¡Bah...!”, con un tono de voz muy agobiado.
Pero las mujeres ganan la partida y los cinco se dirigen en taxi hacia Bijakovici, el caserío de los videntes. Durante el camino, Philip aprovecha para contarles algo sobre los acontecimientos de Medjugorje, ya que ellos desconocen todo al respecto. Pero, muy pronto, uno de los dos hombres lo interrumpe diciendo:
—Veo que usted usa un corsé. ¿Tiene algún problema con su espalda?
—Sí, sufrí un grave accidente de coche. Parte de mi columna vertebral fue aplastada, y tuve que ser operado hace un año. ¡Que yo haya podido volver a caminar es un verdadero milagro!
Los taxis se detienen frente a la casa de Marija, pero la vidente no se encuentra allí. Siguen hasta la casa de Vicka; tampoco está. Philip les propone entonces ir a la Cruz Azul, donde la Virgen se ha aparecido tantas veces.
La lluvia ya es un verdadero diluvio, y los pequeños senderos que serpentean por la colina del Podbrdo parecen ahora verdaderos riachuelos. ¡Todo contribuye a que nuestros amigos tengan ganas de huir! Mojados hasta los huesos por la lluvia helada, llegan a la Cruz Azul. Philip les lee un mensaje de la Santísima Virgen y propone rezar una decena del rosario antes de regresar al pueblo.
—Porque —dice él—, ¡no es casual que ustedes hayan venido hasta aquí! ¡Este lugar es tan especial!
Después de la corta oración, Philip les sugiere que se queden allí un poco más, mientras él los espera en uno de los taxis. En efecto, a los peregrinos les gusta encomendar sus intenciones en cierta intimidad, o recogerse en soledad en los lugares de aparición.
Philip baja entonces solo hacia los taxis..., y espera... Veinte largos minutos transcurren, lo que es absolutamente anormal considerando la falta total de entusiasmo de esa gente, el frío y la terrible lluvia que no cesa. Finalmente, llegan las mujeres, que suben silenciosamente a uno de los taxis. Las dos están en llanto. Los maridos las siguen de cerca; el más taciturno de los dos también está llorando. En el viaje de regreso, nadie habla pero los pañuelos van y vienen. Philip comprende que algo importante ha sucedido, y su corazón salta de esperanza por esa gente tan desdichada.
Ya están frente al hotel. Todos descienden de los taxis. A la hora de la despedida, uno de los hombres saca de su bolsillo un fajo de dólares.
—Tome esto —le dice con voz velada—. ¡Sí, sí, tome! ¡Es para usted!
Philip se niega y se aleja con los bolsillos vacíos, pero el corazón lleno de oración y esperanza. Después de algunos minutos, sus cuatro americanos se irán hacia la costa, pero Medjugorje los habrá tocado de alguna forma. ¡Gracias, querida Gospa!
¡Cuál no sería su sorpresa al ver, por la noche, en el atrio de la iglesia, a sus americanos! ¡Finalmente habían decidido quedarse! Una inmensa alegría lo inunda. Pero su discreción le impide acercarse a ellos y hacerles preguntas sobre su vivencia.
Tres días más tarde, encontrándose en el aeropuerto de Split para ocuparse de la partida de un grupo de peregrinos, Philip se topa nuevamente con sus cuatro americanos, ya de regreso a sus hogares. Entonces, aprovechando la larga espera, el “taciturno” le abre su corazón. Llama a su mujer, y los dos se deshacen en agradecimientos hacia Philip.
—Lo que nos ha sucedido es demasiado prodigioso para no contárselo. Hace justo un año, nuestro hijo mayor murió en un accidente de coche. Tenía 20 años. Su columna vertebral se quebró a la altura de la nuca y murió en el acto. Al ver que el primer aniversario de su muerte se acercaba, mi mujer y yo decidimos irnos lejos, muy lejos de casa, para pasar ese triste día en un entorno totalmente diferente. ¡Y exactamente ese día, estábamos en Medjugorje! Recuerda usted el clima horrible que tuvimos... ¡Como para quedarse en casa dando vueltas! Cuando usted vino a saludarnos, nos sorprendió su gran parecido con nuestro hijo. Los dos tienen mucho en común: misma edad, mismo rostro y además usted usa un corsé para sostener su espalda... Viéndolo a usted, ¡cuántos recuerdos dolorosos volvimos a vivir!
Y su mujer añade:
—Tiene que saber, Philip, que mi marido había abandonado a la Iglesia así como toda práctica religiosa después del accidente de nuestro hijo. ¿La fe?, ¡muerta! ¿Dios?, ¡ni hablar! En nuestra familia, estaba prohibido mencionar a nuestro hijo. ¡Ni podíamos pronunciar su nombre! Mi marido había hecho desaparecer todas sus pertenencias. Ningún recuerdo debía subsistir. Había que hacer tabla rasa de él. ¡Como si nunca hubiera existido!
El marido toma nuevamente la palabra:
—Sabe, Philip, yo no soy hombre de oración, pero en la Cruz Azul, mientras usted oraba a pocos metros de nosotros, sentí que alguien detrás de mí me tocaba el hombro. Sorprendido, me giré, pero no vi a nadie, pensé que esa sensación provenía de la lluvia. Luego, de nuevo sentí unas manos posarse sobre mis hombros, y esta vez me invadió un inmenso y delicioso calor... ¡Sin embargo, usted recuerda el frío que hacía...! ¡Ese calor era totalmente inexplicable! Pero lo que más me conmovió fue la paz que abarcó todo mi ser. Nunca antes, en toda mi vida, había sentido una paz igual. ¡Ni se la puedo describir! Entonces empecé a llorar... ¡a llorar tanto! Mi mujer también se puso a llorar. Sabíamos muy bien por qué llorábamos; ella comprendió enseguida. Después de ese tiempo de oración, decidimos quedarnos un día más. Aquella noche la pasamos casi enteramente hablando juntos de nuestro hijo. ¡Todas las prohibiciones se levantaban, todos los cerrojos al fin se destrababan! Hablamos de Dios, de la religión, de Medjugorje... ¡No podíamos parar! Imagine usted, ¡era la primera vez en un año, día por día, que al fin conseguíamos evocar juntos la memoria de nuestro hijo! De regreso a la costa, que ya no representaba ningún interés para nosotros, descubrimos una capillita donde pudimos asistir a misa. Queríamos profundizar la gracia recibida en Medjugorje antes de regresar a casa.
¡Philip no puede creer lo que oye! Pero sus rostros hablan más aún que el entusiasmo de sus palabras. Después de haberse despedido de ellos, él vuela por el camino, ¡de alegría!
¿Aquí termina la historia? ¡No! Este matrimonio recibe a Philip en su casa dieciocho meses más tarde. El se entera entonces de numerosos detalles sobre la increíble gracia de Medjugorje que había salvado a esa familia de la dislocación. Por medio de la madre, descubre que antes de Medjugorje, unos disturbios muy serios se habían apoderado del padre.
—Por ejemplo —le confía ella—, mi marido tenía brotes de cólera espantosos y protagonizaba escenas terribles en público..., hasta tal punto que nuestros otros hijos se habían rebelado contra su padre. ¡Por cuántos sufrimientos hemos pasado! Ni se los podría contar. La relación entre nosotros dos se hacía añicos... Lo peor es que ya estaba prevista una estancia en un hospital psiquiátrico para mi marido después de ese viaje, y el psiquiatra se mostraba pesimista.
Las “manos” que habían tocado los hombros del padre también habían tocado su corazón, su alma y su espíritu, y habían arrancado de raíz toda desesperación. Ya no se hablaba de tratamientos ni de psiquiatras. Después del episodio de la Cruz Azul, su vida cambió totalmente. El se reconcilió con la Iglesia y volvió a asistir a misa con regularidad. Sus hijos reencontraron al padre, tal como era antes, y aún mejor. Philip descubría a un hombre completamente transformado, abierto, amable, jovial, que hablaba apaciblemente de su hijo, del accidente, de la fe en Dios. Había vendido su empresa y dedicaba su vida a su familia, permanecía junto a su mujer y profundizaba cada día más su descubrimiento de la fe. Hasta tal punto que su hijo menor está actualmente preparando una nueva peregrinación a Medjugorje, ¡con toda la familia...!
—La Gospa sabía que solo disponía de veinte minutos para tocar su corazón —explica Philip—. ¡Lo hizo de manera tan delicada y a la vez tan poderosa! Ella tenía que cumplir su promesa, porque aquí lo dijo: “¡Todos sentirán mi amor!”.
MENSAJE DEL 25 DE SEPTIEMBRE DE 1992
“Queridos hijos, hoy de nuevo quisiera deciros que estoy junto a vosotros, también en estos días turbulentos en que Satanás quiere destruir todo lo que mi hijo Jesús y yo misma estamos construyendo. El quiere especialmente destruir vuestras almas. Quiere apartaros al máximo de la vida cristiana y de los mandamientos que la Iglesia os pide vivir. Satanás quiere destruir todo lo que es santo en vosotros y en vuestro entorno.
Por eso, hijos míos, orad, orad, a fin de que seáis capaces de comprender todo lo que Dios os da mediante mis visitas. Gracias por haber respondido a mi llamada.”