CAPÍTULO 27

Estrategia

La muerte de Loebles fue muy dura para todos. Tomei no le comentó a Fenerbel, ni a su esposa, a nadie, que fue un suicidio planificado. Se lo guardó para sí. Algunas noches soñaba con Loebles envuelto en llamas. En sus pesadillas Loebles al principio chillaba de dolor mientras las llamas hacían que su piel se crispara como la superficie de un guiso. Entonces, cuando parecía que sus gritos se convertirían en auténticos aullidos, Loebles comenzaba a reír. Una risa extraña y delirante.

Se acercaba el momento de las armas, de empuñarlas contra el rey, y Rosellón instauró la costumbre de reunir a Tomei, Blecsáder y varios mandos militares para comentar sus planes sobre la revuelta inminente. El rey había solicitado ya hasta en tres ocasiones visitar las obras de los colosos y sabían que no podrían demorar mucho más el inicio del plan. Las excusas habían sido muy variadas, le habían hecho llegar al monarca numerosos dibujos, ilustraciones primorosas para saciar su curiosidad. Más tarde tuvieron que organizar una visita de varios nobles a las obras y Rosellón se encargó de que precisamente el Rey invitara a los lores afines a su causa. Tomei y Fenerbel construyeron varios modelos de las estatuas falsas, a escala del tamaño de una escultura mediana, de un metro de altura, para apaciguar la enorme curiosidad que el monarca mantenía en sus obras.

—¿Te imaginas, Tomei, lo grandioso que habría sido nuestro trabajo? —preguntó Fenerbel agachado, mientras contemplaba uno de los modelos ficticios, elevándolo en su mente por encima de los muros, entrando en los cielos.

—Tal vez algún día los construyamos, para la nueva Vestigia.

Uno de los capataces vino acompañado de un esclavo personal de Rosellón.

—Mi señor, lo esperan en el castillo, para una reunión en el Salón de las Águilas.

—Fenerbel, creo que los modelos han quedado bien, son creíbles. Discúlpame.

Con los apoyos que ya contaban, Rosellón estaba seguro de que podrían comenzar la rebelión, pero sentía inquietud ante la idea de una gran batalla, por eso convocaba una y otra vez a sus mandos y estrategas para debatir sobre diversas artimañas para lograr cierta igualdad en un hipotético encontronazo en una llanura. Asumían la posibilidad de recibir el asedio en Agarión, y buscaban la manera de afrontar batallas defensivas o cómo invadir algunas ciudades estratégicas.

Tomei penetró en el salón. Olía a tabaco, y por el aspecto de las pipas y la humareda flotante encima de la mesa, adivinó que la cita había comenzado horas atrás. Se acercó saludando tímidamente y tomó asiento en uno de los sillones de cuero tachonados con chapas doradas. La luz del incensario que pendía del techo no parecía suficiente y habían abierto dos ventanas que daban al patio interior.

Habló Blecsáder, Tomei adivinó caras nuevas arrimadas a la mesa que, reunión tras reunión, se sustituía por una más larga o más ancha; crecían como la expectativa de lo que fuese a acontecer en los próximos meses.

—Cuando todo comience, Tendón deseará aplacarlo con rapidez, convocará un gran ejército para venir a por nosotros. Sacará de Venteria no menos de ocho mil soldados, con el apoyo de todas las esquinas del reino puede juntar cincuenta mil hombres pertrechados para el combate en pocas semanas. Nosotros, con mucha suerte, dispondremos de cuarenta mil.

—Eres optimista —decía Lord Corvian con su mirada fija en el mapa que habían dispuesto encima de la mesa—. El rey dispondrá de, al menos, sesenta mil. Sus tropas están mejor entrenadas que las nuestras. No se trata de vencer. Si minamos suficientemente su moral, si conseguimos que sufran en el campo de batalla, Tendón se encerrará en Venteria. Sus fuerzas irán a proteger la capital y no recibiremos asedio alguno. Le obsesionará que sus viejos enemigos despierten. Siempre estuvo asustado por la posibilidad de que Deterión volviera a intentar invadir Vestigia.

—¿Eso crees? Si nos vencen a campo abierto, se crecerán, y apuesto mi cabeza a que, por muchas que sean sus bajas, los tendremos a las puertas de Agarión en tres o cuatro semanas, con catapultas y maquinaria de asedio.

—Eso no se consigue en tres semanas.

Había hablado el capitán Fésler, enviado por el general Gonilier para la cita, era su hombre de confianza. El general se mantenía distanciado de las reuniones, muy en la sombra. Probablemente, después de Lord Decorio, era la baza más importante que había logrado Rosellón.

Tomei hizo un comentario en voz baja que pasó desapercibido por todos los militares exceptuando Lord Corvian.

—Repite eso que has susurrado Tomei, querido amigo, todos podemos aportar ideas en estos problemas que nos conciernen. En esta mesa no hay más que iguales y cada juicio vale lo mismo que el que pueda contradecirlo.

Rosellón lo invitaba en representación de sus colegas, suponía el arquitecto, para mantener firme el compromiso de involucrarlos en la construcción del nuevo orden, desde una posición humanista, donde la cultura y el conocimiento jugaran un papel preponderante.

—En la historia hay ejemplos de batallas en las que un ejército venció a otro más numeroso, a campo abierto…

—¿La batalla de Tresdea en Meristalia? Es todo mentira, realmente no eran tan pocos.

—No, yo hablo de muchos años antes de eso, en épocas de Vuelkios, Seforanos.

Al parecer, estas ideas, por muy locas que pareciesen, refrescaron la imaginación de Rosellón y, a partir de ese instante, el prestigioso general de los ejércitos, fundador de La Horda del Diablo, obligaba a Tomei a opinar sobre casi todos los asuntos militares. No lo dejaba mantener el silencio acostumbrado.

—Explícanos qué sucedió en esa batalla.

Tomei se levantó y usando varios utensilios explicó una estrategia antigua, un plan que Rosellón abrazó al instante. Era arriesgado, repleto de osadía.

—¡Eso es justo lo que estábamos buscando!

Alrededor de la mesa, Blecsáder, Bramán y Fésler, el capitán Sebla junto a un extranjero llamado Bular, enviado por Oswereth el fuerte, líder de los Órdalos, comenzaron a discutir a la vez en contra de aquella exposición de Tomei que, por su parte, se sintió algo intimidado por aquella animadversión que suscitó su idea.

Se escucharon pasos. Un esclavo vino a la distancia de servicio y Lord Corvian sonriente lo invitó a acercarse.

—Si me disculpan —dijo Rosellón después de escuchar el mensaje.

Acompañó al esclavo hacia el pasillo estrecho que comunicaba con otro salón y cerró la puerta.

—Mi señor, es una mensajera que proviene directamente del barco que envió a la Isla de Azalea.

El esclavo le entregó un pergamino diminuto. Rosellón desenrolló el papel y leyó en voz baja.

—«Los sacerdotes de la isla son hostiles. Estamos combatiendo contra ellos. Poseen dones sobrenaturales y sus llamas nos están diezmando, la victoria es imposible».

—¿Nada más?

—Nada.

—Avisad inmediatamente a Bramán, que venga a verme a mis aposentos.

Mientras tanto en el Salón de las Águilas, Fésler cedió la palabra a Tomei.

—Prosigue con tu explicación, me interesa ese plan del que hablas.

—Bueno —fue Blecsáder quien intervino acallando a Tomei— lo que está claro es que una batalla a campo abierto jamás nos podría favorecer, dada la inferioridad numérica que tendremos. La única forma de combatir a un gran ejército es separándolo, o manteniendo escaramuzas de guerrilla. Si nos escondemos en las montañas tendremos oportunidad de hacer incursiones en Debindel y en las llanuras de Lamonien. Cerremos las puertas de Agarión y que sean ellos los que tengan que desgastarse en asediarnos. Después, cuando podamos sumar más apoyos a nuestra causa, podremos plantearnos tomar…

—La estrategia que proponía Tomei no me desagrada, déjale que la explique, es audaz.

—Es imposible —sentenció Blecsáder.

—No es imposible. Puede hacerse siempre que se den algunas circunstancias —replicó Tomei.

—Conociendo a Tendón como lo conozco, esas circunstancias vienen al caso. Sería una maniobra digna de elogio, Tomei. Rosellón lo ha visto también y estoy seguro que se tendrá muy en cuenta. Sigue estudiando el movimiento de la retaguardia.

Tomei volvía a explicar una vez más sus tácticas recibiendo vociferantes negaciones de Blecsáder que siempre le recordaba su condición ajena a lo militar.

Bramán apareció a media noche por la rendija abierta de la puerta del dormitorio de Lord Corvian. Venía exhausto.

—Me ha mandado llamar, mi señor, no pude acudir antes, lo lamento aunque tengo buenas noticias, una explicación de mi retraso que seguro será de su agrado.

Los ojos de Rosellón estaban encadenados oníricamente a las llamas del hogar.

—Bramán, necesito los secretos de ese templo de Azalea, y acaban de comunicarme malas nuevas. Tuve la precaución de enviar en la tripulación a un palomero con varias mensajeras. Enviaron una paloma con una información inquietante. Esos sacerdotes se defienden bien. Hemos perdido el barco…

Bramán, que trataba de respirar con normalidad, esbozó una sonrisa peculiar. Una sonrisa tan amplia que Rosellón entendió enseguida…

—El conjuro Idonae está listo. He logrado en estas dos últimas semanas más de lo que esperaba…

—Que sea. Si lo que dice ese mensaje es cierto, los sacerdotes poseen conjuros poderosos, no será fácil vencerlos. El conjuro Idonae es nuestra mejor alternativa.

—Que se preparen esos creyentes. Solo necesito que su excelencia me dé…

—Sí, lo sé. Lo tendrás. Ahora estamos planificando una gran pelea, Bramán. Una gran batalla.

—¿Para qué? Creo que no será necesario.

—Necesitamos una revolución. Hombres que luchen contra hombres, ideas contrapuestas y que la sangre las bañe de infalibilidad. Bramán, así se hacen los imperios.

—Con el poder que vamos a manejar, no sería necesaria una batalla, seremos invencibles.

—Sí, pero no se trata solo de vencer, querido Bramán, vencer no es suficiente. Hay que convencer.