CAPÍTULO 45

Las jabalinas negras

Mientras todo esto sucedía en el gran contingente de a pie, los combates a caballo levantaban ya tempestades de polvo, y la sangre y la confusión dominaba a los jinetes de Mesolia, que fueron los más perjudicados en el primer choque. Hasta el punto que algunos habían preferido desmontar para protegerse de la estrategia de combate que usaban sus adversarios. Los jinetes de Rosellón usaban unas bolas de hierro unidas por cuerdas y las lanzaban trabando las patas de los caballos a bastante distancia. Las caídas desconcertaron enseguida a sus rivales. Además arrojaban unas jabalinas cortas, que eran el doble de largas que una flecha, pero más pequeñas y delgadas que las jabalinas del ejército de Tendón. De punta letal, fabricadas con un acero muy elaborado, muy afiladas, cada jinete llevaba un carcaj con más de seis de estas jabalinas delgadas, que atravesaban los petos y escudos con facilidad si poseían suficiente vuelo.

La confusión fue tremenda cuando las primeras filas de la caballería fueron derribadas, provocándose estrepitosas caídas, y los animales que les venían a la zaga se embarullaron también en melés donde reculaban siendo engullidos por su propia estela de polvo. Las coces de los caballos no reconocían compañeros o enemigos. Muchos jinetes perdían las bridas con facilidad cuando un animal se enervaba, y caían en malas posturas lesionándose las espaldas o el cuello. Los animales relinchaban miedosos en el fragor y trotaban descontrolados si se veían libres de jinete. Las jabalinas eran un calvario que llovía y mataba con facilidad.

Lo que parecía imposible estaba sucediendo. Las tropas rebeldes estaban dominando la batalla a caballo. Sus armas eran tan ágiles y certeras que los caballeros del rey cuando mataban a un enemigo le robaban aquellos dardos de inmediato. Muchos jinetes huyeron sin montura hacia el contingente de infantería, y las tropas vencedoras pudieron acudir en auxilio de los jinetes que se medían en la batalla del otro flanco del campo de batalla.

Allí, los jinetes del rey, mandados por el general Parrelio, entrenados en Venteria durante años, sí que estaban resolviendo mejor la situación de caos que creaban las caídas de los caballos y las dichosas jabalinas ligeras. De hecho estaban prevaleciendo en sus combates en el lateral izquierdo del campo de batalla. Gracias a la habilidad que muchos poseían como arqueros a caballo y la experiencia usando el escudo y las lanzas. Los diferentes destacamentos, bien combinados, lograban acertar a gran distancia a sus enemigos con las flechas sin dejarles una distancia propicia para las jabalinas, o protegidos por las armaduras y los escudos, se acercaban hasta tener cerca a sus adversarios para proyectar las lanzas. Mandaban a los caballos correteando por las llanuras y asaeteaban el grueso enemigo que venía a perseguirlos.

Pronto el combate a larga distancia se convirtió en un nudo de cientos de corceles empujándose, y ahí las espadas de los hombres de Parrelio también parecían más certeras en la distancia corta. Combatir a caballo era un arte que necesitaba años de entrenamiento. No siempre el caballo que empujaba y conseguía espacio era el vencedor. Precisamente la habilidad de los jinetes de Parrelio de combatir en esas presiones, con equilibrio perfecto para defenderse bien y atacar, procuró ventaja al principio.

Sin embargo, la llegada de los jinetes victoriosos en el otro extremo del campo de batalla hizo más crudo el combate y equilibró las fuerzas hasta el punto de que las tropas de Rosellón por primera vez superaban en número a los jinetes del rey.

El golpe más duro se sufrió cuando el general Sebla logró cortar la cabeza de Parrelio. Mantuvieron un lance fortuito después de que Sebla sobreviviera de puro milagro cuando lo asediaban dos enemigos que escoltaban a Parrelio. Al esquivarlos, gracias a una torsión gimnástica de su corcel que empujó con el pecho musculoso a uno de sus oponentes, se vio de bruces con el caballo del general del rey. Fue cuestión de reflejos. Sebla lanzó su brazo sin creer mucho en que la trayectoria fuese acertada, y sin embargo encontró de lleno el cuello de Parrelio. Su cabeza se desmayó al suelo y acabó pisoteada por los caballos.

—¡General muerto! —gritó Sebla sorprendido por su buena fortuna.