CAPÍTULO 43
La batalla de Lamonien
En la madrugada del día siguiente, el cielo se arropó con nubes y comenzó a caer una lluvia delicada. No corría viento, dejó de llover al poco, pero fue suficiente para no levantar nubes de polvo en la partida. Era la hora de las horas. Posicionarse bien se consideraba vital. Las voces en el campamento despertaron a las compañías. Después de un día de instrucciones y órdenes, la batalla se sentía y la noche pasó para muchos como un soplo, sin poder pegar ojo. Antes de partir, Remo reunió a sus hombres. No había luna, pero las antorchas iluminaban el miedo, y la luz temblaba en sus rostros como los nervios que atosigaban sus corazones.
—Que todo hombre estreche el brazo de los dos que tiene al lado. En todos los años de vuestra vida jamás habéis puesto tanto en juego como este día. Si ayudáis a los brazos que os sostienen, si lucháis con valor… Repetid conmigo.
Remo deseaba instaurar ese ritual en sus hombres. Formaron un gran círculo. Cada frase de las siguientes fue copiada por las doscientas gargantas. Remo dejaba un espacio entre exclamación para escuchar el eco poderoso.
—Estos brazos en la batalla son el mejor escudo. ¡Agarraos fuerte, hermanos! ¡Luchamos por la gloria y esta hermandad es sincera! ¡Bien saben los dioses que tenemos miedo! ¡Bien saben los dioses que anhelamos la victoria! ¡Mataremos a la muerte, nos reiremos de la valentía de nuestros enemigos y arrancaremos la gloria de sus corazones! ¡¡¡Waaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!!!
El grito se hizo trueno.
—¡TODO POR LA GLORIA DE LOS DIOSES, POR VESTIGIA Y NUESTRO REY!
En todo el campamento se prodigaban los abrazos y los juramentos, las peticiones. Antes de una batalla siempre se tenía un rato para encomendarse a los dioses o para suplicar a los amigos que cuidasen de hijos o mujeres en caso de no regresar. Sucedieron muchas cosas pero colmadas de brevedad, pues antes de que despuntase el primer rayo de sol cual jabalina dorada, en el horizonte, las huestes que defendían la corona de Vestigia avanzaban ya organizadas hacia la gran llanura de Lamonien. Algunos hombres caminaban por la gloria soñada, otros hombres lo hacían por mera obligación, seguramente muchos no deseaban estar allí, mientras que otros caminaban apretando el paso, como deseosos de llegar, anhelantes por entrar en acción y defender al rey.
A Remo le tocó una posición intermedia en la gran comitiva. La hilera eterna de ejército parecía una serpiente. Sus hombres bromeaban en la formación. Había corrido el rumor de que la batalla sería propicia y los nervios parecían controlados. Remo sabía que, por muy favorables que fuesen las condiciones, por muy superiores que fuesen, Rosellón no se dejaría atrapar, así que ocupaba su mente imaginando el asedio a la fortaleza de Agarión. Estaba seguro que aquella batalla no tendría más fin que una retirada de Rosellón y el repliegue de las fuerzas negras a la ciudad fortificada. Una vez allí, sería otro cantar. Agarión poseía murallas muy rocosas abajo, en el valle, y la fortaleza de Lord Corvian se encaramaba en una montaña, bien provista de catapultas. Tomar esa ciudad y la fortaleza de la montaña sería penoso, difícil, Remo calculaba dos inviernos como poco. Las fortalezas como aquella se conquistaban por desgaste. El mejor ariete era el corte de suministros. Estaba seguro de que Rosellón se había aprovisionado bien.
En Lamonien se encontraron las tropas de uno y otro ejército en pronta mañana. Los gritos comenzaron, los himnos y las fanfarrias de los cuernos de guerra que llamaban a formación a los soldados. Las columnas fueron situándose. Siempre había una consigna clara para los soldados de no mirar al enemigo y ocuparse en obedecer a sus superiores y así formar con prisa las filas y las columnas que los mandos pedían. Remo comenzó a ver que la estrategia de Tendón era apabullar a Rosellón. Estaban juntando las filas mucho y la contemplación del grueso de su ejército a vista de los enemigos debiera ser aterradora.
Frente a ellos por fin divisaron al enemigo. Las tropas negras de Rosellón no parecían definirse por una estrategia clara. Copiando a la caballería de Tendón, dirigieron a los caballeros montados a los flancos, pero mantenían una indefinición en el centro, sin compactar las filas, parecían preocuparse por igualar el tamaño de la línea de frente, extendiéndose para dar la sensación de igualdad.
—Creo que están preparándose para salir corriendo —gritó alguien en las primeras filas.
Los soldados se dividían en castas, dependiendo de las armas que usaban, en grados, por antigüedad y experiencia. Lo normal era conservar a los mejores soldados en las filas que estratégicamente debían definir la balanza de una batalla, cuando ya acuciase el cansancio, por tanto Tendón prefirió colocar a los más expertos en una línea de retaguardia. Los arqueros se posicionaron detrás de esos, con el objetivo de poder alcanzar las filas de retaguardia del enemigo cuando la cercanía de las tropas permitiese su alcance. Los cuchilleros y lanceros solían estar juntos, en las primeras filas, para hostigar al enemigo lanzando proyectiles y después retroceder por los pasillos de evacuación en el primer choque. Era importante la primera confrontación. Tendón estaba totalmente obsesionado con evitar la división de sus tropas. Rosellón se había hecho famoso por sus formaciones en flecha, por ser capaz de llegar a la retaguardia de las compañías y desorientarlas dividiendo el frente. En la Gran Guerra esa estrategia funcionó bien en los campos del Ojo de la Serpiente.
La mole compacta que presentaban las tropas del rey no podría ser dividida. Contaban con una ventaja numérica apreciable, doblaban a sus enemigos. Cualquier formación en flecha sería agotada al instante por la inmensa superioridad que tenía el ejército de Tendón.
Los generales se repartieron a caballo entre las filas retrasadas; todos, excepto Baenus y Parrelio, que acompañaban al rey subidos a un pequeño altozano desde donde podía contemplar a la totalidad de sus tropas. Tendón había invitado a los nobles que no combatían a acompañarlo, y junto a él estaba Decorio, realizando comentarios suspicaces que eran aplaudidos por los demás sentados en sillones y bebiendo vino, como si contemplaran una representación teatral.
—El ejército de Rosellón es muy inferior en número…
—¿Los envolvemos, mi señor?
—No, ese loco intentará penetrar en las líneas con sus «flechas». Si estiramos nuestro contingente para rodearlos puede conseguirlo. No podrá hacerlo con un ejército tan compacto como el nuestro. Aprovechemos nuestro número. Antes del medio día se batirán en retirada. No quiero persecuciones alocadas. Advertid a nuestras tropas que siempre permanezcan unidas.
Rosellón colocó las caballerías adelantadas, en los flancos, dispuestas a entrar en acción. En la lejanía no podía distinguirse el orden de sus tropas, pero sí el lugar que ocupaban los caballos. Tendón veía que las tropas de Rosellón estaban muy estiradas, ocupando una línea de frente incluso más amplia. Parecía intentar demostrar que no estaban en inferioridad.
—Mi señor, a esta distancia no aprecio con claridad dónde están los estandartes del enemigo. ¿Colocamos la bandera del parlamento?
—La vela de la negociación se hace entre iguales, ¿qué rey cruzará el campo para charlar conmigo? ¿Qué respeto debemos tener por quien nos apuñala por la espalda, quien nos roba la paz y pretende robar nuestros bienes? Ataquemos cuanto antes, ni estandartes ni parlamentos. Terminemos con esto.
El general Parrelio avanzó su corcel hasta el custodio de las banderas y colocó la bandera de batalla. Después gritó.
—¡Por Vestigia!
Guio a su caballo con un trote contenido hacia el flanco derecho donde aguardaban sus hombres montados. La supremacía en la caballería convendría una ventaja importante. Si se conseguía dominar a los caballos enemigos podía atacarse la retaguardia o descompensar uno de los flancos. Eran dos batallas distintas. Cada vez se usaban más las caballerías con armadura y el efecto psicológico de vencer a los caballos enemigos provocaba euforia en las tropas de a pie, que se jugarían la batalla más cruenta y decisiva.
Con ese grito del general Parrelio comenzó la madre de todas las batallas, que sería por siempre recordaba con el nombre de «La masacre de Lamonien».
En el otro extremo de los campos de Lamonien, detrás de las tropas de armadura negra, un séquito de varios jinetes con diferentes variaciones de aquel diseño de metal oscuro, charlaban con el rostro oculto bajo yelmos aterradores. Se escuchaban voces, pero no se sabía a veces quién estaba hablando.
Tomei había ideado esos cascos cerrados, hasta casi no dejar más hueco que el medido para el perfil de sus ojos y la boca, porque en su interior poseía una gran inquietud ante la idea de ser reconocido por las tropas del rey. Cuando estuvo en el campo de batalla y entendió la separación estratégica, supo que era ridículo pensar que a esa distancia pudieran reconocerlo. Se quitó el yelmo apenas el sol comenzó a calentar los campos.
—Es un ejército más numeroso incluso de lo que yo pensaba. Tomei, espero que los cálculos que hicimos sean útiles, esta batalla es decisiva —comentó Rosellón Corvian, el único de los mandos que iba sin armadura.
Tomei, a cara descubierta, contemplaba hechizado los movimientos de las tropas. Tenía el corazón latiendo fuerte en el pecho. Sentía cierto vértigo, el campo delante de él, plagado de puntos de brillo, ruidos metálicos, tantos hombres dispersos en un mismo lugar mareaba, lo empequeñecía y tenía la sensación extraña de resbalón, como si pudiera caerse del caballo a poco que soplara una brisa que viniera desde ese abismo inconexo de acero, de número y masa, de músculo y valor.
—No esperaba tantos…
—Querido Tomei, mira el rostro de nuestros hombres, observa lo que se ha logrado —dijo Rosellón, con voz serena, como si lo que tenía delante no fuera más que un campo colmado de flores y no la marea de acero que se ondulaba en movimiento, provocando una alteración hasta en el olor, incluso parecía afectar a la propia sangre, como si la confluencia masificada de ejército tuviera cierto magnetismo. Insertaba una garra invisible en el estómago de Tomei.
Sentía estrés. La estrategia había sido diseñada por él, después de aprovechar aquella idea primigenia que ofertase de forma algo inocente. Blecsáder estaba obsesionado con el fracaso de sus principios, pero Rosellón había ordenado seguir el plan de Tomei con estricto cumplimiento.
Junto a ellos, recién llegado de Nurín, estaba Oswereth. Tal y como prometió en los encuentros conspirativos iniciales, se hizo con el control del puerto en una sola jornada. Después de que sus tropas desembarcaran en Nurín y ayudasen a tomar la ciudad, adquiriendo el puerto más estratégico del oeste de Vestigia, Rosellón le había ordenado apoyar la batalla a campo abierto y había otorgado a Oswereth mil caballos.
Tomei veía al isleño como un salvaje. Oswereth apodado el fuerte mandaba a los Olardos, aliados de los rebeldes, al parecer, gracias a Blecsáder. Los unía una amistad férrea y el líder de los extranjeros siempre le hacía comentarios a media voz en las reuniones de campaña. Oswereth nunca discutía estrategia o posiciones. Era un mercenario. Tomei suponía que le daba lo mismo matar antes que después, a caballo o a pie. Los Olardos eran una tribu guerrera de la isla de Olar perdida en el océano Avental. Su asedio al puerto de Nurín había sido determinante para que las tropas del rey no pudieran escapar en barcos durante la invasión sorpresa.
—¡General Sebla, el rey ha cambiado sus banderas! —gritó Gonilier, y el aludido se acercó con un trote elegante de su corcel.
—Pongamos esta batalla en marcha.
Sebla sonrió y bajó la parte anterior de su yelmo. Salió galopando hacia la retaguardia del ejército gritando órdenes. Estaba exultante desde que Rosellón lo había reunido en el Salón de las Águilas para nombrarlo general de sus ejércitos.
—Tan solo recibirás órdenes de Blecsáder y Gonilier en este comienzo. Para ti hay un futuro prometedor.
Así, el flamante nuevo general Sebla puso en marcha a sus tropas. La caballería se precipitó y los hombres de a pie comenzaron a devorar la distancia hasta sus enemigos a buen paso, hasta que les llegó la orden de esperar y aguantar la posición.
La batalla de Lamonien había comenzado.