CAPÍTULO 51
El arquitecto de los dioses
—Tomei, ¡tienes que venir a brindar a mi tienda!
—Mi señor, creo que tanto sol me ha afectado. Desearía retirarme a la mía.
—Tomei vamos. ¡Esto es gracias a ti! —gritaba Rosellón abrazando a Blecsáder.
—Mañana sin duda lo celebraremos —dijo el arquitecto vacilante.
—Mañana yo he de partir, Bramán vendrá conmigo. Debemos resolver cierto asunto en Nurín… ¡Vamos, Tomei, ven a mi tienda esta misma noche, tú no puedes faltar a la celebración hoy!
Acudió. No se quedó mucho tiempo. Los abrazos, los aplausos que recibió, las copas que le ofrecieron, nada le hacía olvidar todo lo vivido aquel día. Nada podía sino aumentarle la sensación de nausea que le pesaba en el estómago. En medio de un brindis salió de la tienda y fue a resguardarse en la suya. La soledad la percibió apaciguadora. El jolgorio que venía no solo de la tienda del general, sino de todas partes en el gran campamento, lo sentía mejor así, en la distancia. Caminó esquivando a soldados que iban y venían remolcando toneles de vino, hasta que por fin pudo resguardarse en su tienda.
Tomei vomitó con la sensación de escupir un lagarto por la boca. Había aleteado en su garganta y no pudo contenerlo más. Le resbalaba por la cara un sudor como de sapo y sus mejillas ardían. Con lentitud fue desabrochando la armadura. Los correajes y cierres se aflojaron y pudo ir despegando el peso de la coraza. Su cuerpo, entumecido por la cabalgadura, agradeció el barreño de agua fresca que le prepararon en su aposento. Miró sus manos. Se contempló en el reflejo del agua.
—¿Quién eres? —le preguntó a su reflejo que lo miraba desde la superficie acuosa.
Suspiró.
Lavó sus manos con fuerza y después volvió su rostro hacia la armadura. Le aterró el casco sobre el peto, inmóvil, como si las oscuridades que albergaba fuesen fauces y ojos malévolos. Volvió a mirar sus manos. Esas manos que tanto habían dibujado proyectando templos y obras nobles, voluptuosas estatuas para jardines o palacios; esas manos que habían acariciado a su preciosa hija Zubilda, unas manos curtidas también en el golpe sincero del martillo sobre el cincel, manos capaces de comprender las formas y desmenuzar los defectos de una estatua. Unas manos ahora diferentes, a sus ojos más corvas y retorcidas, como segadas por hilos invisibles que las amorataban, las teñían de una pasta invisible, suave…, la muerte.
El desastre que había contemplado en Lamonien, ¿cómo había llegado hasta allí Tomei de Venteria, escultor, arquitecto y filósofo? ¿Acaso podía contemplar el horror sin sentirse responsable? Miró a su pasado, rebuscó el día en el que dejó de pensar como un arquitecto, como un artista y se convirtió en demonio. No lo encontraba. No era capaz de detectar el momento en el que sus fines y sus principios fueron ultrajados por sí mismo. No podía evitar la responsabilidad. No podía evadirla. Ni siquiera podía adjudicársela a Lord Rosellón Corvian, aunque sí… sí. Su destino no lo habría asomado al precipicio de la desgracia sin la intervención de Corvian. Sin sus palabras emotivas. Sin el contagio de sus sueños y proyectos… Sin la deuda de sangre que mantenía con él.
Intentó pensar en Vestigia. Sí, en la idea de Vestigia, lo que resultara después de aquella masacre de Lamonien, si al menos eso mereciese la pena. Si acaso la victoria de hoy contribuía a la forja de un reino mejor, donde la tiranía y la violencia pudieran ser olvidadas, quizá entonces Tomei lograse una reconciliación consigo mismo.
—Vestigia… —dijo el anciano cuando no era más que un general retirado—. Vestigia necesita obras y esperanza. Vestigia necesita justicia.
Esas frases siempre acompañaban las decisiones de Rosellón. Tomei lo escuchó, se dejó convencer, más que ser convencido. Lo admitía, sin saber cómo, sus ganas de agua eran previas a la sed que Lord Corvian logró infundirle. ¿Acaso en sus decisiones no hubo siempre una aspiración por ofrecer a su amada Vestigia un futuro mejor? ¿Acaso no fue siempre movido por el impulso y la creencia de que estaba haciendo algo realmente bueno por sus semejantes? ¿Acaso no merecía Rosellón su confianza después de lo que había hecho por Miabel?
Miró de nuevo su armadura vacía sobre la mesa donde se extendían los mapas en los que había trazado aquella estrategia que, al principio, le pareció tan redonda y bien pensada. Rosellón lo felicitó hasta en cuatro ocasiones. Ahora, después de lo ocurrido, no pudo por menos que acordarse de Tondrián, del difunto Loebles.
—Tomei, «el arquitecto de los dioses» —dijo en voz alta en la soledad de su tienda de mando. Una voz sesgada por una sed física, insatisfecha por la hipnosis que encadenaba su mirar hacia el vacío. Su cuerpo estaba hambriento, pero no se acercó al plato atestado de frutas y dulces que presidía un tablón junto a su camastro.
—Tomei, «el arquitecto de los dioses»…
Lo dijo muchas más veces, así, en voz baja, como quien recuerda el camino antiguo que lo llevaba a su hogar. Ahora Tomei estaba extraviado. No pertenecía a ningún sitio. Tomei de Venteria, ¿cuándo empezó todo?, ¿cuándo murió el artista y dio paso al estratega, al traidor, al asesino? Se sentía tan manchado de aquella sangre esparcida por los campos de Lamonien que no residía esa responsabilidad horrible en ninguna palabra que pudiera definirse. Monstruo, tal vez…
Pensó que aquello no había hecho más que empezar. Recordó a su amigo y compañero Tondrián, encerrado en aquella torre. Digno en su gallardía de enfrentarse a la corriente fácil, al abrigo de palabras dadivosas. Tomei sintió que deseaba estar allí con él, desearía cien veces no haber participado en aquella matanza y estar confinado en los muros de la fortaleza de Agar manteniendo su corazón aligerado, sin el peso de la muerte. ¿Qué Vestigia estaba construyendo? Aquel campo de muerte era sin duda la obra más terrible en la que Tomei hubiera participado jamás.