Elenya rizaba sus cabellos con una piña, o hacía magdalenas de barro. Su madre estaba ya harta de perseguirla, de velar por el buen fin de sus ocurrencias. Siempre regresaba con magulladuras, embadurnes y calamidades entre risas o lloros, dependiendo de la suerte que la abrazara en sus aventuras.
—Nunca vayas al acuífero, allí van las bestias a beber. Lobos, Elenya, mugrones, ¡prométeme que jamás irás a ese lugar!
Esa advertencia pesaba sobre Elenya desde que tuvo uso de razón. Curiosamente ella no sabía ni lo que era, ni dónde estaba ni cómo llegar al acuífero, sin embargo Elenya lo encontró por casualidad… el día que cambió su vida.
Fue en una tarde soleada, cuando su madre atendía a los clientes de la granja. Era popular en la región adquirir los famosos huevos de dos yemas de Eduriah. Las gallinas con las que jugaba Elenya ponían muchos huevos y se vendían bien. Esa tarde, una hilera de clientes mantenía a su madre atareada y fue la ocasión perfecta para que Elenya saliera a pasear.
Era difícil que la niña frecuentase los mismos caminos, pues se dejaba llevar por mariposas, bichos y demás criaturas a las que perseguía sin tregua. Esa tarde andaba especialmente a su aire, sentada sobre su falda de trapo, envuelta en los sonidos cálidos y la luz acaramelada. Con los dedos algo pegajosos por la leche que rezumaba de hierbas y plantas, confeccionaba una linda corona de margaritas para regalársela a su madre. Era complicado trenzar los tallos sin que se rompieran.
De repente sintió que el suelo temblaba. ¡Pacatum pacatum… PACATUM PACATUUUMMMM! Y la vista se le llenó de cetros negros que subían y bajaban. Se levantó intentando apartarse, pero el ruido, que crecía como el trueno de una tormenta, la asustó y ella se dio la vuelta y se tapó los oídos como si esto pudiera detener a los caballos. Cerró los ojos con fuerza, pensando que una embestida enorme la arrollaría… pero no sucedió. Sintió la vibración del suelo a su alrededor. Se le cambiaba ligeramente la posición de los pies, que se escurrían en las sandalias. Después vino una brisa que le revolvió el pelo de forma agradable, lamiéndole la cara como un cachorro. Elenya pensó que el peligro había pasado.
—¡Alto! ¡Deteneos! —gritó una voz ronca de hombre alarmado.
Elenya miró embobada a un caballo, sin jinete, que trotaba despacio. Vio los ojos del animal, alcanzando una comprensión extraña sobre lo que querían decir. Parecían culpables, asustadizos. Tuvo la certeza de que el animal la miraba mientras su paso rítmico no estorbaba sus resoplos, como maldiciones. A varios metros delante de ella, las hierbas altas estaban aplastadas y un hombre yacía con la cabeza ensangrentada.
—¡Mi señor…! —gritó uno de los jinetes que rápidamente descendió del caballo para ver lo que le sucedía al caído.
—El caballo… —comenzó a decir el que estaba en el suelo—, no pude controlarlo.
Elenya, de pie, miraba con maravilla en su rostro la cara de sufrimiento del hombre. Tardó en relacionar y entender lo ocurrido. Tardó mucho más en saberlo que los que allí atendían al hombre que sangraba por la cabeza. La sangre le daba miedo y ese hombre tenía medio rostro bañado en rojo.
—¡Ayuda! —gritó uno de ellos. Su grito espoleó al caballo suelto, que salió trotando siguiendo el rumbo en la pradera hacia la casa de Elenya.
La madre de Elenya escuchó precisamente esa voz de socorro, un grito tan desaforado, el trote de un caballo… dejó sus quehaceres, se limpió las manos en el mandil para después descolgarlo de su cuello y dejarlo en una silla. Salió de la casa asustada. Pensó en Elenya rápidamente. Vio un caballo limpio y bien cepillado, sin jinete, con una silla de montar de cuero, con asiento acolchado por pieles de zorro. Vio a lo lejos a los demás caballos alrededor de hombres que se inclinaban sobre algo que estaba oculto por la altura de los pastos descuidados. Sintió un puñetazo en el pecho, un puñetazo de nervios.
—Elenya… —balbuceó y echó a correr buscándola con los ojos. Siempre le advertía que no se acercara a desconocidos.
Cuando estaba ya cerca en su campo de visión, apareció su hija, un poco retirada de donde los hombres se congregaban. Esto la relajó temporalmente. Estaba sana, perfecta, sostenía una corona de flores en una de sus manos y su mirada estaba retraída por el desconcierto. Al acercarse a los hombres, Eduriah vio sangre, mucha sangre.
—¿Puedo ayudarlos? —gritó manteniendo el paso firme mientras agarraba el vestido fuerte con las manos.
La miraron con frialdad.
—¿Es suya esa pequeña ramera?
Elenya nunca había escuchado esa palabra. No la entendía, pero sí que la habían señalado más de una vez con el dedo índice. Sí, ese dedo acusador que siempre precedía a una buena tunda que le daba mamá en el trasero por haber cometido alguna fechoría.
—Es una cría de cinco años… ¡por los dioses!
Mi señor cabalgaba hacia aquí cumpliendo las órdenes de su padre, Lord Bolieris, y esa niña apareció debajo de su caballo. El animal derribó a su honrado jinete y ahora todo se ha perdido. El joven Tuscán Bolieris primogénito de tan caro linaje yace en este campo, por la imprudencia de una cría maleducada. ¡Es que no sabe apartarse cuando pasan los caballos!
Las lágrimas se propagaron en el rostro de la madre de Elenya que se arrodilló de inmediato.
—¡Por todos los dioses, es solo una niña, ha sido un accidente, no hay un camino, ella estaba jugando…!
Uno de los hombres desenvainó su espada.
—¡Corre, vete! —gritó Eduriah abrazándose el pecho como para impulsar con más potencia su voz.
Elenya echó a correr.
Lo hizo sin pensar. Corría con todas sus fuerzas sin saber realmente si estaba bien correr o no. Había veces en que su madre, precisamente por haberse fugado de un castigo, por haber intentado huir de su merecida azotaina, le había dado doble ración. Sin embargo, en las lágrimas, en la voz desgarrada de su madre, Elenya intuyó que, por primera vez, deseaba que ella corriese. Otro grito le vino lejano.
—¡Corre, Elenya, corre como un diablo!
Y la niña, que estaba muy habituada a cada bache de aquella ladera, penetró como una exhalación en el bosque antiguo, el bosque de Éfrol. Sabía que era perseguida, pero también sabía que entre los árboles y los matorrales altos no sería fácil pillarla.
Así fue como Elenya llegó al acuífero. Sí, Elenya se topó con el acuífero sin estar segura de haberlo encontrado. Mamá siempre le había advertido que no fuese allí, que lo evitase, precisamente por eso, esta vez que su madre sí quería que ella corriera, que no la alcanzasen, pensó que era muy buena idea entrar allí para esconderse.
Era una abertura en la tierra oculta en mitad de una arboleda, una grieta estrecha atestada de helechos y forraje denso que, desde algunos ángulos se podía confundir con un cauce seco. A Elenya se le antojó que era como una boca triste, similar a las máscaras que se vendían en el pueblo en las fiestas darcias. En mitad de la abertura Elenya tan solo apreciaba oscuridad y el sonido cantarín del agua cuando no tiene mucho caudal rozando las peñas. Había un arroyo oculto allá abajo. Sabía que era un escondite muy bueno… y peligroso.
Se ayudó de las manos para asomarse mejor y pudo despejar la oscuridad. Vio el agua discurrir entre pedregales salpicados de musgo, que brillaban como caparazones de tortugas mojadas. Elenya siempre había querido tener una tortuga.
—¡Mocosa, dónde te escondes!
El tipo que la buscaba era muy ruidoso, arrastraba mucho los pies y cambiaba de rumbo a cada instante. Elenya lo escuchaba cerca, así que decidió que era mejor descender cuanto antes. Fue hacia uno de los extremos y allí se agarró a unas raíces y las usó para acomodarse en el costado de la grieta. Descendió usando sus posaderas para resbalar por una pendiente algodonada con musgo, demasiado empinada, que acabó revolcándola.
Abajo el silencio estaba cortado por el agua, reducido el cauce en los ojos de Elenya a unas lucecitas que tiritaban sobre una mancha oscura con forma de serpiente. Poco a poco fue habituándose a la oscuridad y pudo divisar las piedras que había asimilado a caparazones de tortugas. El aire era algo más espeso, olía mucho a tierra y algo parecido a la lechuga rancia que mamá la obligaba a tirar junto a los desperdicios.
Elenya no tardó mucho en darse cuenta de que no estaba sola allí abajo… Una respiración, profunda, cortada por un jadeo que iba y venía, asustó a la niña.
—¡Dónde estás, maldita cría!
Ahora Elenya no prestaba atención a los gritos que le venían del exterior. Miraba con los ojos como platos hacia un lugar oscuro en aquel agujero. No sabía si moverse o permanecer quieta. Las oscuridades que rodeaban los puntos de visión nítida no dejaban de contraerse y definir una forma o un volumen era todavía imposible para los ojos de la niña, acostumbrados al atardecer que reinaba fuera.
—¿Cómo te llamas? —preguntó una voz de hombre. La niña palideció del susto. La voz parecía estar mucho más cerca de lo que aparentaba. Pestañeó, sus ojos la engañaban, no le mostraban al desconocido. No contestó.
—¿Te has caído, niña? ¿Cuál es tu nombre?
—Elenya.
La niña dio dos pasos hacia su derecha, alejándose del extremo donde la voz retumbaba.
—Elenya es un nombre demasiado bonito para una niña sucia como tú.
—¡No estoy sucia! —protestó ella mientras buscaba cómo salir del acuífero. Estaba incómoda con aquella voz—. ¿Quién eres?
—Alguien como tú…
—No.
—Sí, Elenya, alguien como tú… alguien que se esconde.
Salir de allí iba a ser complicado. Elenya buscó raíces o alguna piedra que pudiera auparla hasta el borde, pero estaba demasiado alto y en algunos rincones había mucho musgo resbaladizo.
—Si sales fuera… te cazarán —dijo la voz. Ahora no tenía el tono de voz algo burlesco con el que habían comenzado a hablar—. Espera a que se vayan.
Elenya esperó en silencio mientras repasaba con la mirada de cuando en cuando la silueta negra de donde provenía aquella voz. Estaba acostado sobre una piedra plana y varias más pequeñas donde había colocado una alforja que le servía de almohada. Una de sus manos se acercó de forma silenciosa, despacio, a la corriente del arroyo y volvía hacia donde debía estar la cabeza. Elenya se preguntaba quién era ese hombre y por qué estaba allí escondido.
—¿Por qué te escondes?
—Chist… alguien se acerca.
En efecto varias pisadas firmes, sin procurar cautela, se acercaron a la entrada del acuífero.
—¡Niña, si no sales inmediatamente de tu escondite, tu mamá… morirá!
Entre las palabras se había escuchado un gemido de dolor, un llanto, gimoteos. Elenya sabía que era su madre. Parecía que no la dejaban hablar. Elenya se colocó justo debajo de la raja de luz por donde había caído dentro del acuífero. Entonces una mano enorme rodeó su boca. Era una mano grande y fuerte. Sintió pánico.
—¡Elenya, corre, escóndete, no salgas, tápate… tápate los oídos!
Eso hubiera hecho. Ella obedecía siempre a mamá en casi todas las cosas que le ordenaba. Se hubiera tapado los oídos si hubiera tenido libertad para hacerlo. Pero a aquel brazo que la rodeaba le acompañó otro, que le inmovilizó con una sola mano sus dos bracitos.
—Elenya, no te voy a hacer daño… —susurró el desconocido. Sí que le estaba haciendo daño, aunque no demasiado.
—¡Maldita zorra…, ya no te escapas más! —gritaron arriba.
Se escuchó una bofetada. Gritos. Palabras obscenas, sonidos metálicos, como cuando mamá ordenaba las cacerolas y los cuchillos largos…
—Si me prometes no gritar, taparé tus oídos… —susurró el hombre.
Ella asintió llorando mientras escuchaba los gemidos y gritos de su madre, golpes… golpes y más golpes. Deseaba dejar de oírlo.
Entonces el tipo tapó sus orejas fuerte y, milagrosamente, dejó de escuchar todo el fragor. El silencio era un regalo. Jamás había tapado sus oídos tan fuerte y percibió como un rumor gaseoso que la distrajo. Recordó una tarde que su madre le trajo caracolas del mercado.
—Vamos… tenemos que salir de aquí.
Elenya negó con la cabeza. Había llorado durante toda la tarde. Desde que se marchasen los soldados, ella había suplicado varias veces para subir a buscar a su madre. Había intentado sobornar al extraño con la corona de flores, prometiéndole que la terminaría arriba y se la daría. Pero el desconocido se había negado a ayudarla a subir. Cuando la noche estaba ya muy cerca y la luz que penetraba en el acuífero perdía consistencia, su acompañante accedió a salir y fue entonces cuando ella se negó.
—Mira, los mismos hombres que han matado a tu madre ahora, también te buscarán a ti.
—¡Mi madre no está muerta!
—¿Por qué no sales y lo compruebas?
Elenya confiaba en que mamá hubiera podido huir de aquellos hombres. Le desagradó muchísimo que ese hombre dijera que mamá estaba muerta. Eso solo podía pasarle a determinados personajes en las historias de los cuentos. Las madres nunca morían en las historias que ella escuchaba en la plaza.
—Dentro de poco vendrán los lobos, niña… Si te encuentran aquí… te matarán a mordiscos. ¿Alguna vez te ha mordido un lobo?
No. Como mucho los había visto de lejos. Cuando su madre la aleccionaba una y otra vez sobre cerrar bien las puertas y ventanas por la noche. Lo que más miedo le daba era escuchar sus aullidos. Elenya no deseaba salir de allí porque temía lo que encontraría fuera…, no deseaba enfrentarse a la realidad. Pero la amenaza de recibir la visita de los lobos fue suficiente para que aceptara salir del acuífero.
—¿Cómo te llamas?
—No te importa mi nombre.
—¡Si no me dices cómo te llamas me quedo aquí! —refunfuñó ella sentándose sobre la tierra mojada junto al arroyo.
Ahora podía ver perfectamente la cara de aquel desconocido. Tenía los ojos un poco estirados en las comisuras, con barba no muy larga. La nariz un poco torcida daba desconfianza, pero algo en su forma de cerrar la boca inducía a tomar en cuenta lo que ese hombre dijera.
Cuando salió del acuífero se percató de lo alto que era.
—Me llamo Álfer. Pequeña, no mires aquí…
La niña miró.
Un pie, uno de los pies que ella solía agarrar cuando despertaba a su madre, cuando el lametón de luz cegadora entraba por la ventana y ella gateaba sin hacer ruido, volvía su cabeza hacia arriba y lo veía sobresaliendo del camastro, amarillo por el amanecer; uno de esos pies de uñas cuidadas, perfumado como toda la piel de su mamá…, ahora sobresalía entre varios matorrales, estaba perfecto, pálido, extraño.
—No mires…
Álfer la empujó hacia un lado, no dejó que se acercara. Ella se debatía entre las ganas y el miedo, el deseo de volver a ver a su madre y la consciencia de que algo había cambiado en ella. Olía raro, no sabía realmente a qué le recordaba aquel olor, pero sí que sabía que no olía a bosque.
—Malnacidos… ¿Tienes familia?
—Mi madre. Despiértala…
Álfer se puso en cuclillas.
—Elenya, ¿tienes más familia?
Ella negó con la cabeza. Se escuchaba el rumor del río y el zumbido de moscas e insectos.
—¡Dioses! —exclamó Álfer que volvía a erguirse. La miró como quien se pregunta si acoger o no a un animal abandonado.
Caminaron por la linde del bosque en dirección a la granja de Eduriah pero sin salir del resguardo de las arboledas. Álfer quería saber si la madre de la niña tenía algún recuerdo o referencia en la casa que le pudiera dar pistas sobre qué hacer con ella y, de paso, lograr algo de comida y dinero, si lo había.
—¿Dónde guarda mamá el dinero?
La niña lloraba. Le había ordenado tres veces a Álfer que saliera de la habitación de su madre y el hombre no le hacía caso.
—¡No toques las cosas de mamá! ¡Te va a regañar cuando vuelva!
Álfer a veces sentía pena por la cría cuando hacía referencia a su madre. En la casa no había nada que pudiera indicar que tenía familiares. La mejor opción era…
—Quédate aquí… en casa. No le abras la puerta a nadie ¿entendido? Solo puedes abrirle a un alguacil o a un vecino que conozcas. A nadie más.
—¿Mamá vendrá pronto?
Miró los ojos marrones de la niña. Era muy bonita, una muñeca con su pelo negro rodeando el rostro sucio por los juegos.
—Yo me marcho.
—Anda, espera… no te vayas sin la merienda —dijo Elenya copiando seguro la tonalidad de voz aleccionadora de su madre.
La niña se fue a la cocina y de un cajón sacó una llave de cobre, abrió una pequeña puerta que él no había visto, detrás de un mueble que la niña empujó con su trasero con bastante facilidad. Sacó un pedazo de chocolate.
—Toma, esto por ser bueno conmigo.
Junto al chocolate, Álfer vio varias monedas de oro. Su estómago hizo un ruido extraño. Tenía claro que debía coger esas monedas para el viaje que lo esperaba. A ojo sabía que tendría suficiente para comprarse un arco, botas nuevas, pero le destrozaba el corazón pensar que la niña le estaba dando su onza de chocolate. A ella le iba a hacer más falta que a nadie el dinero.
—Niña… este dinero que guarda mamá, ese dinero es tu tesoro, ¿entendido? Nadie debe quitártelo.
¿Qué demonios estaba haciendo? Era dinero. Ella una cría que seguramente adoptarían con gusto con esos ojos y esa gracia natural.
—¿No quieres chocolate? —le preguntó a Elenya ofreciéndole de su trozo. Ella aceptó como de mala gana y, mientras comía, con disimulo, Álfer sustrajo varias monedas del escondite. Le dejó la mitad a ella.
Elenya pasó la noche sola. Abrió la ventana un palmo cuando Álfer se alejó corriendo entre la cebada. La dejó así abierta mientras esperaba y esperaba. Su madre no volvía. Pensó en lo que le había dicho él. «Tu madre está muerta». Pensó que tal vez Eduriah fingía estarlo para que no le hicieran daño, como algunos animales que ella tocaba cuando levantaba las piedras buscando tesoros. ¿Y si necesitaba ayuda? Caminó por la casa en penumbra. Le daban miedo los armarios, el final del pasillo que llevaba a la escalera del cobertizo. Lo sentía todo tan extraño sin su madre…
En plena noche la niña caminaba por el bosque, con el corazón pesándole en el pecho. Evitaba los lugares demasiado oscuros. Recordaba bien dónde estaba el acuífero, aunque ahora le estaba costando mucho dar con él. Éfrol era un bosque denso y los árboles que juntaban demasiado sus copas abrigaban demasiada negrura entre los matorrales. Ella buscaba senda en zonas más abiertas donde la luz de la luna podía ayudarla en sus pasos. Por fin, dejándose llevar por un rumor, encontró el arroyo que nacía en el acuífero y, siguiendo su curso hasta que se perdía en la tierra, dio con las inmediaciones de aquel agujero. Su respiración se agitó cuando vio unos ojos brillantes que la miraban.
Era un lobo. Se quedó inmóvil. El animal como un arbusto gris, no se movía. Detrás del lobo, entre varios breñales complicados con varas y yerbajos altos, vio los pies de su madre, blancos, sobresaliendo de la espesura, iluminados por un claro de luna otorgado por un árbol viejo, vencido hacia el oeste.
—Vete… —susurró Elenya.
El lobo no parecía dispuesto a moverse. Ella se agachó y localizó un guijarro en el suelo, redondo y fácil de lanzar. Le tenía pánico al animal, pero no podía soportar la idea de que mordiera a su madre… ¿seguía fingiendo estar inmóvil para que no la atacara el lobo?
—¡Vete! —gritó.
El lobo se enervó mostrando sus dientes. Elenya lanzó la piedra, con muy poca fortuna, muy lejos de donde estaba el lobo. Al chocar con otra piedra el ruido hizo que la bestia diera un respingo y abandonara la atención sobre Elenya. El animal caminó un poco alejándose de aquel chasquido. Al apartarse, la niña vio con horror que no era el único de su especie cerca del acuífero. Precisamente salidos de donde su madre yacía, otros dos lobos enormes fueron a inspeccionar aquel ruido. Era demasiado… Elenya salió corriendo. Mientras se alejaba suplicó a los dioses que su mamá siguiera así, inmóvil, para que no la mordieran. Ella regresaría para despertarla cuando hubiera sol y los lobos se alejasen a los montes.
A la mañana siguiente un soldado levantó a la niña que se había dormido en el suelo del salón, sobre unos vestidos de su madre. Ella pataleó como una fiera. No deseaba abandonar la casa. No había abierto la puerta a nadie… pero tampoco se había acordado de cerrarla.
—Ponla en el suelo. Pequeña, soy el alguacil.
Elenya se calmó al recordar las palabras de Álfer. Con el alguacil sí podía contar.
—Hemos recibido el aviso de que algo malo ha sucedido a tu madre. Alguien nos dejó un mensaje en el puesto de guardia.
—¡La han atacado los lobos!
La niña lloraba desesperadamente. El alguacil se enterneció de verla así.
Elenya los guio al bosque. No paró de hablar en todo el camino, les dijo una y otra vez cómo su mamá realizaba aquellos pasteles tan ricos con los huevos y la harina. Caminando llegaron al riachuelo y después dieron con el acuífero. Elenya saltó de alegría cuando vio los pies de su madre.
—Allí. ¡Mamá, despierta!
—Niña, no mires… —dijo uno de los hombres del alguacil, pero ella se zafó con facilidad.
Salió corriendo hasta entrar en las matas altas donde estaba tumbada su madre. Allí pisó algo húmedo, resbaladizo. Su madre estaba sucia, llena de rojo y barro.
—¡Agarra a la niña, por los dioses, que no vea esto!
Pero Elenya logró ver la cara de Eduriah. Sus ojos verdes, sin manchas, sin sangre, antes de que uno de aquellos hombres se la llevara.
—Niña…, los lobos no han matado a tu mamá, fue una espada. Hombres…, ¿sabes quién ha sido?
Se acordó de los caballos rodeándola. Se acordó del nombre que dijeron: Lord Bolieris. Sintió miedo al ver en su cabeza a ese hombre lleno de sangre en el suelo. Recordó los ojos temerosos del caballo, sus resoplos violentos. Negó con la cabeza. Dijo que no sabía quién había sido.
—¿Tienes familia? —preguntó el alguacil.
La montaron en uno de los caballos. Subida a él su casa se veía diferente.
—¡Esperad!
Quiso bajar del caballo casi de un salto. El jinete la ayudó a descender mientras el alguacil miraba a los cielos harto ya de la cría. Ella entró como una exhalación en la cocina. Abrió la puertecilla donde se escondía el chocolate. Elenya cogió las monedas de oro y las guardó en una bolsa de piel. Después rodeó la casa y en el establo, donde mamá guardaba más de esas monedas y llenó bien la bolsa. Ese era su tesoro. Eso había dicho Álfer.
Los soldados del alguacil la condujeron a la notaría donde buscaron su carta de nacimiento y comprobaron su linaje. La pequeña no tenía a nadie en el mundo. Cuando el alguacil vio la bolsa de oro que ella había enganchado a la cuerda que sostenía su falda, pensó que podría conseguirle cierta prosperidad a la niña.
—Veamos… ¿te gustaría conocer a otros niños de tu edad?
—Quiero ir a mi casa.
—Cielo, eso no es posible, no puedes vivir sola. —¿Por qué?
—No es seguro para ti. Necesitas protección.
—Pues entonces me quedaré con Álfer.
—¿Quién es Álfer?
—Es mi padre —mintió la niña—. Me dio esto —dijo señalando la bolsa de monedas—. Es mi tesoro.
El alguacil recordaba que en la carta de nacimiento de la cría no se citaba el nombre del padre. Ahora dudaba porque pensaba que una niña tan pequeña no iba a mentir.
—¿Dónde está tu padre?
—Salió de viaje, pero regresará. Siempre regresa.
Elenya pudo de esta forma quedarse en la casa. El alguacil ordenó a uno de sus hombres que la visitara todos los días hasta la vuelta de su padre. Fue muy duro para ella cuando se realizó el funeral de su madre. Al ser víctima de aquella atrocidad, su cuerpo no fue enterrado. Se dispuso una pira funeraria junto a la granja y una de sus vecinas se encargó de vestirla de limpio.
—¿Conoce usted al padre? —preguntó el Alguacil.
—No… Eduriah era muy reservada, señor.
Después del funeral, el alguacil dio por concluida su tarea para con la niña y se desentendió de ese asunto. Lomas, que era el soldado a quien le habían asignado que supervisara todos los días la granja, tuvo cancha libre para llevar a cabo su plan. Con la ayuda de su cuñado, fue a la casa con un carromato y, después de abofetear varias veces a Elenya, la obligó a confesar dónde estaba el oro. Ella insistía en que era su tesoro y que jamás lo diría. Chillaba, les propinaba puntapiés, pero finalmente dieron con la puertecilla en la cocina. Después de quitarle el dinero y comerse el chocolate, sustrajeron las gallinas ponedoras con las que su madre lograba la manutención de la granja.
—¿Quiénes sois vosotros? —preguntó una voz de hombre.
Elenya tardó en reconocer a Álfer porque se había afeitado la barba. Los tipos no contestaron.
—¡Papá! —gritó ella.
Álfer se quedó como una piedra cuando la niña lo llamó de esta forma. Entonces vio cómo los tipos desenvainaban sus espadas. Álfer no dudó. Alcanzó su arco de la espalda y, mientras caminaba hacia atrás, lo cargó con una flecha. La saeta atravesó el cuello del cuñado de Lomas.
—¡Soy un hombre del alguacil! —gritó el otro cuando vio la rapidez con la que Álfer cargaba de nuevo su arco y lo tenía a tiro.
—¡Me ha pegado, papá, me ha pegado fuerte! —chilló la niña.
Álfer no vaciló. Su proyectil atravesó el pecho de Lomas que hincó una rodilla y finalmente se desplomó de lado, mientras abría y cerraba la boca como un pez.
—Esta niña… morirá… Lord Bolieris así lo… ordenó.
Esas fueron las últimas palabras de Lomas.
Después de ocultar los cadáveres, Álfer se arrodilló junto a Elenya.
—Niña, debemos partir. Irnos lejos. Estos hombres no eran fieles al alguacil, ese Lord Bolieris es muy poderoso. Vendrán a por mí, a por nosotros.
—¿No podemos quedarnos más tiempo? ¿No podemos esperar a mamá? Está enferma, en el bosque.
—No. No podemos.
La niña le dio un beso en la cara a Álfer que se quedó pasmado. Pensó que iba a llorar y enfadarse, se hizo a la idea de convertir su corazón en piedra y sacar a la niña a rastras de aquel lugar, si era preciso incluso le pegaría. Pero Elenya lejos de oponerse y ser un problema, lo besó y le profirió un abrazo del que Álfer no pudo zafarse. Con la niña colgada en su cuello se dirigió hacia el establo de Eduriah. Tenía dos mulas que les serían de mucha utilidad. Ella parecía disfrutar del abrazo hasta el punto que Álfer pensó que se había dormido.
—¿Me enseñarás a usarlo? —le preguntó ella dándole golpecitos con los dedos al arco que él acomodaba en su espalda.
—Por supuesto. Escúchame con atención, Elenya.
La niña cerró su boquita rosa y curvó sus cejas hacia arriba, como dispuesta a recibir instrucciones sobre una tarea complicada. Él la separó un poco para mirar sus ojos.
—Nos vamos a marchar muy lejos… nos iremos de aquí para que los amigos de estos hombres no nos encuentren. Ahora comienza una nueva vida para ti Elenya. Tendrás que aprender cosas nuevas —Álfer señaló su arco—. Tendrás que dejar de ser una niña pequeña, ¿lo comprendes?
—Una vida nueva… —repitió la niña.
—Sí, lo primero que haremos será elegirte un nombre distinto. Elenya es un nombre cómodo y seguro. No es un nombre para una aventurera, para una chica valiente que viaja con Álfer, el tirador.
—¿Cómo me llamaré a partir de ahora? —preguntó ella juntando las manos en una palmada sorda. Se la veía cortejando una ilusión parecida a la que podía sentir en mitad de un juego.
—Sala, tu nombre será Sala.
—¿Por qué Sala? —preguntó ella que ahora no parecía muy convencida.
—Es un nombre corto, de alguien que no llama la atención. Una sombra difícil de ver, una mujer que pasa desapercibida, que habla poco y que jamás llora, ¿lo entiendes?
—Sala, hija de Eduriah y Álfer.
—Sala, la arquera —dijo Álfer agarrándola por debajo de las axilas y levantándola en volandas—. La temible arquera que salta en los tejados.
La niña derramó una risa primaveral, una risa inocente que conmovió a Álfer.
Once años después:
La festividad de los Darcios y el mercado de Dakra, capital de uno de los reinos de Plúbea, atrajeron la atención de muchos nobles que peregrinaban desde allí hasta Banloria, por toda la Margen de los Pueblos del Sur, invitados al concilio anual de los Tres Reyes de Plúbea. Uno de esos nobles era Lord Bolieris. Caminaba junto al gobernador, que siempre lo asistía cuando iba a la ciudad, por deberle dinero. Un zumbido pasó cerca de la oreja derecha de Lord Bolieris. Como si una paloma hubiera volado cerca de su cabeza.
—¡Asesino! —se escuchó el grito de uno de los escoltas. Ese grito tapó el estruendo que el gobernador hizo al desplomarse sobre el suelo, herido en un brazo. Con rapidez sus hombres rodearon al noble.
—¡Sala, vámonos! —gritó Álfer.
La chica había fallado su disparo. Cargó un nuevo proyectil mientras todos en la plaza comenzaban a señalar precisamente el lugar donde ellos estaban apostados. Sala había entrenado mucho, los años le pesaban en los hombros, no iba a darse por vencida. La colocación en las edificaciones del borde de la plaza era muy estratégica y, cuando intentaban ver de dónde provenían las flechas, el sol los molestaba en demasía. Álfer asintió dándole permiso.
Una nueva flecha pasó entre dos guardias, y lord Bolieris literalmente se la tragó. Tenía la boca abierta por la respiración agitada que mantenía desde el grito que lo había advertido del tirador oculto. Murió ahogado por la espuma que provocaba el veneno con el que habían embadurnado la flecha, mientras la mitad de su cuerpo se convulsionaba hasta descoyuntarle los huesos de la cadera, afectado por la punta afilada que había atravesado su cuello, bañada en ponzoña. Dolores terribles lo hicieron retorcerse mientras trataban en vano de extraer la flecha de la boca, en una pose parecida a la de los actores en el teatro que fingen vomitar echando una cuerda por el reverso del rostro que da la espalda al público.
—Fijaos las flechas llevan algo escrito en la vara. «Elenya, hija de Eduriath, asesinada por hombres de Lord Bolieris».
Álfer y Sala corrían por el tejado mientras el edificio comenzaba a ser rodeado por soldados. La gente se prestaba a ayudar a los hombres armados y, algunos jóvenes, a los que particularmente Sala maldijo por su presteza y servilismo, ya señalaban con bastante precisión el lugar donde ellos se habían ocultado.
—¡Espera, aquel callejón! —gritó Álfer.
—Hay soldados… también en la cara este… Estamos rodeados.
Álfer se escurrió como una serpiente hacia la cornisa. Se asomó un instante y después regresó con Sala.
—Entrarán en el edificio y después saltarán al tejado desde las balconadas. Sala, escúchame…
La joven se arrodilló junto a su maestro.
—No saben que somos dos, solo hay una forma de escapar. Yo saltaré hacia la calle de los tenderetes. Estoy seguro de que seré capaz de llegar a los balcones de ese edificio. Cuando la atención se fije en mi retirada, espera el momento en que sepas con seguridad que puedes escapar sin ser vista.
—Padre, no dejaré que te sacrifiques por mí.
—Sala, no debes tener miedo. Ya escapé de situaciones peores. Los dos juntos somos una presa demasiado fácil de atrapar si no nos separamos. Si no lo consigo, ya sabes lo que tienes que hacer: muestra el pasaje y sube a bordo del navío que espera en el puerto. En Vestigia Kalenio te acogerá, serás una Furia Negra. Esa ciudad te dará la prosperidad que no encontrarás aquí a la sombra de mis enemigos. Tú puedes tener una vida distinta, lo hemos hablado. Este oficio siempre es pasajero, puedes lograr algo mejor si estás lejos de aquí.
Álfer no esperó el consentimiento de ella a su plan. Se puso en pie y corrió hacia la cornisa dando un salto prodigioso. Logró alcanzar el balcón y, tal y como predijo, fue visto por los hombres de Lord Bolieris. Tuvo mala suerte y la caída lesionó su pierna izquierda, que destrozó un macetero de barro. Con dificultades logró romper la ventana que tenía a su lado y se coló en la vivienda. El cerco que se mantenía en el edificio donde Sala se apostaba se trasladó inmediatamente al otro. Ella no sintió, sin embargo, la seguridad absoluta de poder saltar del tejado sin ser vista, así que permaneció guarecida hasta la noche. Mucho antes, pudo ver cómo sacaban del edificio, golpeado y con ataduras, a su querido padre adoptivo.
—¡Colgadle en los muros! —eso gritaba la multitud. Cuando lo acercaron al gobernador, Sala, vio el brillo de algo metálico hundirse en el cuerpo de su padre.
Vio cómo se llevaban el cadáver de Álfer, seguramente para colgarlo en los muros de castigo. Le debía la vida, y lo peor es que no podría devolverle el favor.
La joven descendió de los tejados al caer la noche, después de verter tantas lágrimas como estrellas salieron a su encuentro en el ocaso. Cubrió su cabeza con la capucha y caminó hasta el puerto. Allí un barco la esperaba. Siguió llorando hasta que no le quedó fuerza en los pulmones, hasta que pudo sonreír recordando, hasta que se juró salir adelante para que su padre, con la venia de las níbulas, pudiera visitarla en sueños y estar orgulloso de ella.