CAPÍTULO 55
La decisión de Sala
Llovía copiosamente sobre los tejados de Venteria. Las calles encharcadas espejaban los cielos nubosos y se volvían muy resbaladizas para los operarios que mantenían la iluminación de las calles colocando viseras en los pebeteros de las calles principales. Esa agua lograba mantener dentro de las cantinas y las viviendas los rumores que ya pesaban sobre la batalla de Lamonien.
Un extranjero, después de mucha insistencia, logró penetrar en la ciudad por la puerta sur. Los aduaneros tenían órdenes explícitas de ser muy cautelosos con quien dejaban entrar. No le permitieron pasar armas, así que el tipo tuvo que abandonar allí sus cuchillos, su espada y todo objeto susceptible de poderse usar contra otro ser humano. También aligeraron el peso de su bolsa de oro, pues no le quedó otro remedio que apoquinar. El extranjero tenía prisa y no discutió por dos monedas de oro, de las seis que tenía.
Atravesando las calles en la oscuridad de una noche lluviosa, tapado con una capa de buena factura, el extranjero parecía una montaña en movimiento. Era enorme. Su altura sobrepasaba con creces a la de cualquier transeúnte y semejaba los números humorísticos que solían hacer los actores en los corrales de teatros cuando dos hombres, uno subido a hombros de otro se cubrían con una túnica larga y semejaban un gigante. El extranjero era tan alto que algunos carteles de las tiendas del barrio bajo lo obligaban a agacharse para no chocar con ellos y hacer sonar las cadenitas que los sostenían atravesando las calles estrechas. No podía tampoco caminar bajo los soportales de algunas edificaciones, por lo incómodo de ir con la cabeza humillada hacia delante. Sus pisadas eran sonoras en los charcos. Tenía prisa.
—¿Dónde puedo encontrar a un hombre llamado Remo?
Así preguntaba aquí y allá, sin orden. Remo no era un nombre muy común, pero tampoco era un nombre suficientemente extraño como para ser inconfundible. Después de varias confusiones el extranjero se topó con una pista.
—¿El hombre que sobrevivió al agua hirviendo?
—¡Ese! ¿dónde puedo encontrarlo?
—¿Puedo ver la cara de quien me lo pregunta?
El extranjero retiró la capucha y las gotas de lluvia chapotearon en un cráneo enorme, negro, y resbalaron sobre una narizota algo chata hacia unos labios marcados, todo este recorrido cortado por cicatrices. Sonrió como para ser retratado y varios dientes de oro saludaron al extraño. La cara que puso la persona que le había requerido identificación vino a decir que más valía no haberla pedido, el extranjero daba miedo.
—Remo se aloja en la pensión Múfler, pregunte en ese poste notarial y le indicarán, está cerca.
Llegó a la posada que le habían indicado. El extranjero vio que en la puerta había dos hombres a cada lado del dintel. Parecían controlar su acceso.
—¿Puedo pasar? —les preguntó.
Uno de ellos se colocó a su espalda.
—¿Estás armado?
—No.
Entraron en el recibidor acompañándolo. Allí apareció una mujer de mediana estatura y piel clara, gordita.
—Soy Ablufeo, aunque se me conoce como Granblu, y estoy buscando a Remo, hijo de Reco —dijo el viajero retirando la capa.
Tena Múfler lo miró como a una tragedia y muy escuetamente respondió.
—Espere un momento aquí.
Los dos guardaespaldas no le quitaban ojo. Granblu hacía como si no existieran. Se entretenía escuchando sus ropas gotear en la madera del suelo.
—Niña, hay un tipo gigante, abajo. Pregunta por Remo.
Sala se vistió rauda y descendió los peldaños de la escalera. No pensó que Tena exagerase con lo de gigante, ahora al verlo, creía que era el hombre más grande que había visto en su vida.
—¿Requiere nuestra presencia? —preguntó uno de los guardaespaldas que parecía un crío junto a Granblu.
Sala tenía una conversación pendiente con ellos. Pensaba llegar a un acuerdo económico para que siguieran protegiendo la casa. El día anterior ya le habían comentado a Sala que no había noticias de Cóster, y que estaban pensando dejar la vigilancia mientras su jefe no se pusiera en contacto con ellos. Sala sabía perfectamente que Cóster sería dado por desaparecido en pocos días y, aquella protección le venía muy bien a Tena, así que pensaba dilatar lo más posible el tiempo en que trabajaban gratis para ellos. Después pensaba contratarlos.
—Podéis seguir en la puerta. ¿Habéis cenado?
Asintieron al mismo tiempo antes de salir del recibidor.
—Pues a mí no me iría mal un cuenco de lo que quiera que te sobre —comentó el extranjero.
Sala sonrió y lo invitó con la mano a pasar al salón junto al fuego. Sus pisadas parecían estirar la madera como si fueran cuerdas mojadas.
—¿Te gusta el estofado de carne? Por favor, quítate la capa y déjala ahí, vienes empapado.
Granblu arrastró la solapa y quitó el broche que ceñía la capa en su pecho.
—Me gusta todo, estofado, suena muy bien —contestó mientras dejaba el paño enorme y empapado donde le había señalado la mujer, doblándolo para que no se saliera del barreño.
Vestía un chaleco de piel sobre una camisa de tono marrón que, quizá algún día había sido beige claro. Sus pantalones con un cinturón de hebilla desproporcionada, se le ceñían por la humedad y aplastaba unas botas altas de cuero negro, rotas por todas partes, pero que guardaban bien el pie. Las correas que llevaba indicaban que había sido desarmado pues alojaban ojivas para insertar vainas.
—De qué conoces tú a Remo, ¿te hizo algún mal?
—Somos amigos…, fuimos rivales en un torneo de combate.
Sala lo miró con pavor. Remo contra esa mole.
—¿Te venció?
—Mucho peor…
Ahora el tipo se rascó la cabeza calva y acabó dando un manotazo sin violencia, aunque muy sonoro, en una de las mesas.
—¡Remo me dejó ganar!
—Me extraña que él hiciese algo semejante —dijo ella mientras le ponía el estofado delante y le alcanzaba una cuchara—. Tal vez eres un mentiroso que no conoce a Remo y que viene buscando algún beneficio.
—¡Por los dioses, conozco a ese hombre! Es un tipo serio, fue soldado de La Horda del Diablo, es un hombre que no habla mucho, nada de diversiones, tiene la mirada maldita y lleva muchos años obsesionado con una sola cosa: encontrar a su mujer.
Sala no desconfiaba de esos ojos enormes ahora encabritados que la repasaban de arriba abajo, fieros por las dudas que ella expresaba. Pero aun así deseaba estar segura.
—Vale, supongamos que te creo, conoces a Remo. ¿Para qué lo buscas?
Ablufeo la miró de arriba abajo otra vez.
—Prefiero decírselo en persona.
—O largas por esa bocaza o te juro que no te diré una palabra más sobre Remo.
Granblu serio, después de masticar bebió un trago directamente de la jarra que la mujer acababa de posar en la tabla donde comía. Se la quedó mirando. Se agarró la cabeza con una de sus manazas y repasó su calva de afeitado perfecto.
—He encontrado a su mujer…, a Lania. La he localizado y podré hacerme con ella con el oro suficiente. Debemos darnos prisa. Nos espera un barco en Mesolia. No será fácil, es un viaje peligroso, pero Remo logrará por fin su objetivo.
Sala, absolutamente inmóvil, le mantenía la mirada al mercenario, aunque de una forma extraña, parecía en trance, hasta el punto que él fue quien apartó sus ojos. La mujer comenzó a respirar entrecortadamente.
—¿Estás… seguro de que es… Lania? —preguntó con la voz tomada por la agitación que le habían causado las palabras de Granblu.
—Tiene la marca en el hombro de las cocineras de la isla de Jor, un poco maltrecha… se llama Lania, es de Nuralia y vivió durante algunos años en Vestigia.
Tenía que ser ella. Lania era un nombre bonito, que muchas madres deseaban para sus hijas, pero todas las demás pistas la convertían en una única Lania: la mujer de Remo.
—¿Por qué haces esto?
—Estoy en deuda con ese hijo de mala pantera…
—Pues hay un problema, Remo está en la guerra. No sé cómo podríamos avisarlo. Ni tengo idea de si él podrá partir, ni siquiera sé si está vivo. Ha participado en la batalla de Lamonien y cada día llegan peores noticias. El rey está de regreso y espero que Remo venga con las tropas…
—Remo tiene que estar vivo. Ese hombre es indestructible.
Sala pensó que no lo era. Remo era de carne y hueso pese a su voluntad sobrehumana. Llevaba días preocupada precisamente por no saber si Remo había sobrevivido. Con la ayuda de la piedra tenía más posibilidades que cualquiera, pero todas las noticias que llegaban sobre la batalla eran tan poco halagüeñas…
—Es un tipo tan tozudo que no se le puede eliminar así como así.
Sonrió cuando escuchó esas palabras viniendo un hombre que, a simple vista, sí que parecía invencible.
—¿Cómo le van las cosas a Remo? ¿Podrá reunir doscientas monedas de oro?
—¿Doscientas monedas de oro?
—Es lo que costará conseguir a Lania…
Sala imaginaba un precio alto, pero doscientas monedas por una esclava era excesivo, desorbitado. Ahora lo importante no era eso. Necesitaba contactar con Remo.
—Está bien, al amanecer iremos a la notaría más cercana. Intentaremos averiguar cuándo llegan las tropas del rey. Estoy segura de que le dará igual desertar si es preciso, lo que sea con tal de recuperar a Lania.
Sala ubicó a Granblu en una de las habitaciones. El hombretón intentó pagar pero ella lo ignoró. Pasó la noche sin dormir. No dejaba de sentir emociones muy fuertes y contradictorias que pinchaban su estómago. Antes de que el alba pintara las fachadas de las casas a las que ella se dedicaba a escrutar desde la ventana, el cansancio le pudo y terminó por quedarse dormida sobre la cama.
En la notaría no obtuvieron noticias. Sala suponía que se había intervenido toda información sobre la batalla. Se hablaba de maniobras en contra de las normas de la guerra. Se tenían noticias sobre sabotajes y traiciones en todo el reino. Sobre la batalla se sabía bien poco. Algunos comunicados que publicaban en el poste afirmaban que había sido cruenta para ambas partes y que muchos habían perdido la vida. Pero no había recuento de bajas, ni se decía claramente quién había sido el vencedor… Por eso Sala sabía que habían perdido. En las cantinas y los entresijos de la ciudad sí que volaban rumores de una gran derrota. Sala suponía que no podían fiarse de ninguna noticia.
Entonces se oyeron las campanadas.
—¿Es un templo? —preguntó el hombretón.
No podía serlo. Las primeras campanadas se propagaron por Venteria desde la puerta sur. Después fueron copiando su sonido todas las torres de la muralla este, norte, y oeste. Como una letanía de la mañana, el tañir de las campanas de las murallas solo podía significar una cosa: el rey estaba de vuelta.
Granblu acompañó a la mujer, que consiguió un carruaje para ir a la avenida principal en la puerta de la ciudad. Allí consiguieron ver la procesión de combatientes que regresaban junto a la carroza del rey. Voceadores antecedían a las tropas y ordenaban no festejar el regreso. Muchos soldados de la guardia de Venteria protegieron los flancos de las calles y también hacían gestos de silencio. La derrota era evidente. Sala pensó que sería muy complicado detectar a Remo entre la comitiva, hasta que se dio cuenta de que no eran tantos. Ese fue el primer comentario que surgió en las calles de Venteria. Habían regresado muy pocos.
Al cabo de un rato, Sala divisó a los espaderos de Górcebal, que iba a la cabeza. Luchaba por acercarse entre el gentío. Miles de personas nombraban familiares o amigos, preguntaban por la suerte de los que allí faltaban. Entonces vio a Trento. Cabizbajo se dejaba ir en el vaivén de su corcel. Estaba aterrada. Remo no aparecía por ningún lado.
—¡Trento!
Gritó una y otra vez hasta que su amigo la detectó entre la multitud.
—¡Remo vive! —gritó el capitán—. ¡Remo vive!
Sala no pudo evitar lágrimas de alegría. Abrazó a Ablufeo que se quedó petrificado por la reacción tan efusiva de Sala. Viendo que el militar hablaba con ella, la gente le hizo hueco para que pudiera acercarse a su caballo.
—¡Tiento necesito ver a Remo con urgencia! ¿Dónde está?
Ahora la fachada feliz que mantenía su amigo cambió.
—Remo ha marchado a Debindel con poco más de doscientos hombres. Desobedeció las órdenes del rey. Acude en defensa de la ciudad porque será el próximo objetivo de Rosellón. Habría ido con él, pero ese maldito no me avisó.
Trento se despidió de ella con la mano. Tendría bastantes obligaciones que atender. Sala y Granblu se apartaron de la masa que empujaba por ver a los militares. Regresaron a la pensión por varias callejuelas solitarias.
—Debindel está a varias jornadas de aquí —le aclaró Sala.
—Maldición. Sala, no tenemos tiempo. ¡Ya me demoré demasiado en mi viaje hasta aquí! No habría venido con las manos vacías si el precio fuese distinto, pero no tengo dinero como para comprarla, es complicado de explicar.
Sala lo miró a los ojos.
—Tengo ese dinero.
—¡Perfecto! Dámelo y traeré a Lania. No podemos ir a por Remo; tardaríamos demasiado.
—Hueles el dinero y ya tienes prisa…
—Maldita mujer. ¡Es la esposa de Remo! Si vuelve a perderse, me matará y puede que te mate también a ti.
Sala miró al hombre a los ojos. Pese a su aspecto, no se veía un hombre que se pudiera haber inventado aquella historia para sacarle dinero. Sin embargo, teniendo en cuenta la clase de gente con la que ella y Remo solían relacionarse cuando trabajaban como asesinos, Sala sabía que la única opción para saber que su dinero tenía un buen destino era…
—Yo iré contigo.
Granblu aceptó complicando en una mueca parecida a la resignación.
Preparó su petate con rapidez. Volvió a vestirse con los pantalones ajustados y las botas de viaje. Su cinto con trabilla y bolsillo secreto para ocultar una pequeña daga, su corpiño ceñido, sus guantes de tiradora y alcanzó el mejor de sus arcos con treinta flechas de equilibrio perfecto. Era el mismo arco que había usado en la Ciénaga Nublada, años atrás, cuando conoció a Remo.
De repente se vino abajo. Después de todo lo que había vivido junto a él, en la Ciénaga, en el viaje hacia Sumetra, después de haberlo dado tantas veces por muerto y tantas veces haber festejado su increíble capacidad para sobrevivir, después de haber sufrido tanto con su juicio y aquella sentencia, tras haber logrado por fin entrar en su corazón, aunque fuera en un equilibrio peculiar entre desastre y felicidad, después de todo lo que habían pasado juntos… Lania.
Ella podía acabar con todo. Una lágrima paseó por su cara. Remo y Lania. Podía ver perfectamente el día de su regreso con Lania del brazo y Remo emocionado abrazándola. Aquel hallazgo sería el final absoluto de su relación con él y…
—Imbécil, no seas egoísta —susurró manteniendo en su cabeza el recuerdo del último beso que el hombre le diera, vestido con la armadura de los espaderos, rodeado de campos dorados—. ¡No pienses y haz lo correcto!
Estaba actuando como le decía su instinto. Había numerosas preguntas asediándola en la lejanía de la consciencia. ¿Vas a ir al rescate de la mujer que Remo amaba? ¿Estás segura que esta decisión de rescatar a Lania, sin avisar a Remo, es la correcta? ¿Puedes fiarte de ese gigante? No. No sabía quién era ese tipo. No tenía ni idea de si estaba haciendo lo correcto al partir, sin avisar a Remo. Estaba improvisando sin dejar de sentir que, en el fondo, por mucho que le doliese el futuro si tenía éxito… hacía lo correcto.
—¿Dónde vas, hija? —preguntó Tena entrando en su habitación y mirándola ataviada con la capa, resolviendo los últimos preparativos.
—Volveré pronto.
Sala no escuchó las advertencias de Tena mientras bajaba los peldaños. Granblu la esperaba y sonrió viendo su cambio de atuendos.
—Ahora sí te veo más próxima a Remo, ¿eres su amante?
Sala copió uno de los gestos que más hacía Remo cuando ella le preguntaba cosas así, directas, como acababa de hacer Granblu. Frunció el ceño sin responderle.
—Vale, vale, vosotros sabréis, una mujer que está dispuesta a viajar millas y arriesgar el pellejo por una causa que no es suya, debe ser alguien importante para Remo.
—Yo pagaré ese rescate y aquí será donde tenga que venir Lania en caso de que a mí me sucediera algo ¿entendido?
—Entendido.
—En marcha.
Enfiló las calles junto al gigante. Era el principio de un viaje a lo desconocido. Sentía una mirada desde los cielos, unos ojos verdes que la vigilaban desde la distancia, sí, como si aquel periplo fuese observado por Remo. En su fuero interno deseaba que él lo apreciase, que algún día le diese valor al esfuerzo y el arrojo que ella deseaba demostrar trayéndole de vuelta a su amada. Más hondo en su ser, soñaba con un regreso en el que Remo prefiriese estar con ella, aunque chocaba directamente con la lógica fría. Sala no podía perder ese pensamiento que calmaba su corazón.
En su estómago un cosquilleo, como si el destino soplase brasas en su interior y se avivase el fuego intenso de la aventura.